miércoles, 19 de julio de 2017

Las cloacas

Que la democracia sólo existe como concepto muchas veces retórico, cuando no directamente demagógico, es algo que bastantes personas cultivadas asumen con una mezcla de naturalidad y resignación, convencidas como están de que la especie humana no está diseñada genéticamente para zarandajas tales como el estado de derecho, la igualdad ante la ley y otras bellas utopías por el estilo.

Que democracia es también un sustantivo a medio camino entre  el comodín semántico-político que sirve para todos los fines (especialmente el de autoprestigiarse de forma simple y gratuita) y la pantalla tras la que se cobijan toda clase de desalmados que sólo cuidan de sus intereses propios, es algo que esas mismas personas cultivadas y con ciertas dotes críticas saben perfectamente, hasta el punto de que es notoria la regla no escrita de que el talante democrático de cualquier político es inversamente proporcional al número de veces que emplea la palabra “democracia” o “estado de derecho” en sus discursos.

En realidad, nadie es demócrata, al menos no en el sentido estricto de la palabra. Ser demócrata significa asumir estar muchas veces en desventaja, no poder emplear los métodos que otros usan indiscriminadamente,  faltos de todo escrúpulo moral, y tener que poner la otra mejilla un día sí y otro también.  En resumen, ser demócrata es como una dimensión alternativa del cristianismo auténtico, y ya sabemos que cristianos nominales hay muchos, pero genuinos muy pocos, que casi siempre acaban muertos antes de lo previsto por la madre naturaleza.

Así que todos los políticos se llenan boca constantemente con el mantra de la democracia como un bien sagrado a proteger. El problema radica en saber primero en qué consiste ese bien tan sagrado, y segundo en cómo se debe defender. A la primera cuestión, la preocupante respuesta es que la democracia significa lo que cada uno quiera que signifique, a fin de llenar su morral del modo más conveniente y según las circunstancias. Se entiende así que la descerebrada  Arrimadas acuse al independentismo catalán de totalitario, así, tan alegremente, sumándose  a la horda de despreciables "demócratas" que tachan de nazis a los que piensan diferente a ellos.  O que la marisabidilla Soraya tenga el récord mundial de uso conjunto de las palabras “legalidad”, “ estado de derecho” y “democracia” con las que tapa precisamente las carencias más graves del gobierno y el partido al que pertenece, tal como ha puesto de manifiesto el temible documental “Las Cloacas de Interior” que, digámoslo de entrada, no está patrocinado por ningún partido político, sino por un grupo tan privado como Mediapro. O, por otra parte y para cumplir con el cupo femenino, la inefable Susana Díaz, con ese toque caudillista y amenazante con que exalta a sus huestes como si fuera el general Patton. Tres mujeres, tres presuntas ideologías distintas, tres formas de entender la democracia como un instrumento, pero no como un fin en si mismo. Por eso las tres usan y abusan del término a su conveniencia, porque al fin y al cabo, la democracia es como la plastilina: se le puede dar la forma que a uno convenga sin que se rompa jamás. Hasta en eso Franco fue más astuto que muchos de los actuales dirigentes españoles, diseñando ese Frankenstein de la democracia orgánica  que nos regaló en sus últimos años de mandato.

No resulta nada extraño, pues, que en sede parlamentaria, un comisario de policía, requerido sobre qué estaría dispuesto a hacer por España, afirme ser un patriota sin remilgos y estar dispuesto “a todo” (literalmente) por su país. Donde ese “a todo“ implica claramente cualquier medio ilegal. Y resulta más sorprendente que ante tales afirmaciones, ese individuo no sólo no sea públicamente reprobado, sino que no salga esposado del Congreso, que es el depositario de la soberanía popular y de la democracia. Porque ese policía se ha pasado la democracia y el estado de derecho por la entrepierna en aras de un patriotismo que se ha demostrado siempre muy peligroso para las personas de a pie.

Aunque a tenor del contenido del documental antes citado, está claro que la manipulación partidista de las fuerzas de seguridad del estado es una técnica habitual de los gobiernos de todos los colores, pues la cosa empezó ya con el PSOE en los lejanos años noventa del siglo pasado con los GAL, que no eran otra cosa que escuadrones de la muerte parapoliciales. Y ha continuado décadas después, contaminando a las sucesivas cúpulas del Ministerio del Interior, hasta que finalmente ha estallado un caso fenomenal con el ministro Fernández Díaz, fiel guardián de una forma degradada de democracia que se ha convertido en la  rehén del poder de turno.

Y si la cosa debe ser grave, que hasta policías y guardias civiles en activo se atreven a  denunciar públicamente  lo que ocurre en Interior, así como la persecución sistemática de los agentes que no se doblegan a las presiones políticas, y el hostigamiento incesante a  todos aquellos que denuncian las prácticas irregulares de sus mandos directos. Porque, en definitiva, el ministerio del Interior se ha convertido, con el paso de los años, en la punta de lanza de los intereses particulares  del señor X y de sus padrinos elevados por enciam del bien y del mal en sus torres de marfil, que son quienes deciden qué es democracia, a quién se aplica el estado de derecho y, sobre todo, cómo se defiende su poco escrupulosa a la par que utilitarista concepción de la democracia. Lo cual sucede en este país y también en todos los demás, lo cual no es gran consuelo, salvo que uno sea chino y en el fondo se desopile con nuestras tonterías grandilocuentes sobre la igualdad de los ciudadanos y los derechos democráticos, porque ellos –los chinos-  saben perfectamente que en occidente se puede ser tan demócrata como te permita el sistema, pero si incomodas al poder establecido andas en la cuerda floja, porque entonces, como en el mejor de los episodios de House of Cards (siempre la realidad supera a la ficción) caerá sobre ti todo el peso de las fuerzas de seguridad en aras de eufemismos tan corrientes y multiusables como la seguridad nacional o el interés general y con métodos que sólo son delictivos cuando los usan los otros.

Y según quien define el interés general, se definen asimismo los límites de la democracia, lo cual nos conduce a situaciones  sumamente contradictorias y fácilmente degenerativas, como sucedió a raíz de los atentados del 11 de septiembre, cuya consecuencia más directa fue que para proteger la democracia se recortaron las libertades individuales de manera drástica en todo occidente. Ahora somos todos sospechosos habituales, salvo que se demuestre lo contrario, y el aparato de seguridad del estado nos lo recuerda continuamente, aunque de forma muy educada (por el momento). Y también nos recuerdan que para proteger la democracia –“su” democracia- vale todo, porque ella está por encima de cualquier otra consideración. Lástima que la democracia no se defina como un concepto universal inviolable, sino como una argucia legal encapsulada en pocas o muchas líneas de una constitución. Se equipara así lo legal con lo democrático, lo cual es, además de terrible, el primer y contundente paso para construir democracias puramente formales a medida de los poderosos que gobiernan nuestro destino.

Algo así quiso hacer el señor X en algún lugar de la cúpula del Ministerio del Interior, usando a policías para fines propios, malversando fondos públicos para conseguir datos comprometedores obtenidos de forma ilegal, facilitando actividades encubiertas a personajes de dudosa calaña, falsificando informes y documentos a medida de los intereses mediáticos del momento y, en definitiva, organizando una poderosísima mafia para un fin claramente partidista en el ministerio que debería velar por la seguridad y los derechos de todos los españoles, incluso de los desafectos. Espantoso.

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