jueves, 22 de septiembre de 2016

Las redes de la maldad

Cualquier innovación tecnológica con repercusión social tiene dos caras perfectamente delimitadas. La luminosa y positiva es (o suele ser) aquella para la que se ha diseñado en principio cualquier innovación, es decir, mejorar la experiencia personal y social de las personas destinatarias. La segunda, la tenebrosa y negativa, se corresponde perfectamente con el mal uso que de todo artefacto o aplicación aprende cualquier humano cuyos principios morales sean escurridizos, por no decir inexistentes. Hasta ahora, que yo sepa, nadie se ha dedicado a cuantificar de modo riguroso si cada innovación que, demasiado a la ligera, se afirma rotundamente como progreso, incrementa o disminuye la maldad neta del universo humano.

Como este debate entre optimistas recalcitrantes y pesimistas depresivos no suele conducir a ningún lado, porque cada grupo se blinda en sus argumentos sin aportar ni un solo elemento clarificador, tal vez sería un notable ejercicio intentar una aproximación cualitativa a las supuestas ventajas y desventajas de las innovaciones tecnológico-sociales, partiendo de la base de que sus apologetas suelen ser los más interesados en su difusión, porque sus bolsillos se llenan gracias a su consumo desaforado por parte de esa legión de tecnovíctimas (tecnoborregos más bien) que no se cuestionan nada al adquirir el último grito de lo que sea, con tal que sea fashion and cool.

El tema tiene su enjundia, porque en general, cualquier novedad  se acoge con un alborozo bastante exasperante que denota una falta de rigor discursivo equiparable a la falta de riego neuronal de la (siento decirlo, pero así es)  mayoría de los usuarios que no se cuestionan ni un milisegundo la verdadera utilidad de lo que adquieren, y mucho menos aún, los riesgos implícitos o explícitos de su uso. Poderoso caballero es don dinero, por supuesto, y las empresas fabricantes de tanto colorín tecnológico son las primeras en adiestrar no sólo a publicistas y comerciales, sino a políticos de toda índole, sobre la extraordinaria bondad de sus inventos y sobre la inmensa capacidad de revolucionar el tejido social, dando así un gran salto hacia un futuro de progreso, y bla, bla, bla.

Todo mentira, porque nadie en absoluto hace una evaluación previa de lo que podríamos denominar efectos secundarios y daños colaterales de la implementación de cualquier revolución. Se da por descontado que la tecnología es neutra (en general) y que su buen o mal uso depende en exclusiva de la actitud individual de cada usuario. Un poco como la vieja historia del cuchillo: no es bueno ni malo en si mismo, sino en función de si lo empuña un carnicero o un asesino. Lo cual es cierto, pero con matices de mucha relevancia.

El problema no resuelto de los avances tecnosociales es que su difusión es cada vez más rápida y masiva, una cuestión que no es irrelevante, porque significa que mucha más gente tiene mucho más acceso mucho más rápidamente a esas tecnologías que hace cincuenta años. La difusión masiva, que más bien es un ejemplo claro de permeabilidad acelerada en todos los estratos sociales, introduce un factor multiplicador en los buenos y malos efectos de cada innovación. Un factor multiplicador que puede convertir cualquier acontecimiento en explosivo a efectos sociales, por tratarse de una sociedad cada vez más interconectada.

No existe un acuerdo generalizado sobre si la bondad predomina sobre la maldad en este mundo moderno, pero no hace falta ser muy astuto para percatarse de que hay muchas variables en alza que favorecen el ascenso de la maldad.  Porque a fin de cuentas, una sociedad es tan buena o mala como lo son sus dirigentes, y en muchos de ellos se advierten rasgos psicopáticos alarmantes (según diversos estudios de alcance mundial), sin contar con que prácticamente en todos los políticos lo que se advierte es una grave escoliosis vertebral debido a las profundas reverencias y genuflexiones con las que se pasan la vida ante el capital, puesto que según ellos, el capital es fundamental para el bienestar de los pueblos y más bla, bla, bla. Y de todos es  sabido que el capital ni tiene patria ni tiene corazón. Ni por supuesto, la intención de poner el menor coto a su codicia desenfrenada. Por tanto, es conclusión bastante razonable que la maldad va ganado por resultado abultado a la bondad, al menos en lo que concierne a las élites dominantes. Unas élites que no quieren oir hablar de restricciones, limitaciones o cualquier tipo de freno a la expansión absoluta de su riqueza a lomos de la expansión irresponsable (por irreflexiva) de tecnologías que se difunden sin ningún control.

No hay que ser muy ducho en matemáticas para percibir que entre dos variables enfrentadas (como bondad/maldad), una ligera ventaja de una de ellas sobre la otra puede tener efectos desastrosos si hay factores multiplicadores de sus efectos, sobre todo si esos factores se dan entre agentes capaces de incrementar una u otra de forma exponencial, que es lo que sucede con las redes sociales. Hemos sido testigos en los últimos años de como mentiras vergonzosas, historias inverosímiles y noticias absolutamente falsas se expandían de forma arborescente y explosiva que nos recordaba a un brote epidémico, sin que nadie haya nada, no por refutarlas, sino por impedir su repetición inadmisible.

La viralidad, ese nuevo concepto tan moderno y tan peligroso, es un elemento esencial de todas las nuevas sociotecnologías, y es esa misma viralidad, esa capacidad de contagio, lo que las hace tan peligrosas si no se adopta una regulación estricta, y lamento decirlo, punitiva. Porque en una situación de brote vírico, cualquier agente maligno que sobrepase las defensas del sistema se expandirá con mucha más fuerza y velocidad que cualquier vacuna “bondadosa” que se quiera inocular en el ya de por sí enfermo cuerpo de la sociedad occidental.

Se ha sabido recientemente que los casos de acoso en las redes se han disparado de forma vertiginosa, y se estima que uno de cada cuatro usuarios de redes sociales es víctima de chanzas, difamaciones, amenazas y todo ese vistoso conjunto de barbaridades que hemos dado en llamar bullying. Eso sin contar con los insultos xenófobos, racistas y apologetas de cualquier tipo de exterminio del vecino, que no es que proliferen, es que inundan las redes.

El problema de esta presunta democracia en red es que cualquier descerebrado puede publicar sus malévolas e infundadas opiniones sin ningún código deontológico y mucho menos sancionador de carácter internacional que impida que internet se esté convirtiendo en una jungla realmente peligrosa. No es que yo proponga el restablecimiento de la censura, ni una internet para élites, pero sí creo necesario un sistema regulador que expulse de la red a quien no sepa morderse la lengua (o mejor aún, pinzarse sus neuronas descarriadas) antes de publicar según qué contenidos.

Si no llegamos a un consenso mundial sobre los límites de la libertad, al final tendremos uno de dos escenarios: unas redes intransitables por el cúmulo de salvajadas y despropósitos  de sus contenidos (que, consecuentmente, llevarán a la creación de redes paralelas mucho más selectivas y elitistas), o bien el restablecimiento de la censura en toda su magnitud, a fin de evitar que internet se convierta en el exhuberante jardín de toda la malevolencia universal.  

Y sería muy fácil comenzar por todos aquellos sistemas que, como whatsapp, exigen la conexión de un teléfono móvil para su uso. Es más, podría extenderse  a todas las aplicaciones la vinculación obligatoria a un número de móvil registrado en alguna compañía. El siguiente paso sería constituir una autoridad administrativa con potestad de dar de baja dicho número de teléfono y prohibir a su titular la adquisición de cualquier nuevo número durante un período de tiempo determinado, como forma de medida punitiva. De este modo se cortaría en seco la barbarie adolescente en las redes, pues no creo que muchos padres o madres, que son los titulares reales de las líneas telefónicas, estuvieran precisamente encantados al verse privados de telefonía móvil durante seis meses o un año.

Teniendo en cuenta los sofisticados sistemas de rastreo de comunicaciones de que disponen actualmente los gobiernos, de los que hacen uso con profusión de medios, esta propuesta no es en absoluto descabellada, si se dejan a un lado las consideraciones de tipo económico para las grandes compañías implicadas (que a medio plazo serían poco relevantes). Castigar de forma directa impidiendo el acceso a la red a los culpables sería una buena manera de ir limitando a quienes, carentes del menor sentido cívico, se dedican a amargarle al vida a quienes simplemente desean usar la red como instrumento de comunicación e información.

Esta propuesta, nada novedosa, es la que hace ya algunos años se aplica de forma similar en muchos campos de fútbol europeos, mediante un registro internacional de "fichados"que impide el acceso de seguidores ultras peligrosos, por lo que sería aún mucho más fácil de llevar a cabo con las redes sociales, al ser obligatorio en toda Europa tener registrado al titular de cada línea telefónica, una medida que se adoptó a instancias de los Estados Unidos para controlar las comunicaciones de grupos de delincuencia organizada o terroristas. Pues delincuencia y terrorismo, pero de carácter social, es lo que practican muchos de quienes navegan por las redes sociales con total impunidad. Y es que ya resulta urgente ahora mismo atajar esto antes de que sea demasiado tarde.

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