miércoles, 12 de octubre de 2016

Envejecer

Envejecer no es solamente un proceso biológico, sino también mental. Imagino que con esta afirmación estará de acuerdo la inmensa mayoría de las personas. También suele ser un lugar común casi universalmente aceptado que el envejecimiento saludable no consiste solamente en cuidar de los aspectos físicos y de tratar de limitar el daño biológico celular, sino en encarar el envejecimiento como un proceso inexorable que conviene afrontar con una vida personal activa y un abierto espíritu juvenil. De lo que muy pocos hablan, sin embargo, es en qué consiste ese envejecimiento mental no ligado exclusivamente a la degeneración de los procesos corporales.

Sospecho fundadamente que el envejecimiento es ese proceso –para el que no hay una fecha específica de inicio- por el cual cada vez percibimos más la hostilidad del mundo en el que vivimos, mientras al mismo tiempo somos conscientes de una mayor vulnerabilidad a las agresiones de todo tipo que constituyen el hecho de vivir. Cuando llegamos al punto en que prácticamente toda nuestra percepción es de indefensión y vulnerabilidad ante un entorno francamente hostil, entramos en la senectud de forma irreversible. Por eso dudo que los meros avances tecnológicos y sanitarios puedan derrotar de forma significativa a la vejez.

La cuestión de fondo que se plantea es esa lucha entre los científicos (minoritarios) que creen optimistamente que la vida humana se puede prolongar de forma indefinida mientras sigamos avanzando por los caminos de la biotecnología y de la salubridad personal y social, y aquellos que de forma mayoritaria consideran que la vida humana tiene un límite que estamos muy cerca de alcanzar por mucho que avancemos en la curación de las patologías fundamentales de la humanidad, debido a algo tan sencillo como que las células de cualquier organismo tienen un número fijo de duplicaciones posibles, tras lo cual es imposible volver a producir una célula estable y funcional. En ese sentido puramente biológico, envejecer es un proceso por el cual el organismo es incapaz de reponer las pérdidas que se acumulan en los diversos tejidos, hasta que el sostenimiento de la vida se hace inviable.  

Sin embargo, muy pocos científicos tienen en cuenta los aspectos mentales del proceso de envejecimiento, que a mi modo de ver resultan tan trascendentales como los biológicos. Somos muchos los que nos preguntamos qué sentido tiene ese afán de ciertos sectores por alcanzar, no ya la inmortalidad, pero sí un alargamiento de la vida más allá de todo límite razonable, como doscientos años, sin que dicha longevidad pueda verse necesariamente acompañada de una mente ágil, despierta, inquieta y osada. Sin una mente que ayude al perfeccionamiento personal y global de la sociedad.

Y es que no tener en cuenta los dos factores que antes he mencionado (percepción de hostilidad y vulnerabilidad crecientes ante el entorno) en nada puede ayudar a que una mayor esperanza de vida se traduzca en una vida más plena. Mucho me temo que los avances médicos podrán interrumpir muchas de las patologías fatales que se dan al acercarnos a la vejez, pero nada podrán hacer para detener esa implosión mental que acompaña a la senectud en general.

Y no se trata de afirmar gratuitamente que en la vejez se chochea, porque se trata de algo mucho más complejo. En realidad, el mundo es hostil por definición. No sólo el mundo, sino el universo es hostil en la medida en que es indiferente a nuestro sufrimiento y a nuestros anhelos. Como han remarcado muchos intelectuales y filósofos, en todo el universo físico no hay un solo átomo de bondad, justicia o igualdad. Eso son ficciones utópicas que ha creado la humanidad en cuanto un destino que alcanzar, pero que no se encuentran en el camino que recorremos. La naturaleza viva, y su causa última –la evolución- son indiferentes a los conceptos morales y suele pasar por encima del todas las vidas como una apisonadora insensible.

Precisamente de la percepción de este hecho (la indiferencia del universo hacia nuestro destino) es de donde probablemente surgen muchos sentimientos espirituales y, de forma más elaborada, la mayoría de las religiones, para tratar de dar un sentido a algo tan complejo como la vida, y específicamente la vida humana, en la que somos tan plenamente conscientes de la injusticia, la brutalidad y la crueldad con que se maneja no sólo la madre Tierra, sino sus habitantes dotados de intelecto.

Cuanto antes percibimos la hostilidad del entorno, antes envejecemos mentalmente. Por eso, hay niños de todas las épocas que antes de cumplir los doce años son como viejos cuya senectud se aprecia en esa abertura al mundo  que es la mirada. Esa mirada terrible de niños que han perdido no sólo la inocencia, sino toda la infancia, y con ella toda esperanza de una vida plena y no traumatizada. También hay, pero en mucho menor grado, ancianos cuya mirada tiene todavía el brillo ingenuo y explorador de la infancia, y seguramente se debe a que no han estado expuestos a la hostilidad general del entorno del mismo modo que la mayoría.

En cuanto empezamos a envejecer comprendemos que muchas de las ilusiones juveniles son ficticias, que no podrán llevarse a cabo jamás. Y no me refiero a las ilusiones de triunfo personal o profesional, sino a las de un mundo más sereno, más justo, más feliz en su conjunto. El amargo descubrimiento de que la hostilidad (que muchas veces catalogamos como injusticia) no sólo no disminuye, sino que nos rodea de forma cada vez más envolvente nos hace viejos, y cuanta más hostilidad percibimos, más deprisa envejecemos.

Tampoco importa lo fuertes que hayamos sido de jóvenes. La fortaleza se diluye con la edad, porque al multiplicarse las amenazas, el sentimiento de vulnerabilidad se incrementa de modo proporcional. Y la vulnerabilidad, o mejor dicho, la conciencia de vulnerabilidad, es algo que desgasta tremendamente y causa sufrimiento. Y que nos hace envejecer muy deprisa. Si algo tienen los jóvenes (y criticamos los viejos) es esa sensación de invulnerabilidad que les hace ser osados, cuando no decididamente temerarios  e imprudentes. De joven se carece de experiencia, el miedo es un concepto bastante abstracto y uno se siente lleno de fuerza y con toda una vida por delante, es decir, con muchísimas expectativas todavía no defraudadas o cercenadas.

A los niños procuramos educarlos y que crezcan en un ambiente lo menos hostil que sea posible, para no traumatizarlos con experiencias más propias de la edad adulta. Ciertamente, no sé si es una buena idea, pero desde luego debo reconocer que cuanto más aislada esté una persona de la hostilidad, más lentamente envejecerá, siempre que pueda mantenerse discretamente alejada de la brutalidad y crueldad del mundo el tiempo suficiente. Los seres humanos que nacen con ciertas discapacidades cognitivas, como el síndrome de Down, son personas razonablemente felices e impermeables a la hostilidad ambiental, así como al concepto de vulnerabilidad personal. Mueren bastante jóvenes por causas biológicas, pero de hecho nunca parecen viejos ni en su aspecto ni en sus actitudes.

El tránsito a la edad adulta, desde este punto de vista, se configura como una mayor apreciación de los elementos hostiles del entorno, y sobre todo, por una preocupación cada vez más intensa sobre la vulnerabilidad propia y de los seres queridos frente a los avatares de la vida. Por eso, uno de los motivos de mayor confrontación intergeneracional suele darse en aquellas materias susceptibles de algún tipo de riesgo. Los viejos hacemos mucho hincapié en la prudencia y en los peligros de las cosas; los jóvenes nos recriminan nuestra falta de valor y nuestra visión de la vida, casi siempre pesimista y negativa. En cambio, los mayores recriminamos a los jóvenes su temeridad y su falta de previsión ante los reveses de la vida. Y los muy viejos y experimentados, suelen instalarse en un temor casi reverencial ante cualquier cambio, que siempre se percibe como perjudicial, si no directamente hostil a un modo de vida que ha cristalizado hasta la rigidez absoluta con el paso de las décadas.

Y es que esclerotizarnos, anquilosarnos en nuestras posiciones, es uno de los mayores rasgos de senectud. No es malo en sí, es simplemente un reflejo defensivo después de años de experiencias que demuestran que las cosas cambian superficialmente, pero en el fondo, los pecados capitales siguen siendo  los mismos que hace mil años. Y cuyos practicantes campan a su anchas sin que ninguna justicia, divina o humana, los ponga en su sitio.  La vejez es el refugio del escepticismo y del afán de protección, y todo ello tiene su justificación en un pasado que suele repetirse cíclicamente. Otros actores, otras indumentarias, otras tecnologías, pero siempre el mismo guión de fondo: la ambición de poder, que conduce a la opresión del más débil, cuando no a su exterminio.

Por eso, para envejecer bien,tal vez sea el momento de recapacitar para quienes estamos en tránsito hacia ese destino final: procurar ser -y sentirnos- menos vulnerables; mantener intacta la fuerza de nuestro intelecto y sostener una lucha activa contra la crueldad en este mundo hipertecnificado, pero también cada vez más deshumanizado, en el que vivimos. Sólo así valdrá la pena llegar a centenarios.

1 comentario:

  1. Jo arribaré a centenari... ho presenteixo. Juàs! Avui mateix pensava en el tema sentint l'entrevista d'Albert Om a RAC 1 a una dona de 91 anys. Viu sola i és cega. I el pitjor de tot és la seva soledat. En canvi, té unes ànsies de viure encomiables perquè té il.lusió de contactar amb gent. LA seva filla, ara jubilada la ve a veure 2 cops la setmana. Coi, haurien d'estar juntes, no? En fi, hi ha una Associació d'Amics de la Gent Gran (de gent jove, s'entén) amb qui té força relació, la dona. D'aquí poc, però no caldran associacions d'aquestes perquè tots ho serem, de grans! ;-) Records!

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