El equivalente norteamericano a los indignados
europeos de diverso pelaje y nacionalidad es, ni más ni menos, que
Donald Trump. Lo cual no resulta nada extraño en un país cuya
idiosincrasia política es tan radicalmente diferente a la del resto del
mundo occidental. Estados Unidos se parece a la antigua Roma imperial
en algunas cosas tremendamente significativas, entre las que destaca un
pragmatismo feroz unido a una no menos despiadada valoración del
individualismo como esencia de lo genuinamente americano: el self-made man.
El
pragmatismo como corriente filosófica surge, precisamente, en Estados
Unidos de la mano de William James a finales del siglo XIX, y se
traslada a la política de un modo sesgado, que se resume en que sólo es
verdadero aquello que funciona, con independencia de consideraciones de
tipo moral. Dicho de otro modo, el pragmatismo político se cimenta sobre
el principio de que sólo es válido lo que es útil. Como han señalado
muchos politólogos, el pragmatismo político desvirtúa el concepto
original, porque se presta a ser un nido de prejuicios sobre los que se
asienta la acción política, apartando de un manotazo todas las
consecuencias que no se ajusten a los prejuicios iniciales.
Si
tomamos en consideración la veneración casi enfermiza de los
norteamericanos por el triunfador individualista hecho a su aire y sin
cortapisas éticas de ningún tipo, se comprende que el malestar del
ciudadano norteamericano de la vapuleada clase media encuentre en el
discurso de personajes como Trump la vía de redención anhelada desde el
comienzo de la gran crisis del siglo XXI. Donde en Europa el discurso
antisistema tiene tintes claramente ideológicos de derecha o de
izquierda, en USA la animadversión hacia Washington y todo lo que
representa se traduce en un discurso basado en unos presuntos valores
esenciales norteamericanos ajenos a los provenientes de la vieja Europa.
Y desde luego, en la vieja expresión heredera de la doctrina Monroe:
“América para los americanos”, donde el concepto de americano se basa,
cómo no, en un prejuicio inicial centrado en los descendientes WASP y
asimilados.
Claro
que hoy los WASP son minoría, y no deja de tener su gracia que montones
de gentes con apellidos centroeuropeos, eslavos, italianos o hispanos
reclamen para sí una la exclusiva de una americanidad que hace menos de
cien años les estaba vetada. Sin embargo, el discurso radical
norteamericano que Trump utiliza sigue siendo el mismo de siempre en
tiempos de crisis. Donald no necesita de ideología alguna (aparte de que
carece de ella): su sola imagen de triunfador fabricado a sí mismo al
genuino estilo yanqui es más que suficiente para enardecer a las masas
enfurecidas por el empobrecimiento y la desilusión.
El
problema con magnates como Trump es que ninguno de sus seguidores
analiza fríamente su currículo para comprender hasta qué punto pretenden
hacer presidente del país más poderoso -y por tanto, más peligroso si
cae en malas manos- del mundo a un individuo cuyos referentes morales
son inexistentes. Siempre le ha bastado con su osadía, sus tejemanejes
y, por descontado, una falta total de empatía y compasión hacia sus
adversarios. Especialista como pocos en la utilización del tonto útil
como vehículo de su escalada personal, y en dejar regueros de deudas
que arruinaron la vida de miles de personas a lo largo de su trayectoria
empresarial, es un prominente ejemplo de la escuela de empresarios
depredadores y sin escrúpulos que según el autobombo yanqui al uso,
hicieron grande a Estados Unidos.
En realidad, lo que hizo grande a los Estados Unidos fue que el país era enorme, sin explotar y con una
riqueza incalculable en materias primas. Una vez superadas las
tensiones de la guerra civil, resultaba bastante obvio que en un
territorio unificado de más de nueve millones de kilómetros cuadrados,
de los cuales gran parte aún estaban sin explorar, era necesaria gente
audaz dispuesta a todo para conquistar el país por su cuenta y riesgo.
En Norteamérica todo era desmedido y las magnitudes normalmente usadas
no servían. En los negocios sucedió lo mismo, y surgió así la saga de
los “tycoons”, esos grandes magnates de los negocios que se
enriquecieron (y de paso enriquecieron al país) de un modo explosivo,
similar a un big bang. Había muchos nichos por ocupar y explotar.
Muchísimas oportunidades, que se resumen en el hecho de que en el censo
de 1870 , había unos cuarenta millones de habitantes para un territorio
inmenso, sólo superado por Rusia y Canadá, ambos mucho más inhóspitos y
poco proclives a grandes colonizaciones internas.
Ése
es el motivo del legendario self-made man norteamericano: poca
población, mucho espacio para colonizar y muchas cosas por hacer.
Infinidad de nichos en lo que enriquecerse con ninguna o muy poca
intervención de los poderes públicos, que bastante tenían con controlar
la costa este de la nación. Y de la necesidad se derivó a la leyenda:
América como tierra de oportunidades. Fue cierto en su momento, pero
ahora el tercer país más poblado del mundo ya no tiene tanto que ofrecer
a los desposeídos, salvo aprovechar la inercia creada por la enorme
generación de riqueza desde mediados del siglo XIX. Sin embargo, la
idiosincrasia norteamericana sigue vigente, con su alabanza perpetua del
individualismo y del enriquecimiento personal como meta fundamental por
encima de cualquier otra consideración.
Sucede
ahora que hay bastante menos que repartir entre mucha más gente, y sin
un cambio de óptica política eso se traduce en que el discurso
programático de los conservadores, en vez de optar por ser regenerador, pasa a ser directamente reaccionario y se convierte en
excluyente y agresivo frente a los supuestos enemigos de la nación. Y
para sustentar un discurso así, nadie hay mejor que un magnate al estilo
Trump. Un viejo tramposo y sin escrúpulos que además ha edulcorado su
biografía hasta límites insospechados. Así lo ha reconocido
recientemente Tony Schwartz, coautor del éxito de ventas de los ochenta
“The Art of Deal”, que era un panegírico de autobombo a la figura de
Trump y su estilo de hacer negocios que contribuyó de forma decisiva a
hacer de ese individuo un mito que al fin lo ha llevado al umbral de la
Casa Blanca. El bueno de Schwartz dijo literalmente: “le puse lápiz de
labios a un cerdo” según confiesa, entre compungido y arrepentido, en
una entrevista en The New Yorker.
Lo
cual nos lleva, como siempre de forma circular, a esa nefasta alianza
entre los medios de comunicación y los todopoderosos señores de las
negocios, que les permite modelar su figura pública como si de cirugía
estética del alma se tratara. Una técnica, la del márqueting político
desvergonzado y lleno de prejuicios, en la que los padres fundadores
fueron los propios norteamericanos, necesitados de luminarias que vender
adecuadamente. Y a falta de contenidos respetables, se limitaron a
cuidar mucho los envoltorios y la publicidad, disciplina de la que
innegablemente Trump es un maestro avanzado.
Así
que resulta comprensible que personas como Trump aparezcan en tiempos
de tribulación arremetiendo contra el sistema. La diferencia con sus
equivalentes europeos es que Trump y compañía son quienes son gracias al
sistema que tanto atacan. Trump se presenta a si mismo como un redentor
para volver a los principios fundacionales de la patria, que él
considera desvirtuados por Washington. En realidad, Trump es deudor y
tributario de ese mismo sistema que con tanta saña vitupera. Ese sistema
que le ha permitido enriquecerse no una, sino varias veces después de
sendos descalabros. Y resulta contradictorio en grado sumo que sea uno
de los hombres más ricos del país quien pretenda iniciar una revolución
política cuyo horizonte se basa sólo en improperios contra todo lo ajeno
al american way of life, y en amenazas contra las etnias, religiones y convicciones que parecen bíblicamente tachadas de impuras en un yanqui genuino.
Trump
no es más que un follonero con dinero y soberbia suficiente para
presentarse a ocupar la Casa Blanca. Es cierto que dice públicamente lo
que muchos piensan en privado, pero eso no justifica nada. Mis
pensamientos son muchas veces totalmente vergonzosos, como los de
cualquier lector. En demasiadas ocasiones mi actitud política es
sesgada, teñida de prejuicios y sostenida por un egoísmo tan rampante
como injusto. Pero son opiniones privadas, no un programa político para
sacar adelante a la nación más poderosa del mundo. Un estadista debe
abstenerse de soflamas en las que lo único que pretende es incendiar el
corazón de los ciudadanos en beneficio de sus intereses personales y de
su ambición desmedida. El discurso ultra y excluyente de Trump recuerda
mucho al de los bárbaros seguidores de Milosevic (y de Tudjman) en los
Balcanes de hace una veintena de años, con la diferencia de que en manos
de Trump, el destino del mundo puede ser terriblemente más atroz. Así
que recemos porque su singladura acabe en un buen trumpazo a los pies de la escalinata presidencial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario