miércoles, 27 de septiembre de 2017

Legalidad, legitimidad y soberanía popular


Hace unos días leí una columna de Irene Lozano en la que la periodista y política opinaba que Rajoy y Puigdemont se equivocaban por igual en esta confrontación entre la Generalitat y el gobierno central. Acusaba a Rajoy de no ver nada más allá de la legalidad vigente, y a Puigdemont de ampararse exclusivamente en la soberanía popular para sacar adelante el proceso del referéndum. Lozano venía a decir que ni lo uno ni lo otro, y que habría que buscar un punto de confluencia entre ambas posturas aparentemente irreconciliables. Con lo que Lozano sembró en mí cierta inquietud respecto a la cuestión –que a mí se me antoja evidente, pero por lo visto a muchos analistas no- de si legalidad y soberanía popular son equivalentes (y análogas) en un estado de derecho.

 

Para ello, tal vez deberíamos comenzar por investigar si una cosa como la soberanía popular existe realmente, o es tan solo una falacia inventada por políticos y mandatarios de todo pelaje para justificar y legitimar la existencia de la legalidad que conforma el estado de derecho. Para decirlo claro, a mi modo de ver el concepto de soberanía popular podría ser  una argucia de filosofía política para justificar el derecho al voto en una sociedad democrática, pero siempre que ese voto sea previamente aprobado por las fuerzas que ostentan el poder real (y ese “pero” resultará ser fundamental, a la postre).  O sea, que si la soberanía popular fuese sólo eso, sería un mero artilugio para legitimar un cierto tipo de legalidad autodenominada democrática. Sería algo intangible, más allá de la legalidad vigente, que cual paloma del espíritu santo, sobrevolaría los llamados estados de derecho muy por encima de la comprensión de los comunes mortales. Y por supuesto, sería absolutamente inejercible por los ciudadanos sin la previa aprobación de los poderes fácticos.

 

El demócrata de verdad, esa especie tan exótica y en claras vías de extinción, no le teme a la soberanía popular pese a los disgustos que pueda darle su libre ejercicio. Los demócratas de verdad no les temen a los referéndums, aunque los resultados puedan ser inconvenientes para determinadas esferas, mayormente económicas y financieras. Pocos países han entendido esto hasta sus últimas consecuencias, y entre ellos cabe destacar a Suiza, sin necesidad de hacer mayores comentarios. En realidad, el libre ejercicio de la soberanía popular no domesticada puede resultar muy pernicioso para el establishment político-económico, y por ello los representantes del Sistema se esfuerzan considerablemente en denostarla y debilitarla. Como ha sucedido con el Brexit, en el que sólo ha faltado decir que el pueblo británico es irremediablemente idiota. Claro que eso lo afirman los mismos que cuando manipulan al electorado a su conveniencia siempre acaban alabando la madurez, seriedad y compromiso de la ciudadanía.

 

Cuanto menos se respeta la soberanía popular, más pavor se siente ante su libre ejercicio. Por eso, en el fondo, tenemos una democracia vigilada, cuando no prisionera, de los designios de nuestros mandatarios. Es un poco como los paterfamilias que siguen tratando  a sus hijos ya mayorcitos en tono condescendiente, paternalista y rotundo, como en la conversación que sigue.

 

- Papá, papá, que quiero ser médico.

- Hijo, ya sabes que en esta comunidad de propietarios somos todos ingenieros

- Sí, papá, pero es que la ingeniería me trae sin cuidado.

- Ya, pero si no eres ingeniero no puedes vivir en esta comunidad, lo dicen los estatutos

- Bueno, pues me iré a vivir a otro sitio, ya soy mayor.

- Mmmm, eso no es posible, porque dependes de mí y tendrás que vivir aquí mientras yo lo diga.

- Papá, eso es irracional, porque creo que tengo derecho a mi libertad personal para escoger.

- Tienes derecho a tu libertad siempre dentro de  lo que establecen las normas de la comunidad. Puedes ser médico si así lo deseas, pero antes tendrás que ser ingeniero y ejercer como tal.

- Pero papá, es que la ingeniería no me atrae en absoluto, voy a ser muy desgraciado

- Pues entonces tendrás que cambiar los estatutos de la comunidad

-Y cómo voy a cambiar los estatutos si todos los demás sois ingenieros?

- Eso no es nuestro problema, sino el tuyo, así funcionan las mayorías en esta comunidad. Y además, lo dicen los estatutos…

 

Y así, esta conversación podría seguir en una trama circular indefinidamente, porque es  la oposición entre la libertad individual (y su epónimo plural, la soberanía popular) y la legalidad con la que los individuos agrupados en sociedades se han dotado como forma jurídica más o menos aceptable. Y es de radical importancia entender que la base de toda actividad política debería ser la libertad individual como bien más sagrado a proteger, y que la soberanía popular emana naturalmente de la suma de las libertades individuales dirigidas hacia un objetivo común. Así que tenemos la soberanía popular como expresión colectiva de la libertad individual, lo cual ya nos tendría que alertar sobre el hecho de que la libertad no es un bloque sólido e inmutable de acciones posibles, sino que es flexible y fluida – y por tanto variable a lo largo del tiempo- en sus formas de expresión, como cualquiera con dos dedos de cerebro puede apreciar en la evolución de las sociedades modernas.

 

Pero he aquí que esa fluidez y variabilidad de la expresión de la libertad individual al parecer no es aplicable a su agregada la soberanía popular, que se nos presenta como rígida e indeformable debido a que se encuentra encorsetada por su manifestación jurídica, es decir, la legalidad. Y que, por tanto, en una pirueta acrobática sensacional, resulta que se invierten los papeles y la hegemonía de la legalidad es incuestionable frente a la soberanía popular haciendo a ésta dependiente de aquélla o, como decían nuestros abuelos con no poca sorna, poniendo el carro delante del caballo.

 

No lo entendieron así los antiguos norteamericanos, para quienes la legalidad, en forma de un impuesto sobre el té que entendían abusivo, no tenía nada que ver con la legitimidad, lo que motivó una revuelta popular en el ejercicio de lo que entendían su legítima soberanía para decidir por ellos mismos, dando el pistoletazo de salida a la Revolución Americana. Ni tampoco la revolución francesa de unos pocos años después atendió al principio de la legalidad vigente (en forma de absolutismo hasta entonces plenamente aceptado incluso por ilustres pensadores) y sus líderes e impulsores argumentaron con notable éxito que la legalidad –cualquier legalidad- había de estar sometida a la legitimidad, y que la legitimidad sólo procedía de los deseos de la ciudadanía en el ejercicio de la soberanía popular. En resumen, que es la legalidad la que se somete a la legitimidad, y ésta procede de la libre expresión de la soberanía popular.  Y no a la inversa, como entiende el señor Rajoy. Como tampoco veo que legalidad y soberanía popular hayan de estar  en un extraño equilibrio como sugería en su columna Irene Lozano (y como sostienen muchos intelectuales más).

 

Hablando claro: la legalidad ha de estar siempre supeditada a la soberanía popular en cualquier estado de derecho que se precie de serlo. Y la expresión de la soberanía popular o bien ha de ser parlamentaria, o bien ha de ser por la vía del referéndum entre los interesados directos. Pero no se puede ahogar cualquier marea ciudadana sin contemplaciones alegando la imposibilidad “legal” de atender a las peticiones populares, aunque sean masivas. Y es que, en el fondo, los mismos que mueven los hilos de la política son los que tienen pavor y alergia a la expresión transformadora  y no meramente escénica de la libertad ciudadana. Por eso se sienten tan cómodos en estructuras tan fanáticamente jerarquizadas como los partidos políticos, donde las libertades, la legitimidad  y la soberanía van calzadas con anteojeras y frenadas con bocados, como si de caballos de tiro se tratara. Porque lo primero, para todos esos demócratas con denominación de origen pero totalmente insustanciales, y para todos los siervos  de conveniencia del statu quo vigente, es ese fariseísmo pseudodemocrático con tintes fundamentalistas que no se apoya en principios razonados, sino en dogmas irreflexivos.

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