jueves, 20 de octubre de 2016

Autenticidad

Esta semana se han cumplido treinta años de la designación de Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos. Con motivo de esa efeméride, se ha preguntado a diversas personalidades de la vida pública barcelonesa su opinión respecto al  efecto que los Juegos de 1992 tuvieron sobre la ciudad. Entre las variadas opiniones, me ha sorprendido una bastante extendida sobre la supuesta pérdida de autenticidad de la ciudad como consecuencia de su apertura al mundo y su conversión en una referencia turística de todo el Mediterráneo. Y este aspecto, supuestamente negativo, me ha causado no poca perplejidad, como barcelonés de nacimiento con más de medio siglo disfrutando y padeciendo a Barcelona a partes iguales.
 
Y es que tal vez eso de la autenticidad, tan de moda hoy en día, no es precisamente el calificativo más correcto para una ciudad contemporánea y cosmopolita. Quiero decir que a mí me parece que muchos confunden, pese a su innegable talento intelectual, lo auténtico con lo vetusto. Me pregunto si vivir en una ciudad medieval sería considerado “auténtico” por esa élite socio-político-cultural barcelonesa tan crítica con la transformación urbana experimentada en los últimos tres decenios. Y también me pregunto dónde estaban esas personas en 1986, si en la Barcelona real o en esa idealización que hacemos todos de un pasado que siempre fue mejor. O eso parece.
 
Porque yo sí recuerdo la Barcelona de entonces; recuerdo la iluminación escasa, las aceras estrechas, y todos los edificios de un uniforme color gris sucio (la hoy luminosa Pedrera incluida), que hacían del centro de la ciudad un lugar del que huir, y del que hecho huían las generaciones más jóvenes. Por no hablar de la situación de los barrios hoy buque insignia del casco antiguo, sucios a más no poder, tristes y francamente sometidos a una marginalidad que tal vez sería muy auténtica como telón de fondo de una novela negra de Vázquez Montalbán, pero que eran muy poco recomendables, salvo para acercarse a cumplimentar actividades poco lícitas. El hoy multiétnico y cosmopolita Poble Sec era un nido de traficantes y consumidores de drogas duras.  Lo mismo sucedía en el Raval, adonde el pijerío de la ciudad sólo bajaba a comprar hachís por los aledaños de la calle San Jerónimo, a ser posible sin bajarse del coche. El Gòtic languidecía en su propia salsa de oscura insalubridad y la Barceloneta, bueno, la Barceloneta ciertamente tenía unos chiringuitos a pie de playa que eran el colmo del tipismo, si por ello se entiende una cocina que escandalizaría al Chicote más bregado, servida sobre manteles de hule grasiento bajo entoldados de posguerra y un concepto de la gastronomía rayano en lo cutre, cuya máxima cota se alcanzaba con el vino peleón que se servía regularmente a las hordas estrictamente barcelonesas que se acercaban por allí, como si aquello fuera el colmo de la sublimidad de la cocina mediterránea.
 
Porque la autenticidad que añoran muchos de los críticos de la Barcelona postolímpica tal vez se refiere a un cierto provincianismo y ensimismamiento congelados en el tiempo, y a una atonía espectacular de una ciudad que agonizaba tras la sentencia de muerte que supuso la reconversión industrial. Una ciudad guapa pero sucia y ajada que no tenía más opción que acabar muriendo de hastío y fealdad o resurgir desde otra perspectiva radicalmente distinta, centrada en el sector servicios y en la apertura al resto del mundo. Es cierto que los barceloneses eran  muy europeístas y bastante cosmopolitas, pero sus élites ni miraban al mar ni osaban cruzar la Diagonal más que en contadas ocasiones. Precisamente, esa mirada hacia el mar y sus barrios próximos, hacia la Barcelona vieja, se revitalizó justo con la designación de Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos, fruto del impulso de una serie de visionarios que captaron a la perfección el dilema: o resucitábamos la belleza de la Barcelona mediterránea y la hacíamos interesante para todos, o la alternativa era la degradación gradual pero imparable de un centro histórico cuya belleza estaba siendo borrada por la desafección ciudadana general.
 
El debate sobre lo auténtico puede ser todo lo complejo que uno quiera, porque hay múltiples variables que influyen en ese evasivo concepto, pero me imagino que cuando se acometió el célebre Plan Cerdà, a mediados del siglo XIX, también habría voces que clamarían sobre la falta de autenticidad de un modelo que desde luego, nada tenía que ver con la antigua Barcelona de las murallas medievales.  Sin embargo, el Eixample de Cerdà se ha convertido en una de las señas de identidad barcelonesa con mayor proyección mundial, y desde luego es el símbolo por definición de una Barcelona sumamente auténtica, al menos en su trazado urbano.  Por otra parte, imagino que también resultaba muy auténtico –pero negativo- que uno  de los principales puertos del Mediterráneo viviera completamente de espaldas al mar, y que sus habitantes se desplazaran al menos veinte kilómetros del centro urbano para poder darse un baño, cuando teníamos frente a nuestras narices una espléndida playa de unos seis kilómetros de largo. Eso sí, obstruida por sitios tan “auténticos” como el Somorrostro y el sector industrial del Poble Nou, que eso sí era una atrocidad innombrable incrustada entre la ciudad y el mar al que debe su existencia.
 
Todos padecemos una cierta melancolía de nuestra infancia y juventud. Idealizamos lugares y circunstancias, y los poblamos con una belleza que tal vez no fuera tan evidente a los ojos de un espectador desapasionado. Lo que llamamos auténtico no es más que un recurso nostálgico de algo que fuimos o experimentamos antes de ir envejeciendo. Pero eso no es la autenticidad, si con dicho término nos queremos referir al carácter que hace a una ciudad distinta de las demás, pero en un sentido positivo. Quiero decir que Detroit es (o era) el colmo de la autenticidad industrial automovilística, pero eso no la hizo nunca una ciudad más encantadora. Y también la fetidez y neblinosidad del Londres de Jack el Destripador era el súmmum de la autenticidad, pero no creo que a los londinenses les apetezca lo más mínimo regresar a aquella época.
 
Lo auténtico de las ciudades lo ponen sus habitantes, y no las meras transformaciones urbanísticas. En este sentido, la autenticidad de Barcelona residía entonces en que ya era una ciudad polifacética y multicultural, y muy abierta a la influencia europea. Y precisamente la transformación olímpica y la apertura de Barcelona posibilitaron y ampliaron geométricamente el impacto de la multiculturalidad de una forma hasta entonces impensable. Barcelona es en el Mediterráneo el equivalente al melting pot  norteamericano en general y neoyorquino en particular que han hecho a esa ciudad tan dinámica, tan abierta y con tanta iniciativa. Y en eso, Barcelona ha seguido con su tradición de inclusión de gentes muy diversas y de fusión de culturas tan característica de esta ciudad. Hoy en día, Barcelona es una ciudad de una riqueza incalculable desde la perspectiva humana, y eso es lo que debería primar en cualquier valoración postolímpica.
 
Que la transformación de la ciudad tiene también su impacto negativo es incuestionable, pero no creo que la pérdida de autenticidad sea uno de sus fundamentos. No era más auténtica la Barcelona de Carmen Amaya que la del festival Sonar, porque para una ciudad en constante transformación (al fin y al cabo qué es la vida, sino transformación y adaptación permanentes) lo auténtico es lo que pasa a engrosar el espíritu colectivo, sea antiguo o nuevo. Lo único en lo que puedo estar de acuerdo con los nostálgicos de esa falsa autenticidad es que todas las ciudades occidentales se parecen cada vez más en sus usos y costumbres, pero eso es fruto de la globalización y del intercambio acelerado de culturas entre diversas regiones del mundo, debido en gran parte a los movimientos migratorios masivos y al abaratamiento de los costes del transporte internacional, que permiten, por ejemplo, a decenas de miles de universitarios de todo el globo venir aquí largas temporadas y empaparse de nosotros al tiempo que nosotros nos empapamos de ellos, claro está, porque este proceso sólo tiene sentido cuando es recíproco.
 
Me parece que muchas personas de cierta edad añoran con mucho romanticismo una Barcelona que hoy en día sería imposible, con o sin Juegos Olímpicos. Confunden lo auténtico con lo viejo, con lo anacrónico, con lo obsoleto. Por suerte, los jóvenes no lo ven así. Quienes son postolímpicos, como la generación de mi hijo, ni siquiera pueden concebir otra Barcelona más auténtica que la que ellos han vivido, igual que nos sucedía a nosotros con nuestros padres y abuelos. Y es que lo importante, lo auténtico, lo que mantiene con vida y carácter a cualquier ciudad es su esencia intangible, y ésa depende ante todo de quienes la habitan, no del escenario en el que se desarrollan sus vidas.

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