miércoles, 28 de septiembre de 2016

La CUP y el monumento a Colón


Los chicos y chicas de la CUP del ayuntamiento de Barcelona, que por otra parte gozan de todas mis simpatías, se han descolgado con una petición que parece muy progre a primera vista, pero que carece del más mínimo fundamento histórico, sociológico y, ya puestos, racional. Es decir, consiste en una insensatez digna de aparecer retratada en las más ácidas novelas satíricas contemporáneas. Y, además, es un tema que no por reiterado, está menos necesitado de respuestas contundentes cada vez que resurge como la cabeza de una hidra.

Y es que los políticos, casi siempre excesivamente dotados de esa imperiosa necesidad de hacerse notar a toda costa que les caracteriza del mismo modo que la mozarella a la pizza, asumen como programáticas las propuestas de algunas de sus bases, cuando lo que realmente necesitan es una urgente asistencia psiquiátrica; y de regreso de la consulta médica, no les vendría mal volver un tiempo a las aulas, donde resulta bastante obvio que no realizaron el aprovechamiento escolar que la ocasión merecía cuando eran mozalbetes. Y es que muchas de las proposiciones de los grupos políticos –que parecen diseñadas expresamente para congeniar con ese sector de sus base electoral siempre presto a dar vueltas de tuerca a la historia hasta que se pasan de rosca- no tiene en cuenta dos factores que resultan fundamentales para toda discusión histórica: el anacronismo y la descontextualización.

Estamos con que las gentes de la CUP  han solicitado que se derribe el monumento a Colón que preside el puerto de Barcelona, y que se sustituya con un (cito literalmente) “símbolo de la resistencia americana contra el imperialismo, la opresión y la segregación indígena”. Deduzco que la satisfacción entre las bases por tamaña iniciativa habrá sido impresionante, teniendo en cuenta que en Barcelona no hay problemas más graves que éste,  que urge resolver de forma inmediata y drástica. Sin embargo, los ideólogos  cuperos, si es que existe semejante figura en la formación, han meado literalmente fuera del tiesto por variados motivos, entre los cuales no puedo dejar de hurgar en el hecho de que el monumento a Colón, signifique lo que signifique, es una de las señas de identidad barcelonesa, y sería tan absurda su demolición como pedir al ayuntamiento romano que derribara el Coliseo y que lo sustituyera por un símbolo de la resistencia cristiana contra el imperialismo, la opresión y la segregación religiosa. O que en París se clamara por la (segunda) destrucción de la Columna Vendôme, por conmemorar ésta el triunfo  de Napoleón en Austerlitz, que como todo el mundo sabe, significó el triunfo del imperialismo y la opresión francesas contra los pueblos de Europa  a principios del siglo XIX.

En primer lugar, señorías de la CUP, las señas de identidad urbana no se tocan, porque aunque en un momento dado significaran lo que fuera que significaran, la pátina de los años les ha eliminado todo referente puramente político, y las gentes de aquí y ahora las ven como un bello monumento identificativo de la ciudad. Se han interiorizado en el sentir popular, y carece  del más mínimo sentido examinarlas en el contexto de las ideas políticas actuales. En primer lugar, porque los contextos son volubles y variables, y lo que hoy es sagrado e intocable, mañana deja de serlo con la misma naturalidad con la que hoy lo aceptamos como dogma. En segundo lugar, porque si nos pusiéramos a analizar con detenimiento el significado real de todo monumento erigido a lo largo de milenios de civilización, nos encontraríamos con que casi todos deberían ser escrupulosamente demolidos porque no se ajustan a los criterios y convenciones actuales sobre derechos humanos, colonialismo e imperialismo. Algo que los talibanes afganos tuvieron muy en cuenta  a la hora de arrearle una sarta de bombazos a toda una serie de joyas arquitectónico-religiosas de incalculable valor artístico, como los budas  gigantes de Bamiyán, que tan concienzudamente se cepillaron a la logiquísima luz de sus actuales interpretaciones de los venerables preceptos coránicos. Por cierto, y ya que hablamos de fundamentalismo, se me revuelven las tripas recordando como variados monumentos de Barcelona fueron aniquilados sólo por ser franquistas en un alarde de histeria presuntamente democrática, sin consideración alguna sobre su valor artístico o histórico.

Y  es que medir una obra de arte por sus valores políticos es una imbecilidad sólo al alcance de fundamentalistas rabiosos o snobs indocumentados  que no comprenden el valor del contexto histórico en la interpretación de los fenómenos sociales. En ese sentido, el contexto al que apela la CUP para pedir la demolición es absurdo hasta el punto de ser graciosamente ridículo. De entrada, porque dudo que el monumento a Colón quisiera conmemorar otra cosa que el descubrimiento de América (y no la gozosa opresión y exterminio de sus nativos). Esa especial habilidad que tienen los políticos para coger el rábano por las hojas les conduce, inexorablemente, a confundir causas y efectos para congraciarse con algunas bases que no rebuznan porque no son cuadrúpedos, pero poco les falta.

Pero es que, si intentamos salir del túnel oscurantista en el que presuntos progres nos quieren meter, resulta que el valor artístico de una obra nunca puede ser mermado por el contexto político de quienes quieran interpretarla. Pues entonces, pese a su descomunal belleza y valor histórico, las grandes pirámides o la esfinge de Gizeh deberían ser urgentemente dinamitadas, ya que fueron construidas para mayor gloria de autócratas que (descontextualizando de nuevo) dejarían a nuestros famosos dictadores del siglo XX a la altura de simples aprendices. Y es que el transcurso del tiempo alza el valor histórico-artístico de cualquier monumento muy por encima de su simbolismo político, y precisamente por eso, lo convierte en un bien a proteger en tanto que forma parte indisoluble de la historia de la humanidad. Y si además es bello, más protección precisa.

Y es que, así como la ética no es un algo inmutable, sino que se modifica prodigiosamente a lo largo de los siglos (y es un iluso quien piense como el berzas de Francis Fukuyama que hemos llegado al fin de la historia y todos los principios morales han cristalizado de forma indeleble e inmutable por los siglos de los siglos), no es menos cierto que la estética es mucho más perdurable, aunque deba ponerse siempre en el contexto del arte de su tiempo. Y por eso nos seguimos maravillando tanto ante una Venus de Boticelli como ante una bañista de Renoir o  un descarnado desnudo de Lucian Freud. Y apreciamos igualmente el Apolo de Belvedere como las esculturas orgánicamente abstractas de Henry Moore. Porque para el ciudadano medio, en la expresión artística el significante es obvio y poderoso, pero el significado está oculto y en la mayoría de los casos resulta totalmente prescindible para el gozo estético. En resumen, quien admira el jardín de las Delicias de El Bosco no suele comerse el tarro preguntándose sobre que diantres quería decir el pavo aquél con semejante escena. Y aunque se lo acabe preguntando y llegando a alguna conclusión más o menos afortunada sobre la interpretación de la obra, jamás se le ocurrirá pedir que la tapen con unos brochazos de esmalte Titán si no coincide con su ideario político o con los valores comúnmente aceptados del momento histórico actual. Cosa que, ahora que pienso, siempre han hecho los censores de todas las dictaduras habidas y por haber.

Y es que contexto y anacronismo son factores a valorar de manera muy significativa antes de empezar a berrear estupideces, por muy progresistas que parezcan a  primera vista. Aun suponiendo que el dichoso monumento a Colón glorificara el imperialismo y la opresión de los pueblos nativos americanos, el señor Colón se quedaría tremendamente sorprendido si lo acusaran de ser causante de un genocidio, circunstancia ésta altamente improbable a finales del siglo XV, cuando ni siquiera existía el término “genocidio”, y mucho menos el concepto de colonialismo, explotación y todas esas cosas tan idealizadas sobre la libertad que surgieron a partir de la mitad del siglo XIX , pero que dejarían boquiabiertos a quienes fueron sus protagonistas. Si existía la esclavitud hace quinientos años, era porque ni siquiera se podía cuestionar si era moralmente deleznable. Es más, todos los pueblos y naciones eran esclavistas. No vayamos a ser tan ingenuos de pensar que llegamos los hispanos por el sur y los anglosajones por el norte con un invento nuevo. Los aztecas, los mayas y los incas practicaban el esclavismo y la aniquilación  como el que más. Más aún que en Occidente, y en formas que resultan bastante horripilantes incluso para el más endurecido de los corazones de aquel entonces.

Y es que durante milenios, las cuestiones territoriales se han resuelto siempre a base de invasión, saqueo, exterminio y esclavitud. Y está muy bien que ahora opinemos que no es esa la forma más simpática de tratar a los vecinos, pero también tenemos el deber de situarnos en cada época con los principios morales de esa misma época, porque si no lo único que tenemos es un guirigay y un rompecabezas irresoluble. El más bondadoso de los tiranos atenienses, de los emperadores romanos, de los reyes medievales o de los príncipes renacentistas sería tenido hoy en día por un facha recalcitrante y homicida, que a las primeras de cambio se pudriría en una prisión de máxima seguridad condenado por la comisión de la mitad de los delitos descritos en el código penal vigente. Y también podemos tener la certeza de que, en lo que respecta a la moral actual, cualquier indígena americano, una vez desprovisto del falaz barniz de virginal pureza que suelen atribuirle los pacatos izquierdosos tan doctrinarios como mal informados, resulta en un hideputa de mucho cuidado, capaz de rebanarte el cuello por unas minucias de tres al cuarto. Así que hagamos todos el favor de ponernos en nuestro sitio, y dejar de iluminar el pasado con las linternas del presente, que eso no conduce a nada más que la estulticia.

Centrémonos y reflexionemos. Por más vil que nos resulte el antisemitismo de Céline, su Viaje al Fin de la Noche será siempre una obra maestra de la literatura universal. Por más colaboracionista  del régimen de Stalin que fuera Shostakóvich, sus obras sinfónicas siempre figurarán en el olimpo de la música. Por mucho que Heidegger simpatizara con los ideales nazis, su filosofía es una cumbre del pensamiento occidental contemporáneo. Y por muy facha que fuera Ezra Pound, su poesía es de lo mejor del siglo XX. Y desde luego, yo jamás preconizaría una quema de sus obras y una prohibición de sus efigies de ninguno de estos y otros muchos intelectuales y artistas sin los cuales no puede describirse con coherencia la belleza de las creaciones humanas, pese  a que podamos censurarles la monstruosidad de su conducta como ciudadanos. La estúpida idea de que el arte y el intelecto sólo pueden ser democráticos y sociales es un error tan grave como común, pero en cualquier caso es inadmisible. Y menos en quienes lideran movimientos políticos presuntamente vanguardistas. La otra idea estúpida, la de que las expresiones artísticas del pasado tienen connotaciones políticas en el presente que las convierte en reprobables o directamente destruibles, es propia de un pseudoprogresismo yihadista severamente incapacitado para liderar una sociedad abierta.

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