jueves, 15 de septiembre de 2016

La rentrée


Lo mejor de las vacaciones –me refiero a unas vacaciones bien diseñadas- es el aislamiento mediático. Dejar de oir durante unas pocas semanas tantas estupideces, perogrulladas, opiniones sesgadas, innumerables falsedades y chorradas sin cuento, entre otras lindezas, que los profesionales de los medios nos endilgan sin vergüenza ni contención alguna, es causa de un gozo teresiano que ya hubiera querido para sí la devota santa, sobre todo si al aislamiento mediático se une la complicidad de un entorno bucólico, solitario y lo más alejado posible de las masas turísticas que chancleta en ristre y calzón por la entrepierna se pasean, más bien confusos y aturdidos, por las calles de nuestras ciudades, bajo una solana demencial y con el único fin de cubrir la etapa asignada cada día por el turoperador de turno.
 
Fiel a esa actitud higiénica de aislamiento, y pese a que soy un celoso amante  del mar, este verano no he pisado playa alguna (salvo una que otra muy secreta y de difícil acceso cuya misteriosa ubicación me niego a revelar) por no tener que enfrentarme al dilema de pisotear toallas dispuestas cual bazar oriental o repartir cachiporrazos para hacerme un sitio entre las walkirias que, varadas como morsas en pleno mediterráneo, yacían semiincosncientes, rodeadas de aromas a coco artificial y a refritura de calamares en esas playas tan cachondas que serían motivo de un programa especial de humor amarillo, por el embotellamiento de miles de cuerpos sudorosos camino de unas orillas en las que hay que poner una instancia para disponer de un miserable metro cuadrado donde enfriar las posaderas.
 
En conclusión, el verano es una horterez inconmensurable salvo para aquellos que huyen, literalmente, del mundanal ruido, y se encuentran – a veces por sorpresa- consigo mismos y con una sensación de paz interior que la histérica sociedad occidental nos arrebata en cuanto pisamos cemento. Y es a la vuelta de ese éxtasis que representa cualquier viaje introspectivo cuando uno (re)descubre la frivolidad, banalidad y estulticia suprema de quienes tienen la batuta en este occidente (de oriente no puedo juzgar, pero me temo que  vendrá a ser por el estilo).
 
Así que tres semanas después, regreso a mi hogar barcelonés y me encuentro con más de lo mismo de lo de antes, de lo de siempre. Lo cual me lleva a dos conclusiones, tal vez precipitadas pero inevitables. Primera, que el mundo sigue rodando impertérrito pese al empeño que ponen muchos mandamases en que sólo se obedezcan sus órdenes y pese a sus apocalípticas admoniciones sobre lo importantes que son (todos ellos) para la buena marcha del universo en general. Segunda, que los medios han convertido en un circo repetitivo, redundante y mareantemente circular todo lo que se refiere a la política, sin que la reiteración de titulares anodinos, declaraciones superfluas, posicionamientos gratuitos y más de lo mismo en general parezca causarles el más mínimo bochorno. Y es que habría para enviarlos al gulag sólo por lo aburridos que resultan.
 
Es en vacaciones (las de verdad, no ese sucedáneo con que la gente se autoinflige penalidades sin cuento con tal de salir de casa) cuando se  puede saborear que lo esencial de la vida, lo realmente importante, es de una sencillez aplastante. Embelesarse mirando las evoluciones de una libélula con la mente totalmente en blanco es una experiencia que debería ser obligatoria para todo adulto con un coeficiente intelectual superior al de una babosa. Pasmarse ante la explosión de vida animal y vegetal que nos regala el verano sería una forma apropiada de aproximarnos a tantas preguntas sobre la vida. Y pasar noches en blanco mirando un cielo tachonado de estrellas convierte a cualquier humano en un filósofo sorprendiéndose a sí mismo (no sin razón) sobre la pequeñez e insignificancia de nuestra existencia en un cosmos enorme.
 
Durante esos momentos de clímax, uno percibe claramente que Mariano, la Merkel, Trump, sus simétricos presuntamente izquierdistas y todos los mandatarios del G20 son seres perfectamente prescindibles. No los necesitamos para nada, salvo para vivir angustiados, oprimidos, y con un miedo cerval a perder las cuatro porquerías que la modernez nos ha traído, y que son malos sustitutos de una presunta calidad de vida que nada tiene que ver ni con la Vida ni con la calidad. También aprende uno a apreciar la socarronería con la que los pueblerinos nos tratan displicentemente, mucho más fundada que nuestro equivalente desprecio por esas personas tan poco sofisticadas (pero con una sabiduría infinitamente superior a la que nos puede facilitar nuestro modernísimo iPad de bolsillo). Pues a fin de cuentas, nosotros tenemos toda la información del mundo, pero ellos disponen de la sabiduría que da una vida vivida a sorbos.
 
Y es que cada verano, a la vuelta de vacaciones, me reafirmo más y más el lema de este blog: “todo es mentira”. Al menos todo lo que nos hacen engullir a toda prisa, como en una especie de fast food mediático en el que todo se uniformiza para todos y en el que todo sabe igual, día tras día, año tras año, absolutamente espectacular pero indescriptiblemente insípido. Un sistema perfectamente engrasado para tenernos entre acojonados y adormecidos, pero nunca lúcidos. Del mismo modo que una luz demasiado intensa deslumbra y desconcierta (y por eso es un arma psicológica genial en los interrogatorios), la saturación informativa centrada siempre en los mismos personajes y en los mismos decorados nos paraliza y bloquea nuestra mente contra toda tentación de distanciamiento crítico.
 
La conclusión lógica es que todo el montaje está dispuesto para convertirnos en zombis, en no-vivos convenientemente adiestrados para tragar con todos los despojos informativos con que nos rocían veinticuatro horas al día. Por eso resulta gozoso estar unos días sin televisión, ni radio siquiera, y descubrir alborozados que hemos disfrutado de nuestras vidas sin impedimentos, sin mochilas, sin angustias y sin miedos irracionales. Y que no ha pasado nada. Es más, llegamos a la conclusión de que si pasara algo, mejor sería encontrarlo por el camino y trampearlo como viniera, en vez de estar todo el rato recibiendo admoniciones sobre lo tremendo que puede ser el futuro  si no seguimos diligentemente a nuestros líderes hacia el cercado en el que nos pretenden (y casi siempre consiguen) tenernos recogidos y mansos como ovejas, no sea que les causemos problemas imprevistos.
 
Y es que, sin duda, la sociedad occidental moderna, a la que denomino sin asomo de ironía sociedad imperativa, se basa en un sinsentido de obligaciones impuestas desde una jerarquía más vertical que los monolíticos sindicatos franquistas de antaño: usted ha de estar enganchado mediáticamente, usted ha de posicionarse obligatoriamente, usted ha de creer lo que machaconamente le repiten, usted ha de consumir lo que le proponen, usted ha de viajar (“turistizar”, más bien) a donde vaya todo el mundo,  usted ha de encajar perfectamente en el engranaje socioeconómico predefinido. En caso contrario, usted es un ser disfuncional e inadaptado, un outsider suicida cuya actitud no puede proliferar ni prosperar, porque entonces usted será un enemigo del sistema al que habrá que castigar y excluir de la manada.
 
He aquí que, de vuelta de vacaciones, no sólo todo sigue igual de estúpidamente atroz, sino que además se sigue el corolario de que todo es atrozmente obligatorio. Eso sí, desde el supremo respeto a la libertad (ja) y a los derechos individuales (jaja), oficialmente consagrados en la legalidad vigente. En realidad nuestras élites consideran que somos demasiados como para dejarnos a nuestro aire: hay que guiarnos como reses en el salvaje oeste. Y ellos, los cowboys que nos rejonean a gusto si nos salimos de la cañada, nos están esperando a la vuelta de vacaciones para seguir machacando nuestras mentes y torturando nuestras almas con los mantras y las mentiras de siempre.
 
No es el regreso a casa lo deprimente de las vacaciones. Es la sensación de que podríamos vivir perfectamente sin yugos ni orejeras, pero la inercia (y una considerable dosis de conformismo) nos lleva a volver a ponérnoslos justo cruzar el umbral de casa. Somos incapaces de romper esa dinámica, y a los diez minutos de finalizadas nuestras vacaciones ya estamos de nuevo totalmente inmersos en la vorágine de engaño y tergiversación mediática que ha seguido funcionado a plena marcha en nuestra ausencia. Y, claro, así es imposible no estar de un humor de perros el resto del año.

Así que si usted quiere unas vacaciones de verdad, la próxima vez desconecte del todo. Y a la vuelta no caiga en la maldita rueda mediática aplastadora de conciencias críticas. Turn off and enjoy, que tampoco  podrá hacer gran cosa si se desencadena el apocalipsis.
 

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