miércoles, 18 de enero de 2017

Año nuevo, errores viejos

Después de casi un mes de ausencia, vuelta a empezar. Toca escribir para dejar constancia de una época que para todos los europeos se manifiesta de lo más turbulenta. Toca escribir para exorcizar los viejos errores en este nuevo año. La concatenación de sucesivas crisis económicas, sociales y políticas ha sumido a Europa en un período de miedo e incertidumbre que no se veía desde la segunda guerra mundial. Pues a fin de cuentas, los ya lejanos conflictos regionales en la zona de los Balcanes jamás se vieron como algo que afectara directamente a la sociedad europea, sino como un molesto brote de violencia periférica que, sin la ayuda del amigo americano, la UE hubiera sido incapaz de atajar, en gran medida porque no representaba un peligro inmediato para la estabilidad del continente.


Ciertamente, lo que está sucediendo en la actualidad es un claro exponente de que la política internacional demanda una visión a largo plazo, de la que nuestros dirigentes lamentablemente carecen. La mayoría de ellos  se ha escudado en la imprevisibilidad de los acontecimientos para justificar los inmensos errores que han cometido en los últimos años, pero ello no es excusa para los profesionales de la política que pese a esa imprevisibilidad, tienen la obligación de considerar todos los escenarios que puedan ser plausibles, y actuar en consecuencia para tratar de minimizar los daños, si finalmente las cosas van por los derroteros menos favorables. Que es lo que ha sucedido en el último año, sin que al parecer nadie lo viera (o quisiera ver) venir.


Un año que es digno heredero y fiel reflejo de los gravísimos errores cometidos desde primeros del siglo XXI en materia de política internacional, que han repercutido muy negativamente en la vida de los ciudadanos europeos y norteamericanos, lo cual está indisolublemente ligado al brote de numerosos movimientos claramente reactivos frente a las políticas que se están llevando a cabo en el bloque occidental. El auge de partidos radicales tildados de forma mediática como populistas (lo cual es una grave subestimación de lo que en realidad representan, así como de sus aspiraciones) tiene su razón de ser en decisiones políticas tan bienintencionadas como inútiles, porque jamás se ha tenido en cuenta que la democracia sólo es fuerte cuando el viento sopla a favor, pero cuando el andamiaje institucional sufre el embate de sucesivas oleadas perturbadoras, lo que se manifiesta es la fragilidad de un sistema que siempre se ha autopresentado como la panacea de todos los males y símbolo de fortaleza y estabilidad social. Lamentablemente, esa tesis no es cierta, ni lo será nunca.


En primer lugar, muchos psicólogos sociales han advertido en multitud de ocasiones que la democracia no puede imponerse, sino que es algo que brota casi espontáneamente cuando las condiciones sociales lo permiten, es decir, cuando una sociedad está madura para asumir el compromiso que supone  para todas las partes implicadas, o sea, las instituciones y la ciudadanía. Imponer instituciones democráticas a una sociedad que no está preparada conducirá indefectiblemente al fracaso. Cosa que ya vimos hasta el hartazgo en Afganistán, en Iraq o en Libia, por poner sólo los ejemplos más flagrantes y recientes. Del mismo modo, otros estados han adoptado formas democráticas de representación popular, pero cuyos fundamentos se resquebrajan desde los cimientos, pues la sociedad destinataria no está preparada culturalmente para afrontar el hecho de que la democracia es algo más que votar cada equis años y poder quejarse de lo mal que lo hacen sus dirigentes, sino que exige asumir una serie de compromisos personales con unos valores que a veces van a chocar con los intereses individuales de cada ciudadano o con los de su colectivo más inmediato.


No es sólo que los valores culturales, sociales  y religiosos de una sociedad concreta muchas veces suelen colisionar frontalmente con los principios de la democracia occidental (entre los cuales el respeto a los derechos humanos es uno de los pilares que la sustentan, al menos teóricamente), sino que durante estos últimos años nos hemos encontrado con una serie de líderes occidentales que, a falta de algo mejor que ofrecer, han servido el plato de la democracia como otra forma de religión, con dogmas inapelables cuya consecuencia es una especie de Cruzada que no tiene nada que ver con el cristianismo, pero que adopta los mismos aspectos totalitarios que aquél durante los conflictos con el Islam durante la Edad Media.  Por supuesto, tensar el concepto de democracia hasta ese punto no puede dejar de ocasionar serios problemas, porque la desvirtúa totalmente y la aleja de su fin primordial, que no es otro que la adopción voluntaria de los principios del estado de derecho por una masa crítica de la población, circunstancia que no se ha dado en ninguno de los países antes citados, pero que tampoco resulta muy fluida en otros actores muy poderosos (y solo formalmente democráticos) con intereses en Oriente Medio, como es el caso de Turquía (ja), Egipto (jaja), Israel (jajaja) y Rusia (jajajaja).


Por otra parte, la democracia -como la felicidad- no es un ente absoluto que se consigue de una vez por todas y queda inmutable como un florero sobre la mesa de los derechos del hombre, sino una aspiración hacia un estado relativo que -como la felicidad de nuevo- es inalcanzable si no se pone en el contexto adecuado de tiempo, lugar y oportunidad. La democracia no es una verdad fija e inmutable, ni se consagra como una esencia universal de la humanidad. Este es un defecto bastante aposentado en las mentes occidentales, algo perturbadas por ese concepto nefasto de "fin de la historia" que se puso tan de moda a finales del siglo XX, obviando que la democracia no es el punto final de la evolución política y social y que ni siquiera sabemos si es el mejor modo de gobernar una sociedad compleja y tecnológicamente avanzada. Está por ver (y habrá que hablar de ello dentro de trescientos años) cual será el destino final de las democracias al estilo occidental y el juicio que les deparen las generaciones futuras.


Una cosa resulta bastante evidente: en situaciones de crisis, los valores democráticos, que constituyen una aspiración colectiva, se confrontan duramente con la suma de los egoísmos individuales, que legítimamente pretenden salvaguardar el statu quo personal frente a las sacudidas de la historia. En este sentido, es tan insensato pretender que todo el mundo entienda y apruebe las migraciones masivas de estos dos últimos años, como reclamar la creación de una torre de marfil occidental blindada frente a toda penetración del tercer y el cuarto mundo. Se trata de ser realistas, es decir, orientar nuestra acción política hacia un futuro mejor para todos, pero sin olvidar que eso es irrealizable ni siquiera a medio plazo, por la misma razón que he expuesto antes: una sociedad necesita estar madura para aceptar ciertos cambios. Y desde luego, cuando los cambios son impuestos por fuerzas ajenas e incontroladas, los resultados suelen ser cataclísmicos, que se perciben en hechos como el Brexit, el triunfo de Trump en EEUU o la más que posible dinamitación interna de las esencias de la  UE por las tensiones migratorias recientes.


Del mismo modo que los científicos comprenden que hay logros imposibles por el momento pero que pueden ver la luz en el futuro y que precisamente por ello hay que ser paciente e ir paso a paso, en la acción política también habría que actuar del mismo modo y mantener los ideales democráticos bien vivos, pero sin pedir que nos consigan cosas que están más allá de lo actualmente aceptable y sostenible. Si algo debe quedar bien claro para el futuro, después de las hecatombes de los últimos años, es que hay que avanzar en pos de los derechos humanos gradualmente, asentando los cimientos y levantando piso sobre piso, etapa a etapa. No se puede saltar a la democracia total como si fuera el juego de la oca: si falla una estructura inferior las que estén por encima se tambalearán y casi con toda certeza, acabarán derrumbándose sobre el resto del edificio.


Habrá quien piense que lo que propongo es de un conservadurismo extremo, pero nada más lejos de la realidad. Hay que alejarse de todos los fundamentalismos, porque simplifican y banalizan cuestiones muy complejas. El conservadurismo no nos lleva a ninguna parte, porque no permite a la sociedad evolucionar, por muy bien dotada que esté de mecanismos democráticos. De forma análoga pero opuesta, querer  correr demasiado (como los insensatos que propugnan una política de puertas abiertas para todos cuantos quieran venir a occidente) sólo puede traer consecuencias negativas al no dar tiempo a sedimentar las sucesivas oleadas migratorias. Una sedimentación que requiere de tiempo para la integración y de mucha pedagogía para que todos acepten el reparto de un bienestar cada vez más escaso.


Si una lección deberíamos aprender de estos últimos años es que desde que la humanidad existe, de forma natural (digamos que resulta una imposición biológica) el yo siempre tendrá prioridad sobre el nosotros, y el nosotros siempre irá por delante del ellos. La aspiración final del idealista democrático es conseguir que una sociedad madure lo suficiente para borrar la distinción entre yo, nosotros y ellos. Pero eso no es algo que se pueda programar, salvo que pretendamos una democracia puramente formal pero vacía de contenido. Hay que ser muy cuidadoso no sólo respecto a los pasos que se dan, sino a cómo y cuándo se dan, so pena de conseguir dar alas a los excluyentes que están avanzando por el mundo entero gracias al disgusto y la insatisfacción de amplísimas capas sociales que ven como se tambalea la sociedad que construyeron tras la segunda guerra mundial, y lo que es peor, ahora creen con un fervor casi religioso en las recetas simplificadoras de uno u otro signo.


Ni torre de marfil, ni playa abierta a todo el mundo. Salvaguardar lo que tenemos es esencial para poder exportarlo más adelante. Y todo debe hacerse en el momento oportuno y considerando la historia como lo que es realmente: un evento muy complejo y a largo plazo. Si no somos capaces de actuar en consecuencia, la democracia occidental perecerá bien bajo el peso de la cerrazón y la intolerancia, o bien sepultada por la oleada de quienes vienen aquí sólo como fruto de la desesperación y el odio, pero sin compartir ninguno de los valores de nuestra sociedad.



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