Lo mejor de las vacaciones –me refiero a unas vacaciones
bien diseñadas- es el aislamiento mediático. Dejar de oir durante unas pocas
semanas tantas estupideces, perogrulladas, opiniones sesgadas, innumerables
falsedades y chorradas sin cuento, entre otras lindezas, que los profesionales
de los medios nos endilgan sin vergüenza ni contención alguna, es causa de un
gozo teresiano que ya hubiera querido para sí la devota santa, sobre todo si al
aislamiento mediático se une la complicidad de un entorno bucólico, solitario y
lo más alejado posible de las masas turísticas que chancleta en ristre y calzón
por la entrepierna se pasean, más bien confusos y aturdidos, por las calles de
nuestras ciudades, bajo una solana demencial y con el único fin de cubrir la
etapa asignada cada día por el turoperador de turno.
Fiel a esa actitud higiénica de aislamiento, y pese a que soy un celoso amante del mar, este verano no he pisado playa
alguna (salvo una que otra muy secreta y de difícil acceso cuya misteriosa
ubicación me niego a revelar) por no tener que enfrentarme al dilema de
pisotear toallas dispuestas cual bazar oriental o repartir cachiporrazos para hacerme un sitio entre las walkirias que, varadas
como morsas en pleno mediterráneo, yacían semiincosncientes, rodeadas de aromas
a coco artificial y a refritura de calamares en esas playas tan cachondas que
serían motivo de un programa especial de humor amarillo, por el embotellamiento
de miles de cuerpos sudorosos camino de unas orillas en las que hay que poner
una instancia para disponer de un miserable metro cuadrado donde enfriar las
posaderas.
En conclusión, el verano es una horterez inconmensurable
salvo para aquellos que huyen, literalmente, del mundanal ruido, y se
encuentran – a veces por sorpresa- consigo mismos y con una sensación de paz
interior que la histérica sociedad occidental nos arrebata en cuanto pisamos
cemento. Y es a la vuelta de ese éxtasis que representa cualquier viaje
introspectivo cuando uno (re)descubre la frivolidad, banalidad y estulticia suprema
de quienes tienen la batuta en este occidente (de oriente no puedo juzgar, pero
me temo que vendrá a ser por el estilo).
Así que tres semanas después, regreso a mi hogar barcelonés
y me encuentro con más de lo mismo de lo de antes, de lo de siempre. Lo cual me
lleva a dos conclusiones, tal vez precipitadas pero inevitables. Primera, que
el mundo sigue rodando impertérrito pese al empeño que ponen muchos mandamases
en que sólo se obedezcan sus órdenes y pese a sus apocalípticas admoniciones
sobre lo importantes que son (todos ellos) para la buena marcha del universo en
general. Segunda, que los medios han convertido en un circo repetitivo,
redundante y mareantemente circular todo lo que se refiere a la política, sin
que la reiteración de titulares anodinos, declaraciones superfluas,
posicionamientos gratuitos y más de lo mismo en general parezca causarles el
más mínimo bochorno. Y es que habría para enviarlos al gulag sólo por lo
aburridos que resultan.
Es en vacaciones (las de verdad, no ese sucedáneo con que la
gente se autoinflige penalidades sin cuento con tal de salir de casa) cuando
se puede saborear que lo esencial de la
vida, lo realmente importante, es de una sencillez aplastante. Embelesarse
mirando las evoluciones de una libélula con la mente totalmente en blanco es
una experiencia que debería ser obligatoria para todo adulto con un coeficiente
intelectual superior al de una babosa. Pasmarse ante la explosión de vida
animal y vegetal que nos regala el verano sería una forma apropiada de aproximarnos a tantas
preguntas sobre la vida. Y pasar noches en blanco mirando un cielo tachonado de
estrellas convierte a cualquier humano en un filósofo sorprendiéndose a sí
mismo (no sin razón) sobre la pequeñez e insignificancia de nuestra existencia
en un cosmos enorme.
Durante esos momentos de clímax, uno percibe claramente que
Mariano, la Merkel, Trump, sus simétricos presuntamente izquierdistas y todos
los mandatarios del G20 son seres perfectamente prescindibles. No los
necesitamos para nada, salvo para vivir angustiados, oprimidos, y con un miedo
cerval a perder las cuatro porquerías que la modernez nos ha traído, y que son
malos sustitutos de una presunta calidad de vida que nada tiene que ver ni con
la Vida ni con la calidad. También aprende uno a apreciar la socarronería con
la que los pueblerinos nos tratan displicentemente, mucho más fundada que
nuestro equivalente desprecio por esas personas tan poco sofisticadas (pero con
una sabiduría infinitamente superior a la que nos puede facilitar nuestro
modernísimo iPad de bolsillo). Pues a fin de cuentas, nosotros tenemos toda la
información del mundo, pero ellos disponen de la sabiduría que da una vida
vivida a sorbos.
Y es que cada verano, a la vuelta de vacaciones, me reafirmo
más y más el lema de este blog: “todo es mentira”. Al menos todo lo que nos
hacen engullir a toda prisa, como en una especie de fast food mediático en el que todo se uniformiza para todos y en el
que todo sabe igual, día tras día, año tras año, absolutamente espectacular
pero indescriptiblemente insípido. Un sistema perfectamente engrasado para
tenernos entre acojonados y adormecidos, pero nunca lúcidos. Del mismo modo que
una luz demasiado intensa deslumbra y desconcierta (y por eso es un arma
psicológica genial en los interrogatorios), la saturación informativa centrada
siempre en los mismos personajes y en los mismos decorados nos paraliza y
bloquea nuestra mente contra toda tentación de distanciamiento crítico.
La conclusión lógica es que todo el montaje está dispuesto
para convertirnos en zombis, en no-vivos convenientemente adiestrados para
tragar con todos los despojos informativos con que nos rocían veinticuatro
horas al día. Por eso resulta gozoso estar unos días sin televisión, ni radio
siquiera, y descubrir alborozados que hemos disfrutado de nuestras vidas sin
impedimentos, sin mochilas, sin angustias y sin miedos irracionales. Y que no
ha pasado nada. Es más, llegamos a la conclusión de que si pasara algo, mejor
sería encontrarlo por el camino y trampearlo como viniera, en vez de estar todo
el rato recibiendo admoniciones sobre lo tremendo que puede ser el futuro si no seguimos diligentemente a nuestros
líderes hacia el cercado en el que nos pretenden (y casi siempre consiguen)
tenernos recogidos y mansos como ovejas, no sea que les causemos problemas
imprevistos.
Y es que, sin duda, la sociedad occidental moderna, a la que
denomino sin asomo de ironía sociedad
imperativa, se basa en un sinsentido de obligaciones impuestas desde una
jerarquía más vertical que los monolíticos sindicatos franquistas de antaño:
usted ha de estar enganchado
mediáticamente, usted ha de
posicionarse obligatoriamente, usted ha
de creer lo que machaconamente le repiten, usted ha de consumir lo que le proponen, usted ha de viajar (“turistizar”, más bien) a donde vaya todo el
mundo, usted ha de encajar perfectamente en el engranaje socioeconómico
predefinido. En caso contrario, usted es un ser disfuncional e inadaptado, un outsider suicida cuya actitud no puede
proliferar ni prosperar, porque entonces usted será un enemigo del sistema al
que habrá que castigar y excluir de la manada.
He aquí que, de vuelta de vacaciones, no sólo todo sigue
igual de estúpidamente atroz, sino que además se sigue el corolario de que todo
es atrozmente obligatorio. Eso sí, desde el supremo respeto a la libertad (ja)
y a los derechos individuales (jaja), oficialmente consagrados en la legalidad
vigente. En realidad nuestras élites consideran que somos demasiados como para dejarnos a nuestro aire: hay que guiarnos
como reses en el salvaje oeste. Y ellos, los cowboys que nos rejonean a gusto si nos salimos de la cañada, nos
están esperando a la vuelta de vacaciones para seguir machacando nuestras
mentes y torturando nuestras almas con los mantras y las mentiras de siempre.
No es el regreso a casa lo deprimente de las vacaciones. Es
la sensación de que podríamos vivir perfectamente sin yugos ni orejeras, pero
la inercia (y una considerable dosis de conformismo) nos lleva a volver a
ponérnoslos justo cruzar el umbral de casa. Somos incapaces de romper esa
dinámica, y a los diez minutos de finalizadas nuestras vacaciones ya estamos de
nuevo totalmente inmersos en la vorágine de engaño y tergiversación mediática
que ha seguido funcionado a plena marcha en nuestra ausencia. Y, claro, así es
imposible no estar de un humor de perros el resto del año.
Así que si usted quiere unas vacaciones de verdad, la próxima vez desconecte del todo. Y a la vuelta no caiga en la maldita rueda mediática aplastadora de conciencias críticas. Turn off and enjoy, que tampoco podrá hacer gran cosa si se desencadena el apocalipsis.
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