A un par de días del inicio de los Juegos
Olímpicos, lo auténticamente olímpico es lo hilarante, incongruente y
sumamente insatisfactoria que resulta la exclusión de los atletas rusos
de la competición. No sólo porque se liquida de un plumazo un principio
jurídico válido en todos los ámbitos administrativos y jurídicos, como
es el de la presunción de inocencia –lo cual ya es gravísimo de por sí y
pone sobre el tapete que existen razones ocultas para semejante
castigo- sino también porque sienta el enésimo precedente de una
decisión política en un campo, como el deporte, que presume de ser
absolutamente apolítico. Lo cual es una mentira de tomo y lomo, aunque
los dirigentes del deporte mundial se ensañen con los seguidores
barcelonistas que pretenden ondear banderas independentistas en los
estadios, con la consiguiente sanción de la UEFA por exhibir “enseñas de
carácter político”. Los hay que llevan las gónadas arrastrando por el
suelo, parejas a la enormidad de las contradicciones que asumen sin
pestañear siquiera.
Y
es que, para qué negarlo, la decisión de impedir la participación de
atletas rusos en Río es puramente política, que es lo mismo que decir
que contaminada por intereses totalmente ajenos al deporte. Forma parte
de la larga secuela de castigos occidentales a Rusia por la guerra de
Ucrania y, sobre todo, por la anexión de Crimea. De ahí, que Putin, que
tiene de tonto lo que yo de astronauta, se lo haya tomado con la
habitual gelidez soviética de la que es heredero. Seguramente habrá
exclamado un castizo “ahí me las den todas” pero en versión moscovita,
porque no se le ha visto muy apesadumbrado que digamos. Como si ya lo
hubiera dado por descontado con suficiente antelación. Y a fin de
cuentas, las bajas colaterales de la política exterior rusa se dan
también siempre por descontadas, ya desde los tiempos del padrecito
Stalin. Y si son atletas, pues se les pone una dacha, se les eleva a la
categoría de héroes nacionales y santas pascuas.
Y
es que si yo estuviera en el lugar de Putin me haría mucha gracia la
actitud del movimiento olímpico, sobre todo teniendo en cuenta que el
último documental de la cadena alemana ARD sobre dopaje en el mundo del
atletismo (Dopaje-Alto Secreto: la Cara Oculta del Atletismo) saca a la
luz que el problema no es del atletismo ruso, sino de todo el montaje, y
de la Federación Internacional (IAAF) en primer lugar. Porque sonroja
ver como la cadena germana nos enseña con pelos y señales como el dopaje
es sistemático en Kenia, una de las grandes potencias mundiales del
atletismo. Y como, tras una filtración de una base de datos con miles de
análisis de atletas de élite de todo el mundo, dos expertos coinciden
en que presentan tasas sumamente anormales de sus valores sanguíneos en un
porcentaje de muestras muy superior a ese raquítico uno por ciento que da
positivo en los controles rutinarios. Si acaso más bien nos
encontraríamos con el diez o el uince por ciento. Lo más escandaloso del asunto
es que, obviamente, si el análisis se centra en la cima de la élite
mundial, el porcentaje podría llegar a ser de más de una tercera parte
de análisis sospechosos.
Eso
sin tomar en consideración el caso de otra potencia olímpica
sensacional, como es la opaca China, cuyos deportistas en general están
adquiriendo un estatus de superestrellas a una velocidad poco compatible
con el desarrollo general del deporte en su país. Lo cierto es que la
IAAF dedica muy pocos recursos al control del dopaje en relación con su
presupuesto anual. Aún más cierta es la tremenda influencia de las
grandes marcas comerciales en los eventos deportivos, de los que se han
convertido en los principales patrocinadores. Y esos multimillonarios
patrocinios requieren de un espectáculo fenomenal que genere muchos
derechos televisivos y muchas compras de zapatillas y camisetas.
Y un espectáculo sin récords mundiales y sin hazañas portentosas, se viene
abajo rápidamente. Hay multitud de récords atléticos que no han sido
superados veinte o treinta años después, y ya se da por hecho que
fueron obtenidos bajo la influencia de sistemas de dopaje sofisticados, o
bien por la negligencia más o menos interesada de la IAAF. Hay muchos
casos clamorosos, pero el que todos recordarán es el de la tramposísima
Florence Griffith, cuyos récords de 100 y 200 metros siguen vigentes.
La susodicha falleció de forma fulminante a los 38 años de edad,
seguramente por los excesos dopantes de su vida atlética. Lo más curioso
de todo es que se retiró del atletismo en la cúspide de su carrera, muy
poco después de sus aparatosos triunfos olímpicos y justo antes de que
se modificara el sistema de controles antidopaje. Sin embargo,
convertida en un ídolo norteamericano y mundial, la IAAF jamás se
atrevió a cuestionar sus éxitos, ni siquiera cuando hubiera podido
hacerlo años después de su retirada.
Y
es que la IAAF y el mundo del deporte en general practican un doble
juego muy interesado en este asunto del dopaje. Por un lado, ejercen
una gran presión mediática que realce su lucha contra el fraude
deportivo, y de cuando en cuando, se cargan a unos cuantos deportistas
de élite cuyos positivos son demasiado escandalosos. Pero por otra
parte, son sabedores de que si meten mano de pleno en el asunto del
dopaje les va a pasar como con el ciclismo profesional a finales de los años 90,
que entró en un declive de espectadores horroroso tras las sucesivas
revelaciones de dopaje de grandes campeones, que tuvieron como colofón
la desposesión de todos sus títulos a Lance Armstrong. Al ciclismo le ha
costado mucho recuperarse de aquel mazazo, y en parte lo ha hecho desde
la instauración, en 2009, del pasaporte biológico, mediante el que se
efectúa un seguimiento permanente de los valores sanguíneos de los
ciclistas (por eso, el fraude en el ciclismo se ha desplazado al aspecto
tecnológico: los motores eléctricos escondidos en el cuadro y las
ruedas electromagnéticas son una realidad constatada). Pero al parecer,
la IAAF no sabe ni contesta respecto a porqué en el atletismo no se ha
instaurado todavía el pasaporte biológico, un motivo por el que se la
acusa, no sin razón, de notable pasividad en este asunto.
Y
es que si se instaurasen las medidas que proponen expertos en la
materia, en los Juegos de Río no podría participar gran número de la
cúspide atlética mundial, y no sólo los rusos. En los últimos
veinticinco años, el atletismo profesional ha dado tal salto cualitativo
en lo que a popularidad y remuneraciones se refiere, que se ha
convertido en un negocio más que jugoso para todas las partes
implicadas. Y a ver quién es el guapo que desmonta el tinglado. Así que
ante las revelaciones del primer documental de la ARD, que sólo ponía en
tela de juicio el dopaje sistemático en Rusia, se ha optado por una
conveniente ceguera frente a las afirmaciones del segundo documental,
que ya extendía la sospecha a más países, y se ha optado por darle el
palo a Rusia, no por ejemplarizante, sino porque era una cosa plenamente
decidida de mucho antes. De cuando Occidente decidió ponerse al lado de
los facinerosos de Ucrania para hacer frente al poderío ruso y su
exhibición de músculo politico-militar.
Porque
la alternativa habría sido suspender toda la competición atlética de
los próximos Juegos Olímpicos hasta que se aclarase la cuestión del dopaje
sistemático de las élites. Lo cual comprendo que hubiera sido un
desastre en todos los sentidos, y especialmente en el económico, que no
hubieran tolerado ni las todopoderosas marcas comerciales deportivas ni
las grandes cadenas de televisión que han abonado los derechos de
retransmisión. Así que lo mejor es darle el guantazo al que ya estaba
previsto hacerlo, pasarle un paño por la cara al movimiento olímpico y
dejar que las cosas vuelvan lentamente a su cauce.
La
cosa irá así: tras los Juegos, se aprobarán medidas draconianas de
seguimiento de los deportistas, instaurando –cómo no- el pasaporte
biológico. Justo entonces, empezará a comentarse en pequeños corrillos
que eso ya estará superado y que, por unos cuanto millones de dólares,
se podrá usar un nuevo sistema indetectable de dopaje. Pongamos por caso
el dopaje genético, del que ya hablé en una entrada anterior. Y todo
volverá a empezar. Porque lo único sagrado en el deporte profesional es el dinero, y
todo lo demás es accesorio, manipulable y convenientemente ocultable
bajo una mullida alfombra de despacho en Mónaco, que no por nada es
donde asienta sus reales la IAAF. Así que siéntense y disfruten del
espectáculo olímpico pensando en que es como una de esas exhibiciones de pressing catch
donde todo es muy aparatoso a la par que falso. Y, como ocurrió (y
sigue ocurriendo) con el ciclismo, limítense a celebrar con sano
escepticismo los podios y clasificaciones. Yo iré un poco más allá. Yo,
directamente Me Río de Janeiro.
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