martes, 12 de febrero de 2013

El cisma

En su espléndida "Marcha de la Locura", que pese a su título no es una pieza sinfónica, sino un profundo análisis de la historia de las insensateces del poder y de las calamidades que ha causado, Barbara Tuchman apunta dos conclusiones indiscutibles sobre los gobiernos a lo largo del tiempo: la ceguera de los políticos ante las evidencias que se van acumulando en contra de su proceder, y lo estúpido de sus conductas frente a los problemas que, acuciantes, se les acumulan en la agenda.

En su libro, Tuchman pone de manifiesto que, desde los albores de la civilización, los gobernantes han cometido errores de tal dimensión que han conducido a catástrofes cuyas consecuencias han padecido generaciones y generaciones de ciudadanos desde los tiempos de Troya hasta la actualidad. La obstinación en las propias posiciones, la inexistencia de propósitos para corregir directrices, la falta de capacidad de reacción y sobre todo, el empecinamiento en convicciones absurdas han sido fuente continua de sufrimiento para pueblos de todos los hemisferios.

Y concluye Tuchman que esto nos debe llevar, necesariamente, a la certeza de que la política no constituye una clase especialmente privilegiada en cuanto a su capacidad intelectual, y que procura siempre mantener su poder a costa de cualquier precio. En definitiva, el poder conduce a una ceguera absoluta para el análisis desapasionado y a largo plazo de los efectos de los actos de gobierno sobre el futuro de las respectivas naciones. De lo que se infiere, también, que el político nunca antepone los intereses de su país a los suyos propios, aquejado de una grave miopía para el diagnóstico eficaz de las situaciones y de una falta de coraje esencial por temor a perder las encumbradas posiciones de poder que ostenta. 

Por lo que hoy en día le sucede a la cuestionable democracia occidental, resulta de lo más aleccionador la lectura del capítulo que dedica al cisma de Occidente, el período que va desde 1460 a 1530 y que concluyó con uno de los hechos más dramáticos de la Cristiandad, y por ende, de la sociedad occidental renacentista: la irremediable división del cristianismo en dos facciones enfrentadas durante siglos y que causó innumerables conflictos y millones de muertes en las guerras que siguieron a la separación entre católicos y protestantes, cuyas secuelas aún hoy en día colean en zonas como el Ulster.

Los seis papas que contribuyeron al cisma se caracterizaron por una ceguera absoluta ante las reprobaciones, cada vez más numerosos e intensas, que llegaban desde las capas bajas del clero y desde el sector laico del cristianismo, que denunciaban la corrupción, el nepotismo, la simonía y la vida de lujo y depravación que llevaban las autoridades eclesiásticas, y especialmente las vaticanas. Ajenos a todo aviso de peligro, y a toda percepción del tremendo distanciamiento que fraguaban entre ellos y sus súbditos, los príncipes vaticanos se enrocaron en sus posiciones y, ajenos a todas las advertencias, omitieron cualquier signo de rectificación en sus abominables políticas y estilos de vida desenfrenados, hasta que finalmente un movimiento reformista de base, que empezó siendo minoritario y periférico, consiguió poner patas arriba las estructuras eclesiásticas de media Europa para siempre. La contrarreforma que se inició posteriormente no sirvió de nada, salvo para afianzar a la Europa católica en un mayor atraso y pérdida de influencia real en el mundo occidental, que sigue en nuestros días, por mucho Papa mediático que se quiera poner de por medio.

La ceguera de aquellos papas renacentistas tiene su colofón hoy en día en nuestros democráticos príncipes de la política, que todavía se jactan de que lo que está sucediendo en Europa en estos momentos no va a tener consecuencias sociales, porque encastillados como están en sus torres de marfil, son incapaces de percibir el grado de malestar que está cuajando en amplísimas capas de la población, y también porque, al igual que la reforma protestante, el proceso es lento y gradual, y se precisan unos cuantos decenios para que sedimente toda la oposición a esas democracias de cartón piedra en que se han convertido los estados europeos.

Debemos desconfiar de las reformas que impulsen los políticos desde sus poltronas, porque no van a tener ningún efecto. Serán simplemente cambios de decorado para que ellos sigan viviendo sus vidas, también corruptas y depravadas, hasta que los movimientos de base, cuyo embrión inicial fue el del 15M, los aparten definitivamente de la vida pública. Y del mismo modo que los papistas jamás creyeron que existiera una alternativa viable al catolicismo vaticanista y cometieron así un gravísimo error de apreciación; también nosotros, los ciudadanos que estamos soportando la carga real de la crisis mientras ellos deciden nuestros destinos atrincherados en hoteles de cinco estrellas, deberemos demostrar el error de nuestros dirigentes políticos continuando y ampliando el movimiento de base  popular para que vaya amplificando su voz y su fuerza en la calle hasta que algún día resquebraje las estructuras profundamente antidemocráticas que de facto gobiernan nuestros destinos, al amparo de un formalismo democrático que no es más que un decorado tras el que se ocultan poderes que sólo atienden a su propio interés particular.

Y si alguien cree que esta democracia es la única posible, hemos de decir alto y claro que se equivoca, como se equivocaron los papas renacentistas hace ya quinientos años. Y que acabaremos por demostrarlo, nosotros, los ciudadanos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario