miércoles, 21 de diciembre de 2016

Aznar el Grande

Aznar se ha despedido del PP mediante su forma habitual de hacer las cosas: estruendosamente y casi rayando en lo esperpéntico. En su misiva dirigida a Rajoy se nota cómo cada una de sus frases destila el resentimiento contra la cúpula actual del partido por no saber reconocerle sus presuntos méritos antes y después de su liderazgo. Muy al estilo aznariano, el expresidente se queja de una traición prácticamente unánime, confundiendo  tal vez que una cosa es la gratitud por los servicios prestados, y otra muy distinta convertirse en una hipoteca para las generaciones futuras. Además, parece que el señor Aznar olvidó, hace ya mucho tiempo, que la gratitud es cosa intangible y que se paga con honores, pero nunca con poder efectivo, que es lo que él quería tener en el PP, aunque fuera en la sombra.

Al señor Aznar cabe agradecerle que supo transformar un partido vetusto y anquilosado como el PP en una formidable organización moderna integrante de toda la derecha española sin que prácticamente nadie rechistara bajo sus órdenes. Sus ocho años de mandato, no obstante, se le subieron a una cabeza ya de por sí bastante amueblada  para la megalomanía, uno de los rasgos más distintivos de este personaje que de tan español que fue, sólo le faltó resucitar el imperio de los Austrias. Fiel a aquella divisa de engrandecer España a toda costa (y a sus amigos también), sentó las bases de un crecimiento económico descacharrante, basado en el ladrillazo, en la liquidación de activos del estado, y en las prebendas amiguistas a las grandes corporaciones donde había sentado a sus íntimos. Es posible que tuviera que hacerlo para meter a España en el pelotón de cabeza de las naciones, pero el coste de su forma de entender el crecimiento económico se pagó después en forma de un burbujeante estallido de la corrupción, en la implosión acelerada del casi monocultivo económico inmobiliario español y en un fenómeno de puertas giratorias y de intereses cruzados entre las grandes corporaciones y el poder político nunca vista anteriormente, cuyo penúltimo episodio fue el ascenso y caída de su incompetente esposa a la alcaldía de Madrid.

En los últimos años Aznar se ha convertido en una caricatura de sí mismo, y no deben quedarle muchos amigos de la vieja guardia para reconvenirle y explicarle que en el PP actual estorba más que otra cosa. Atrincherado en la fundación FAES, ha vuelto a caer en la grandilocuencia de pretender ser el único think tank del PP, con la grosería añadida de no discernir que una cosa son las mentes que proponen las líneas ideológicas, y otra cosa es pretender convertir al partido (y de rebote al parlamento) en el brazo ejecutor de FAES. Está claro que eso le ha sentado como un tiro por la espalda, pero se debe, una vez más, a su concepción imperial y megalomaníaca del poder político: Aznar no se ha querido ir nunca. Lo hizo porque se enredó en su propia promesa de sólo dos legislaturas y tras el batacazo de marzo de 2004, en el que se hundió hasta las ingles en su propia miseria intelectual y se convirtió en el payaso de la clase política y de su propio partido defendiendo la autoría de ETA en los atentados de Madrid, para que no pareciera que el atentado era la clara respuesta fundamentalista a la participación de España en la guerra de Iraq.

Esos días de marzo le desacreditaron como un mentiroso falaz con tal de eludir responsabilidades y capaz de cualquier cosa para auparse en la pirámide política. Desdde ese día, en la sede del PP lo vieron venir cuando desde la FAES pretendía una constante intromisión en las líneas de gobierno del presidente Rajoy. FAES pretendía ser la mano que movía la marioneta (en este caso, el gobierno de la nación) y se encontró con serias resistencias, organizadas tanto desde el entorno de Rajoy como desde los viejos barones del partido, que veían que atar su destino a las intemperancias de Aznar era sellar un futuro más bien negro.

Doce años después de su cese como presidente del gobierno, y con independencia de filias y fobias personales, la historia ha demostrado que la base de todas las catástrofes que ha tenido España desde 2008 en adelante la puso Aznar y su grupo de amiguetes que se hicieron con el poder político, económico y financiero durante los años dorados, sin efectuar la más mínima previsión de futuro (lo cual no es óbice para reconocer también que el zapaterismo que le sustituyó padeció de más  de lo mismo, pero con el agravante de ser en versión naíf, que es el colmo de la incompetencia política). Y las nuevas generaciones del PP están muy dispuestas a manifestarle al expresidente su gratitud por lo que aportó a un partido que jamás hubiera podido constituirse en alternativa real al felipismo de no haber sido por él, pero que prefieren no darle demasiada cancha, visto su histrionismo político cada vez más evidente, su mala leche acumulada rebosante en esa mirada que lo dice todo, y su incomodidad manifiesta en esa tensión que se adivina en su porte en todas sus comparecencias públicas. Aznar no está cómodo en el PP, porque no solamente no manda (que es lo que a él le gustaría) sino que además no le hacen caso (que es lo menos a lo que puede aspirar un ego tan superlativo como el suyo).

Una vez más – y ya van muchas- Aznar ha confundido su autoridad moral en la derecha española y su indudable bagaje político con una especie de derecho de pernada sobre sus sucesores, que no están por esa labor. A diferencia de Fraga, cuya presencia política una vez retirado casi siempre fue discreta y ponderada, ha pretendido estar en el candelero desde su misma abdicación al liderago del PP. Es como esos empresarios que, desconfiando de todo y de todos menos de sí mismos, ceden la poltrona a sus hijos pero les someten a una presión continua para que dirijan la empresa al viejo estilo. Al estilo del paterfamilias presuntamente incuestionable. Y eso, que en el ámbito familiar suele ser fuente de continuas y agrias disputas, en la jauría de la política (que sólo tiene de familia el nombre y cierto regusto mafioso) resulta imperdonable. A un viejo Don de la Cosa Nostra se le retira plácida o sanguinariamente, pero siempre se le retira definitivamente. Don José María no ha querido entender eso, y ha preferido dar un portazo altisonante de los suyos antes de que algún emisario lo liquidara sin piedad.

Su destino es el del arrinconamiento suave pero firme. Nada tiene que ver en concreto con la presunta traición de Rajoy: cualquier otro líder actual del PP sabría que hay que tener las manos libres para poder generar las sinergias necesarias para  gobernar en un período tan incierto. Lo que menos falta le hace al PP actual es un césar egotista y aferrado a un modo de hacer que, como siempre en la alta política española desde los tiempos del siglo de oro, es de gloria para hoy y desastre para mañana. Como la dinastía de los Austrias, lo tuvo todo en su mano y no supo gestionarlo para las generaciones venideras. Su grandilocuencia y su afán por destacar a toda costa y por no saber callar y desaparecer a tiempo ha empañado su imagen y su legado ante muchísimos de sus antiguos admiradores, y es motivo de escarnio entre su legión de detractores, incluso en la misma derecha hispana (cosa que también le ha sucedido a otro ilustre colega muy cercano a su estilo pomposo y dogmático, Nicolás Sarkozy). El expresidente perdió su imperio y su influencia por empeñarse en ser, sin ningún género de dudas, Aznar el Grande.

No hay comentarios:

Publicar un comentario