miércoles, 3 de agosto de 2016

Me Río de Janeiro

A un par de días del inicio de los  Juegos Olímpicos, lo auténticamente olímpico es lo hilarante, incongruente y sumamente insatisfactoria que resulta la exclusión de los atletas rusos de la competición. No sólo porque se liquida de un plumazo un principio jurídico válido en todos los ámbitos administrativos y jurídicos, como es el de la presunción de inocencia –lo cual ya es gravísimo de por sí y pone sobre el tapete que existen razones ocultas para semejante castigo- sino también porque sienta el enésimo precedente de una decisión política en un campo, como el deporte, que presume de ser absolutamente apolítico. Lo cual es una mentira de tomo y lomo, aunque los dirigentes del deporte mundial se ensañen con los seguidores barcelonistas que pretenden ondear banderas independentistas en los estadios, con la consiguiente sanción de la UEFA por exhibir “enseñas de carácter político”. Los hay que llevan las gónadas arrastrando por el suelo, parejas a la enormidad de las contradicciones que asumen sin pestañear siquiera.

Y es que, para qué negarlo, la decisión de impedir la participación de atletas rusos en Río es puramente política, que es lo mismo que decir que contaminada por intereses totalmente ajenos al deporte. Forma parte de la larga secuela de castigos occidentales a Rusia por la guerra de Ucrania y, sobre todo, por la anexión de Crimea. De ahí, que Putin, que tiene de tonto lo que yo de astronauta, se lo haya tomado con la habitual gelidez soviética de la que es heredero. Seguramente habrá exclamado un castizo “ahí me las den todas” pero en versión moscovita, porque no se le ha visto muy apesadumbrado que digamos. Como si ya lo hubiera dado por descontado con suficiente antelación. Y a fin de cuentas, las bajas colaterales de la política exterior rusa se dan también siempre por descontadas, ya desde los tiempos del padrecito Stalin. Y si son atletas, pues  se les pone una dacha, se les eleva a la categoría de héroes nacionales y santas pascuas.

Y  es que si yo estuviera en el lugar de Putin me haría mucha gracia la actitud del movimiento olímpico, sobre todo teniendo en cuenta que el último documental de la cadena alemana ARD sobre dopaje en el mundo del atletismo (Dopaje-Alto Secreto: la Cara Oculta del Atletismo) saca a  la luz que el problema no es del atletismo ruso, sino de todo el montaje, y de la Federación Internacional (IAAF) en primer lugar. Porque sonroja ver como la cadena germana nos enseña con pelos y señales como el dopaje es sistemático en Kenia, una de las grandes potencias mundiales del atletismo. Y como, tras una filtración de una base de datos con miles de análisis de atletas de élite de todo el mundo, dos expertos coinciden en que presentan tasas sumamente anormales de sus valores sanguíneos en un porcentaje de muestras muy superior a ese raquítico uno por ciento que da positivo en los controles rutinarios. Si acaso más bien nos encontraríamos con el diez o el uince por ciento. Lo más escandaloso del asunto es que, obviamente, si el análisis se centra en la cima de la élite mundial, el porcentaje podría llegar a ser de más de una tercera parte de análisis sospechosos.

Eso sin tomar en consideración el caso de otra potencia olímpica sensacional, como es la opaca China, cuyos deportistas en general están adquiriendo un estatus de superestrellas a una velocidad poco compatible con el desarrollo general del deporte en su país. Lo cierto es que la IAAF dedica muy pocos recursos al control del dopaje en relación con su presupuesto anual. Aún más cierta es la tremenda influencia de las grandes marcas comerciales en los eventos deportivos, de los que se han convertido en los principales patrocinadores. Y esos multimillonarios patrocinios requieren de un espectáculo fenomenal que genere muchos derechos televisivos y muchas compras de zapatillas y camisetas.

Y un espectáculo sin récords mundiales y sin hazañas portentosas, se viene abajo rápidamente. Hay multitud de récords atléticos que no han sido superados veinte o  treinta años después, y ya se da por hecho que fueron obtenidos bajo la influencia de sistemas de dopaje sofisticados, o bien por la negligencia más o menos interesada de la IAAF. Hay muchos casos clamorosos, pero el que todos recordarán es el de la tramposísima Florence Griffith, cuyos récords de 100 y 200 metros  siguen vigentes. La susodicha falleció de forma fulminante a los 38 años de edad, seguramente por los excesos dopantes de su vida atlética. Lo más curioso de todo es que se retiró del atletismo en la cúspide de su carrera, muy poco después de sus aparatosos triunfos olímpicos y justo antes de que se modificara el sistema de controles antidopaje. Sin embargo, convertida en un ídolo norteamericano y mundial, la IAAF jamás se atrevió a cuestionar sus éxitos, ni siquiera cuando hubiera podido hacerlo años después de su retirada.

Y es que la IAAF y el mundo del deporte en general practican un doble juego muy interesado en este asunto del dopaje.  Por un lado, ejercen una gran presión mediática que realce su lucha contra el fraude deportivo, y de cuando en cuando, se cargan a unos cuantos deportistas de élite cuyos positivos son demasiado escandalosos. Pero por otra parte, son sabedores de que si meten mano de pleno en el asunto del dopaje les va a pasar como con el ciclismo profesional a finales de los años 90, que entró en un declive de espectadores horroroso tras las sucesivas revelaciones de dopaje de grandes campeones, que tuvieron como colofón la desposesión de todos sus títulos a Lance Armstrong. Al ciclismo le ha costado mucho recuperarse de aquel mazazo, y en parte lo ha hecho desde la instauración, en 2009, del pasaporte biológico, mediante el que se efectúa un seguimiento permanente de los valores sanguíneos de los ciclistas (por eso, el fraude en el ciclismo se ha desplazado al aspecto tecnológico: los motores eléctricos escondidos en el cuadro y las ruedas electromagnéticas son una realidad constatada). Pero al parecer, la IAAF no sabe ni contesta respecto a porqué en el atletismo no se ha instaurado todavía el pasaporte biológico, un motivo por el que se la acusa, no sin razón, de notable pasividad en este asunto.

Y es que si se instaurasen las medidas que proponen expertos en la materia, en los Juegos de Río no podría participar gran número de la cúspide atlética mundial, y no sólo los rusos. En los últimos veinticinco años, el atletismo profesional ha dado tal salto cualitativo en lo que a popularidad y remuneraciones se refiere, que se ha convertido en un negocio más que jugoso para todas las partes implicadas. Y a ver quién es el guapo que desmonta el tinglado. Así que ante las revelaciones del primer documental de la ARD, que sólo ponía en tela de juicio el dopaje sistemático en Rusia, se ha optado por una conveniente ceguera frente a las afirmaciones del segundo documental, que ya extendía  la sospecha a más países, y se ha optado por darle el palo a Rusia, no por ejemplarizante, sino porque era una cosa plenamente decidida de mucho antes. De cuando Occidente decidió ponerse al lado de los facinerosos de Ucrania para hacer frente al poderío ruso y su exhibición de músculo politico-militar.

Porque la alternativa habría sido suspender toda la competición atlética de los próximos Juegos Olímpicos hasta que se aclarase la cuestión del dopaje sistemático de las élites. Lo cual comprendo que hubiera sido un desastre en todos los sentidos, y especialmente en el económico, que no hubieran tolerado ni las todopoderosas marcas comerciales deportivas ni las grandes cadenas de televisión que han abonado los derechos de retransmisión. Así que lo mejor es darle el guantazo al que ya estaba previsto hacerlo, pasarle un paño por la cara al movimiento olímpico y dejar que las cosas vuelvan lentamente a su cauce.

La cosa irá así: tras los Juegos, se aprobarán medidas draconianas de seguimiento de los deportistas, instaurando –cómo no- el pasaporte biológico. Justo entonces, empezará a comentarse en pequeños corrillos que eso ya estará superado y que, por unos cuanto millones de dólares, se podrá usar un nuevo sistema indetectable de dopaje. Pongamos por caso el dopaje genético, del que ya hablé en una entrada anterior. Y todo volverá a empezar. Porque lo único sagrado en el deporte profesional es el dinero, y todo lo demás es accesorio, manipulable y convenientemente ocultable bajo una mullida alfombra de despacho en Mónaco, que no por nada es donde asienta sus reales la IAAF. Así que siéntense y disfruten del espectáculo olímpico pensando en que es como una de esas exhibiciones de pressing catch donde todo es muy aparatoso a la par que falso. Y, como ocurrió (y sigue ocurriendo) con el ciclismo, limítense a celebrar con sano escepticismo los podios y clasificaciones. Yo iré un poco más allá. Yo, directamente Me Río de Janeiro

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