sábado, 23 de febrero de 2013

21 años

Hoy mi hijo cumple 21 años. Y, aparte de la celebración familiar, la diversión, la comilona, los regalos y los mejores deseos para esta efeméride, me queda un cierto regusto amargo porque ni él ni nadie de su generación se merecen lo que está sucediendo en este país. Y porque me gustaría ofrecerles, a todos ellos, algo más que esta visión desangelada, pesimista y totalmente desesperanzada que hoy en día tiene de sí misma esta España desgraciada.

Esta España, que no nos engañemos, no ha aparecido de súbito en el panorama mundial de la vergüenza, sino que lleva siglos gestando a toda una clase social despreciable, enquistada en la dermis del poder político, simbiótica con todo tipo de rufianes de más o menos alta alcurnia, lacaya de mangantes con mando en plaza, usurpadora de la voluntad democrática, y lo que es peor, aupada por los partidos políticos a las cumbres de la representación parlamentaria. Esa gentuza que ha conseguido que la imagen de este país sea la de un colectivo de desvergonzados especuladores y perezosos, a costa de la realidad de millones y millones de trabajadores, por cuenta propia y ajena, que cada día se desloman para sacar adelante sus vidas y las de sus familias, y que cada vez lo tienen más difícil porque los imbéciles que nos gobiernan sólo saben mirarse el ombligo y atender a sus propias cuitas, que se resumen en ver  de dónde pueden seguir sacando tajada y sobre todo, durante cuánto tiempo, como sanguijuelas aferradas a la piel de esta exhausta entelequia llamada Hispania.

Y me resulta amargo que mi hijo se haya hecho adulto en la desconfianza hacia la clase política y en el nada disimulado desprecio hacia un sistema de presunta representación democrática que ni es auténticamente democrático ni, por supuesto, representativo de la ciudadanía. Simplemente es una máquina de perpetuar prebendas entre los mismos de siempre, que simplemente juegan a ir cambiando de silla y aparentando cambiar cosas en su vana superficialidad, siguiendo el cínico ejemplo de cambiar alguna cosa para que nada cambie, como decía Lampedusa.

Yo, sinceramente, y a riesgo de ser imputado como sedicioso, espero que toda esta indiferencia y pasotismo cuaje algún día en algo mucho más productivo, como la rabia destructora que arrasó la Francia borbónica a finales del siglo XVIII, por más que nuestros dirigentes políticos sean los más interesados en mantener a esta sociedad entre anestesiada y atemorizada. Una sociedad bovina, dócil, que acepta todas las iniquidades a las que nos someten, empezando por las que nos inflige ese melifluo y aflautado (desconfiad siempre de los hombres de voz aflautada, dice la sabiduría popular) impostor llamado Montoro, que ejerce de ministro de Hacienda, aunque tal vez debería redenominarse  ministro de los Hacendados, a quienes protege de forma descarada mientras somete a la población a sufrimientos sin cuento con el beneplácito de su patrón, el mudo e inexpresivo Rajoy, de cuyo hieratismo ausente tal vez deberíamos deducir cierto insano faraonismo. Aunque tal vez Montoro, a falta de mejores ideas, lo que hace es aplicar el refranero viejo, por aquello de que "más vale bulto de muchos que esfuerzo de pocos" y así saqueando el bolsillo de las clases medias y amnistiando las millonarias evasiones de sus compinches, cumple con el acervo histórico del país. Y nosotros sin romperles la cara, a él y a su barbado faraón.

Y eso es lo que me sabe mal: que la generación de nuestros hijos crezca sin ver a ningún colectivo de este país pasar de las educadas protestas pancartiles a alguna acción más contundente, o sea, sin que nadie apueste por liarse a una manta de hostias bien dadas, que es lo que realmente merece la situación, con o sin furgones policiales de por medio. Quiero decir que hace cien años solamente, ningún ancestro de nuestra acojonada generación hubiera recomendado a su progenie que se preparase para emigrar, sino que más bien nuestros bisabuelos nos hubieran puesto unos buenos ladrillos en la mano y nos hubieran azuzado a liar la de San Quintín. Dicen que eso pasa porque ahora somos más civilizados, pero lo que sucede en realidad es que somos unos  cobardes de tomo y lomo, acomodaticios y resignados, y eso lo saben quienes nos gobiernan y por eso se ríen de nosotros por lo bajinis, mientras siguen perpetrando fechorías en forma de decreto ley. Hasta que el cuerpo (social) aguante.

Yo, la verdad, me gustaría poder regalarle a mi país un poco de sana violencia, la justa y necesaria, para que esos idiotas vestidos de terno gris y esas pijorras con aires de suficiencia que se las dan de grandes estadistas se asustaran un poco, sólo lo preciso, para escuchar el clamor de la calle y optaran, como mínimo, por suicidarse políticamente convocando un nuevo proceso constituyente que permitiera una regeneración real de la política del país, o mejor aún, que desaparecieran discretamente de escena. Como dice un buen amigo mío, lo suyo sería sacar a pasear la guillotina de forma periódica por el Paseo de Gracia, sucia y ensangrentada, para recordar a los dirigentes que el pueblo puede -y en ocasiones debe- ser muy sanguinario con sus opresores.

Pero a falta de eso, que sólo son fantasías erótico-políticas de un cincuentón desencantado, me gustaría poder ofrecerle a mi hijo la esperanza de que la dignidad colectiva algún día prevalecerá sobre el poder rufianesco que nos doblega y nos somete con la excusa de los mercados internacionales y de las exigencias inexcusables de la economía global. De que algún día, la voluntad del pueblo, al margen de siglas y de ideologías encubridoras, se plasmará de verdad en las leyes y las instituciones de este país. Que el despotismo más o menos ilustrado (más bien menos) en que consiste el gobierno actual no prevalecerá sobre la ciudadanía y su soberana voluntad. Y que los representantes elegidos responderán ante nosotros, los electores, y no ante el aparato de su partido político y sus opacos intereses. En definitiva, la esperanza de que la democracia será lo más parecido a una democracia auténtica, y no a esta farsa que llevamos ya demasiados años representando, y encima con actores de tercera que sisan la recaudación de la taquilla.

Mi hijo con sus 21 años recién cumplidos, así como todos sus amigos y toda su generación, se merecen algo mucho mejor que este engendro en que hemos convertido España. Y nosotros, sus padres, se lo debemos cueste lo que cueste.  El precio de no hacerlo será la deshonra de nuestra sociedad, que habiendo tenido la oportunidad de cambiar las cosas, no lo hizo por un plato (menguante) de lentejas, cínicamente llamado Estado del Bienestar.

Así que, hijo mío, lo que me gustaría regalarte hoy es una buena dosis de honestidad, de entereza, de valor y de fuerza para empezar a cambiar, de una puñetera vez, las cosas desde abajo, que es la única manera de cambiarlas. Feliz cumpleaños.




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