jueves, 18 de agosto de 2016

¿Tourist go home?

Uno de los fenómenos que demuestran hasta qué punto la sociedad actual está desquiciada y falta de rumbo es la actitud de un extenso sector de la población hacia el turismo. Un colectivo muy proclive a dar tan poco trabajo a sus circuitos mentales como a dejarse arrastrar por propuestas que parecen muy de izquierdas, pero que a lo sumo, resultan de la misma eficacia que pretender volar como Ícaro con unas alas de cera. Quiero decir que si se llevan a cabo, el trompazo con la realidad puede ser  cataclísmico.

Una de las excentricidades que en demasiadas ocasiones propugna  la izquierda digamos radical consiste en la pretensión, tan bucólica como conducente a una miseria punzante, de cargarse el modelo económico de una ciudad por las incomodidades que causa a sus habitantes. La idea es el retorno a un edén pastoril en el que, al parecer, las cabras habrían de volver a pastar por el ensanche barcelonés, a falta de otra cosa mejor a la que dedicar a los cuatro gatos que sobreviviesen a semejante despropósito.

Tal vez se debe a que le gente tiene una tendencia bastante estúpida (cuando no directamente malévola) a sobrevalorar cualquier tiempo remoto y a omitir que los cambios de modelo son innatos a cualquier sociedad con tendencias evolutivas.  O sea, que está muy bien admirar a los indios yanomamis por su formidable encaje en la naturaleza amazónica; o a los hotentotes de Namibia por si espléndida integración en el ecosistema por el que nomadean continuamente, siempre que se asuma que su esperanza de vida es inferior a los cuarenta años, que su afán de conocimiento es mínimo y que está cegado por mitos y supersticiones, y cuya mayor diversión es despiojarse unos a otros día sí, día también.

No quiero con ello menospreciar a los nativos de diversas partes del globo, sino poner de manifiesto que determinados cambios radicales en nuestro modo de vida nos conducirían inexorablemente a un retroceso brutal en tantos aspectos que la sociedad resultante sería irreconocible y, desde luego, mucho más parecida a esos colectivos de ocupas harapientos que salpican cualquier gran urbe, que a una sociedad estructurada en el marco de un estado de derecho. Deduzco también que muchos de los simpatizantes de determinadas medidas radicales no muy bien pergeñadas y peor digeridas se sentirían extraordinariamente a disgusto teniendo que vivir de un modo bastante similar al cavernícola, por muy puesto al día que se presentase.

Soy ciudadano nativo de una urbe que en dos décadas ha hecho una transformación ciertamente brutal, desde el sector industrial (en el que tradicionalmente se había fundamentado su pujanza) hacia el sector servicios, especialmente el turístico. Surgen ahora voces airadas que reclaman que Barcelona sea para los ciudadanos, y no pocas pintadas con el lema “tourist go home” en los barrios más acreditadamente turísticos de la ciudad. Concluyo que muchos de estos imbéciles que apuestan por la retirada masiva del turismo de Barcelona no son conscientes de que tendrían una probabilidad muy alta de tener que emigrar  si realmente nuestros visitantes hicieran las maletas a toda prisa y dejaran Barcelona convertida en lo que era justo antes de 1992: una ciudad en despoblamiento progresivo, con una economía cada vez más mermada y con muy pocas opciones de salir del agujero.

En los años ochenta, el temor generalizado de los urbanistas era el pasmoso despoblamiento del centro de la ciudad. El Eixample se moría por falta de vecinos, y los barrios ahora más típicamente turísticos vivían en una espiral de degradación continuada, tal vez con la excepción de la Vila de Gràcia. Barcelona era una ciudad muy enferma, después de la brutal reconversión del cinturón industrial que le daba vida y que motivó que hoy en día, el número de habitantes sea similar al que había en 1960 después de la estampida general causada por el incremento de los precios de la vivienda y las sucesivas crisis económicas acaecidas desde 1980.

El boom turístico que se inició pocos años después del detonante de los Juegos Olímpicos de 1992 ha traído consigo, ciertamente, muchas incomodidades para los residentes de la ciudad, pero también ha generado mucha riqueza y puestos de trabajo. Como ya indiqué en otra entrada, casi noventa mil personas viven directamente del turismo en Barcelona, a las que hay que añadir las decenas de miles que “sufren” indirectamente el tirón económico del turismo de masas. Y, efectivamente, muchos de los que pintarrajean “tourist go home” no son conscientes de que si el turismo leva anclas, ellos incrementarán las colas del desempleo, poruqe hoy en día en Barcelona todo está interconectado, de modo que un parón en los quince millones de pernoctaciones anuales no lo notarían sólo los hoteleros, sino también el tendero de la esquina de la Guineueta, cuyos clientes de toda la vida ya no podrían comprarle las viandas habituales. Más de un veinte por ciento del PIB de la ciudad se genera por el turismo.

Esto de quejarse de que todo es una mierda es cosa muy habitual por estos pagos, sin pararse a reflexionar que hay muchos tipos de mierda, y que la que pisamos ahora es de las mejorcitas con las que nos podían haber alfombrado la vida. La Barcelona industrial de los años sesenta y setenta era una ciudad tremendamente lúgubre en muchos aspectos, con unos niveles de contaminación industrial elevadísimos, y una gestión medioambiental que dependía en gran medida de las necesidades de la industria química, metalúrgica y textil que no solo la rodeaba, sino que en muchos casos la ahogaba  dentro de los mismos límites de la ciudad. Barcelona tenía cloacas, pero no playas, y sus casas y sus calles eran tan negruzcas de día como de noche, por la acumulación de partículas contaminantes muy superior a la de hoy en día, que eso sí era mierda por todas partes.

Mi infancia y primera juventud son de una Barcelona en blanco y negro. Mejor dicho, en gris y negro, porque todo el tejido urbano de la ciudad era del mismo color plomizo hasta que llegó Maragall e impulsó su vendaval de ideas.  Y sí, hoy en día el centro de Barcelona (trabajo en pleno Paseo de Gracia) es incómodo, y en ocasiones muy incómodo, pero me alegro de que mi ciudad esté viva, tenga color y pueda dar de comer a mucha gente gracias a que alguien tuvo la genial idea de recuperar su ajada belleza mediterránea.  También es cierto que las prioridades, en una ciudad turística como ésta, se centran en zonas muy concretas en detrimento de algunas actuaciones en los barrios, pero no es cierto (es más, es radicalmente falso) que los barrios no turísticos vivan en situación de abandono.

Soy un paseante nato, lo he hecho desde mi primera juventud. Ha pateado Barcelona durante casi cincuenta años. Sé cómo eran los barrios (empezando por el mío, el de Les Corts) y lo único que recuerdo en positivo es cierto bucolismo rural que impregnaba a todas esas villas periféricas que Barcelona se había ido anexionando: Les Corts, Sarrià, Sant Gervasi, Horta y todos los demás, pero la realidad es que los barrios de hoy en día nada tienen que ver con los de los años sesenta y setenta. Ni siquiera a los de los años noventa: no existe tal abandono. Lo que sí existe es cada vez mayor exigencia popular respecto a los servicios que solicitan al ayuntamiento. Sin pensar ni por un momento que, muchos de los vecinos, cuando se instalaron allí, se daban con un canto en los dientes por tener cerca tan solo una farmacia y un colmado. Y es que el bienestar nos vuelve gilipollas hasta el punto de que pretendemos vivir como en Pedralbes, aunque seamos de  La Mina. Y eso no ha sido así jamás, ni aquí ni en Tombuctú. Y además, no tiene porqué serlo. Una cosa es la dignidad de las áreas residenciales, y otra muy distinta es que pretendamos vivir en barrios de lujo por el mero hecho de ser residentes.

Donde, en este caso, el lujo sería gozar de calles desiertas con las infraestructuras que se han organizado para atender a todo el turismo que nos visita. Lo cual sería del todo imposible (pues precisamente se necesita una fuente de ingresos para acometer todas esas infraestructuras), o directamente una locura, como esos aeródromos vacíos que salpican la geografía española, o esas líneas de alta velocidad cerradas por falta de pasajeros.

Lo más penoso de todo este asunto es que los mismos que quieren echar a todos los turistas serían los primeros en quejarse de lo triste y pobretona que se quedaría la ciudad sin esos millones  de paseantes anónimos que vienen a gozar unos días de este enclave que, ahora sí, es realmente un lugar que ha vuelto a resurgir de sus cenizas (literalmente). Y sí, es cierto que hay que saber gestionar una reconversión tan drástica como la que ha sufrido Barcelona en los últimos años; pero gestionar no significa hacer tabla rasa ni expulsar a los turistas. Gestionar quiere decir diversificar, apostar por la calidad turística, especialmente por lo aún desconocido que pueda ofrecer Barcelona, y promover la descongestión de determinadas zonas, favoreciendo la expansión del turismo hacia otros puntos de un modo racional y equilibrado.

¿Difícil? Por supuesto, pero más difícil –imposible, diría yo- es dejar de lado el modelo de ciudad de postal y de servicios que es el único por el que hoy en día puede apostar Barcelona, además de convertirse en un gran centro logístico internacional de distribución de mercancías (que ya lo es). No hay más alternativa, salvo regresar al neolítico. Más vale que los energúmenos que abuchean turistas detengan un momento la locomotora descontrolada en que se ha convertido su cerebro y reflexionen algo, lo justo, antes de bramar estupideces que solo generan mal ambiente y no aportan ninguna solución efectiva.

Hay que recordar que todas las urbes son dinámicas, casi orgánicas. Lo que se pretende desde determinados ámbitos radicales es crear una foto fija de una ciudad que no evolucione lo más mínimo. Los barrios no han sido nunca estáticos: a lo largo delos años ha cambiado el perfil de sus pobladores de forma perceptible y continuada, y los usos y costumbres del vecindario han ido cambiando con ellos. Sólo hay que haber vivido aquí suficiente tiempo como para ver que en veinte o treinta años, cada barrio se convierte en algo casi irreconocible respecto a cómo era antes 8un argumento que válido para todas las ciudades del mundo). La Barceloneta languidecía en los años ochenta, y de qué manera, y si no llega a ser por los Juegos Olímpicos y la apertura del frente marítimo, hoy sería un barrio totalmente degradado, candidato a la demolición. El Poble Sec era un nido de drogadictos y delincuentes, y si no hubiera sido por la penetración turística y la remodelación de su espectro demográfico, seguiríamos viendo trapichear heroína en sus calles a plena luz del día.

La memoria es selectiva y sesgada, y muchos de los que hoy protestan no recuerdan hasta qué punto sus barrios eran un auténtico desastre, por mucho romanticismo que quieran ponerle al recuerdo. En muchos sentidos, la Barcelona que añoran se parece demasiado a la Nápoles o la Marsella que todavía hoy son. Yo, barcelonés de nacimiento, les digo que puestos a escoger, prefiero que sean ellos quienes se vayan con su música a otra parte.

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