jueves, 11 de agosto de 2016

Trump

El equivalente norteamericano a los indignados europeos de diverso pelaje y nacionalidad es, ni más ni menos, que Donald Trump. Lo cual no resulta nada extraño en un país cuya idiosincrasia política es tan radicalmente diferente a la del resto del mundo occidental. Estados Unidos se parece  a la antigua Roma imperial en algunas cosas tremendamente significativas, entre las que destaca un pragmatismo feroz  unido a una no menos despiadada valoración del individualismo como esencia de lo genuinamente americano: el self-made man.

El pragmatismo como corriente filosófica surge, precisamente, en Estados Unidos de la mano de William James a finales del siglo XIX, y se traslada a la política de un modo sesgado, que se resume en que sólo es verdadero aquello que funciona, con independencia de consideraciones de tipo moral. Dicho de otro modo, el pragmatismo político se cimenta sobre el principio de que sólo es válido lo que es útil. Como han señalado muchos politólogos, el pragmatismo político desvirtúa el concepto original, porque se presta a ser un nido de prejuicios sobre los que se asienta la acción política, apartando de un manotazo todas las consecuencias que no se ajusten a los prejuicios iniciales.

Si tomamos en consideración la veneración casi enfermiza de los norteamericanos por el triunfador individualista hecho a su aire y sin cortapisas éticas de ningún tipo, se comprende que el malestar del ciudadano norteamericano de la vapuleada clase media encuentre en el discurso de personajes como Trump la vía de redención anhelada desde el comienzo de la gran crisis del siglo XXI.  Donde en Europa el discurso antisistema  tiene tintes claramente ideológicos de derecha o de izquierda, en USA la animadversión hacia Washington y todo lo que representa se traduce en un discurso basado en unos presuntos valores esenciales norteamericanos ajenos a los provenientes de la vieja Europa. Y desde luego, en la vieja expresión heredera de la doctrina Monroe: “América para los americanos”, donde el concepto de americano se basa, cómo no, en un prejuicio inicial centrado en los descendientes WASP y asimilados.

Claro que hoy los WASP son minoría, y no deja de tener su gracia que montones de gentes con apellidos centroeuropeos, eslavos, italianos o hispanos reclamen para sí una la exclusiva de una americanidad que hace menos de cien años les estaba vetada. Sin embargo, el discurso radical norteamericano que Trump utiliza sigue siendo el mismo de siempre en tiempos de crisis. Donald no necesita de ideología alguna (aparte de que carece de ella): su sola imagen de triunfador fabricado a sí mismo al genuino estilo yanqui es más que suficiente para enardecer a las masas enfurecidas por el empobrecimiento y la desilusión.

El problema con magnates como Trump es que ninguno de sus seguidores analiza fríamente su currículo para comprender hasta qué punto pretenden hacer presidente del país más poderoso -y por tanto, más peligroso si cae en malas manos- del mundo a un individuo cuyos referentes morales son inexistentes. Siempre le ha bastado con su osadía, sus tejemanejes y, por descontado, una falta total de empatía y compasión hacia sus adversarios. Especialista como pocos en la utilización del tonto útil como vehículo de su escalada personal, y en dejar  regueros de deudas que arruinaron la vida de miles de personas a lo largo de su trayectoria empresarial, es un prominente ejemplo de la escuela de empresarios depredadores y sin escrúpulos que según el autobombo yanqui al uso, hicieron grande a Estados Unidos.

En realidad, lo que hizo grande a los Estados Unidos fue que el país era enorme, sin explotar y  con una riqueza incalculable en materias primas. Una vez superadas las tensiones de la guerra civil, resultaba bastante obvio que en un territorio unificado de más de nueve millones de kilómetros cuadrados, de los cuales gran parte aún estaban sin explorar, era necesaria gente audaz dispuesta a todo para conquistar el país por su cuenta y riesgo. En Norteamérica todo era desmedido y las magnitudes normalmente usadas no servían. En los negocios sucedió lo mismo, y surgió así la saga de los “tycoons”, esos grandes magnates de los negocios que se enriquecieron (y de paso enriquecieron al país) de un modo explosivo, similar a un big bang.  Había muchos nichos por ocupar y explotar. Muchísimas oportunidades, que se resumen en el hecho de que en el censo de 1870 , había unos cuarenta millones de habitantes para un territorio inmenso, sólo superado por Rusia y Canadá, ambos mucho más inhóspitos y poco proclives a grandes colonizaciones internas.

Ése es el motivo del legendario self-made man norteamericano: poca población, mucho espacio para colonizar y muchas cosas por hacer. Infinidad de nichos en lo que enriquecerse con ninguna o muy poca intervención de los poderes públicos, que bastante tenían con controlar la costa este de la nación.  Y de la necesidad se derivó a la leyenda: América como tierra de oportunidades. Fue cierto en su momento, pero ahora el tercer país más poblado del mundo ya no tiene tanto que ofrecer a los desposeídos, salvo aprovechar la inercia creada por la enorme generación de riqueza desde mediados del siglo XIX. Sin embargo, la idiosincrasia norteamericana sigue vigente, con su alabanza perpetua del individualismo y del enriquecimiento personal como meta fundamental por encima de cualquier otra consideración.

Sucede ahora que hay bastante menos que repartir entre mucha más gente, y sin un cambio de óptica política eso se traduce en que el discurso programático de los conservadores, en vez de optar por ser regenerador, pasa a ser directamente reaccionario y se convierte en excluyente y agresivo frente a los supuestos enemigos de la nación. Y para sustentar un discurso así, nadie hay mejor que un magnate al estilo Trump. Un viejo tramposo y sin escrúpulos que además ha edulcorado su biografía hasta límites insospechados. Así lo ha reconocido recientemente Tony Schwartz, coautor del éxito de ventas de los ochenta “The Art of Deal”, que era un panegírico de autobombo a la figura de Trump y su estilo de hacer negocios que contribuyó de forma decisiva a hacer de ese individuo un mito que al fin lo ha llevado al umbral de la Casa Blanca. El bueno de Schwartz dijo literalmente: “le puse lápiz de labios a un cerdo” según confiesa, entre compungido y arrepentido, en una entrevista en The New Yorker.

Lo cual nos lleva, como siempre de forma circular, a esa nefasta alianza entre los medios de comunicación y los todopoderosos señores de las negocios, que les permite modelar su figura pública como si de cirugía estética del alma se tratara. Una técnica, la del márqueting político desvergonzado y lleno de prejuicios, en la que los padres fundadores fueron los propios norteamericanos, necesitados de luminarias que vender adecuadamente. Y a falta de contenidos respetables, se limitaron a cuidar mucho los envoltorios y la publicidad, disciplina de la que innegablemente Trump es un maestro avanzado.

Así que resulta comprensible que personas como Trump aparezcan en tiempos de tribulación arremetiendo contra el sistema. La diferencia con sus equivalentes europeos es que Trump y compañía son quienes son gracias al sistema que tanto atacan. Trump se presenta a si mismo como un redentor para volver a los principios fundacionales de la patria, que él considera desvirtuados por Washington. En realidad, Trump es deudor y tributario de ese mismo sistema que con tanta saña vitupera. Ese sistema que le ha permitido enriquecerse no una, sino varias veces después de sendos descalabros. Y resulta contradictorio en grado sumo que sea uno de los hombres más ricos del país quien pretenda iniciar una revolución política cuyo horizonte se basa sólo en improperios contra todo lo ajeno al american way of life, y en amenazas contra las etnias, religiones y convicciones que parecen bíblicamente tachadas de impuras en un yanqui genuino.

Trump no es más que un follonero con dinero y soberbia suficiente para presentarse a ocupar la Casa Blanca. Es cierto que dice públicamente lo que muchos piensan en privado, pero eso  no justifica nada. Mis pensamientos son muchas veces totalmente vergonzosos, como los de cualquier lector. En demasiadas ocasiones mi actitud política es sesgada, teñida de prejuicios y sostenida por un egoísmo tan rampante como injusto. Pero son opiniones privadas, no un programa político para sacar adelante a la nación más poderosa del mundo. Un estadista debe abstenerse de soflamas en las que lo único que pretende es incendiar el corazón de los ciudadanos en beneficio de sus intereses personales y de su ambición desmedida. El discurso ultra y excluyente de Trump recuerda mucho al de los bárbaros seguidores de Milosevic (y de Tudjman) en los Balcanes de hace una veintena de años, con la diferencia de que en manos de Trump, el destino del mundo puede ser terriblemente más atroz. Así que recemos porque su singladura acabe en un buen trumpazo a los pies de la escalinata presidencial.

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