jueves, 17 de septiembre de 2015

Trayectorias

Decía el célebre doctor House que la característica fundamental que vincula a todos los pacientes es que mienten y además son idiotas. Esa percepción de la idiotez ajena dentro del campo de especialización de cada uno es bastante general, y no está de más recordar otro ejemplo rabiosamente actual en el que  de un modo análogo a House, los expertos en seguridad informática nos observan, califican y desprecian con el mismo rigor que los empleados de ferretería cuando nos acercamos a su establecimiento a comprar cualquier chisme cuyo nombre y especificaciones desconocemos; es decir, nos consideran idiotas redomados por  permitir que nuestros datos circulen por ahí libremente, por usar contraseñas facilonas y repetitivas y por tener hábitos  telemáticos de lo más favorecedores para que nos roben y estafen impunemente. Quiero decir que en casi todos los ámbitos se llega a constatar el gran grado de estupidez humana al menos en lo que respecta a cuestiones un tanto especializadas pero de uso general.
 
Los políticos, como especialistas del engaño que son, forman un colectivo en el que la concepción idiotizante de la gente es aún más severa y se lleva a sus extremos éticos y deontológicos (si es que afirmar la existencia de tal cosa en política no constituye una flagrante temeridad por mi parte), por cuanto un idiota es muy fácilmente manipulable, mientras se halaga su (escasa) inteligencia política y se le achucha para arrimar el ascua a la sardina partidista y su voto al saco propio. En ese sentido, la política es el desempeño de una actividad que ha de tender necesariamente a olvidarse de los segmentos de población realmente cultos y cultivados y centrarse en cultivar a su vez la idiotez ciudadana a destajo, a fin de que de un modo u otro se la pueda “orientar” convenientemente. En el fondo es muy fácil, porque lo que se hace es explotar diversos sesgos cognitivos que llevamos insertados en el cerebro y contra los cuales es muy difícil luchar si no somos conscientes de su existencia (y se puede afirmar sin ningún género de duda que el genuino garrulo de andamio no sabe ni lo que es un sesgo, así que difícilmente podrá apreciar los suyos propios).
 
En el atolondramiento general en que vive nuestra sociedad, uno de los peores sesgos con trascendencia política es el de disponibilidad, en el que concurre el hecho de que siempre valoramos más lo último que nos viene a la cabeza, y descartamos casi todo aquello que requiere un esfuerzo especial de rememoración y valoración del pasado. La explotación del sesgo de disponibilidad es una de las herramientas más utilizadas en el arsenal político de los muchachotes que organizan las campañas electorales, porque son conscientes de que su público es idiota y tendrá tendencia a olvidar las perrerías que le hizo el gobernante X al principio de la legislatura si toda esa perjudicial basura se cubre convenientemente con  unas cuantas flores aparentes con las que calmar al electorado  justo antes del inicio de la siguiente campaña.  Ejemplos notorios de ello los tenemos ahora mismo en este país, donde el gobierno ha decidido retornar a los empleados públicos los días de vacaciones y permiso que les había retirado en seco y a lo bestia al principio de la legislatura. El motivo es obvio: congraciarse con casi tres millones de electores por la vía de devolver lo anteriormente robado, y confiando en que olviden los cuatro años de miserias que les ha impuesto; pero sobre todo, que olviden los recortes de sueldo, el incremento de la jornada laboral, el endurecimiento de las condiciones para las bajas por incapacidad, la anulación de toda ayuda social, y todo aquello usurpado  y que no se les ha devuelto, ni se les piensa devolver, y que es mucho más trascendente que unos cuantos días libres al año.
 
Es obvio que la estratagema funciona, porque se viene usando reiteradamente en este y los demás países democráticos de forma sistemática, confiando en que la idiotez (que como dijo Einstein, es lo único que realmente es infinito en el universo) más o menos generalizada en forma de falta absoluta de reflexión y pensamiento crítico hará de las suyas entre el electorado más o menos afín, y devolverá las ovejas al redil gubernamental, en este caso del PP. Y ciertamente, por escaso que sea el porcentaje de idiotas que piquen, puede ser más que suficiente para decidir el futuro del país durante los próximos cuatro años.
 
La idiotez electoral es consecuencia, básicamente, del hecho de que el ciudadano idiota se fija más en aspectos puntuales y recientes de la acción política que en las trayectorias, algo que debería enseñarse en la escuela desde párvulos como teorema fundamental de las decisiones electorales (y de las otras también). Juzgar la eficacia, la coherencia y la consistencia de una actividad tomando sólo uno o dos puntos de referencia suele conducir a errores fatales de apreciación. Cualquier persona medianamente formada es consciente de que es mucho más importante valorar un conjunto numeroso de acciones a lo largo del tiempo, que sólo unas pocas concentradas recientemente. Y ello es así porque tanto en física como en sociología, lo que cuenta no es el estado de un sistema en un momento dado, sino  su trayectoria a lo largo del tiempo.
 
Cierto es que observar y evaluar trayectorias requiere un esfuerzo intelectual bastante superior al de valorar sólo acciones puntuales, sobre todo porque obliga a poner en funcionamiento la memoria a largo plazo, algo que por regla general los negacionistas de cualquier tipo suelen estar muy empeñados en impedir que la gente haga (así, los negacionistas de las atrocidades del pasado franquista, y que ahora militan en partidos y son altos cargos del estado democrático, por poner un ejemplo). Hacernos olvidar el pasado, eso es lo que está haciendo en este momento el PP (aunque es bastante evidente que lo haría igualmente cualquier otro partido en el poder, como el PSOE).
 
A esas chuches de un día para endulzar la amargura de cuatro años de bofetadas, se suma otra actividad política que se fundamente en un sesgo omnipresente y que siempre intentan activar de forma brutal en el cerebro del elector: la ilusión de control, que consiste en sobreestimar irracionalmente el grado de influencia que se tiene sobre eventos externos. En eso los políticos son auténticos ases, pues siempre se atribuyen  unos éxitos que nos les corresponden (en el caso del PP, evidentemente, la mejoría del país se debe a la regresión a la media, y al hecho de que el precio del petróleo se ha derrumbado, los tipos de interés se han desmoronado artificialmente y el banco central europeo está inyectando millonadas de euros para reactivar la economía: nada que se deba realmente a la acción de gobierno).
 
En realidad la ilusión de control se combina de forma letal con otros dos sesgos de mucha utilidad política. El primero es la falacia del tirador, cuyo ejemplo consiste en aquel tirador que dispara al azar contra una pared y luego pinta una diana centrada alrededor de todos los impactos. Esto es fundamental en la acción de gobierno: disparar a troche y moche  y luego presumir de aciertos donde no los hay, y si los hay, son casuales, no causales. A esa falacia política hay que sumar la equivalente idiotez del elector que suele dejarse arrastrar por el sesgo de confirmación, es decir, apreciar positivamente sólo lo que confirma sus propias creencias o hipótesis previas. De este modo, el votante del PP (o del PSOE o de CDC) siempre dará valor únicamente a las opciones que confirmen su adhesión a una formación política, y desechará las opuestas, por muy probadas que hayan sido. A esta impronnta, tan irracional como la de los patitos salidos del cascarón respecto a cualquiero objeto que se mueva,  los jerarcas gubernamentales suelen llamarla públicamente lealtad política, pero en las conversaciones privadas se desternillan a cuenta de los idiotas que les entregan su virginidad (política) y su adhesión incondicional a cambio de cuatro baratijas y unas cuantas mentiras sostenidas con total desfachatez. Todo vale, si se trata de sumar votos propios y restar ajenos (a veces me pregunto, en tan católico país como el nuestro, como se lo haría nuestro actual gobierno si descendiese de los cielos Jesucristo redivivo e inapelable hijo de Dios, y  se afiliara y militara en un partido político que no fuera el PP. Lo que cruza mi mente es un cruce salvaje e hilarante  entre un film de Woody Allen y otro de Monty Python).
 
De lo que se trata, pues, es de cuestionar las campañas electorales. Cómo hacerlo es tan sencillo como examinar trayectorias. Si tenemos dos puntos en un gráfico, lo más sencillo e intuitivo es trazar una recta entre ellos. También es lo más estúpido, porque dos puntos cualesquiera se pueden unir de infinitas maneras distintas, y sólo por comodidad neuronal tendemos a hacerlo mediante la forma más simple y directa, que desgraciadamente suele ser también la menos adecuada. En cualquier ciencia que se precie, tomar unos pocos datos aislados para formar una hipótesis se considera como mínimo, poco riguroso, y por lo general, es objeto de burla y menosprecio. Lo curioso es que, aunque la política no sea una ciencia, los principios generales del rigor científico habrían de aplicarse igualmente, pero en cambio los medios de comunicación y los propios políticos sucumben a la tentación de atribuir propiedades casi mágicas a su acción de gobierno basándose en hechos aislados, y lo que es peor, que no tienen conexión causal probada con los efectos que se atribuyen.
 
Ya que estamos luchando contra el borreguismo político en particular, pero también contra la idiotez social generalizada, no está de más recordar que en ámbitos como el de la climatología, el sesgo de arrastre (en inglés le llaman efecto bandwagon) ha tenido efectos demoledores sobre el análisis crítico de lo que estamos denominado el cambio climático. Ese sesgo significa que existe una tendencia psicológica a seguir o imitar las acciones y pensamientos de los demás, porque preferimos ajustarnos a lo preexistente y mayoritario. De este modo, la comunidad meteorológica mundial se ha dejado arrastrar a la convicción de que existe un cambio climático efectivo sin pruebas fehacientes para ello. Y eso se debe a que los datos que tenemos corresponden a apenas siglo y medio de medición meteorológica exacta. Lo cual en relación con la historia climática del planeta resulta escasísimo, como afirman los críticos.  La mayoría de la gente desconoce que desde mediados del siglo XIV hasta el siglo XIX, la Tierra sufrió un período anormalmente frío, que duró cosa de quinientos años, casi nada. Fue “la Pequeña Edad de Hielo”.  Pero lo más relevante es que antes de eso, hubo otro “cambio climático” caracterizado por un período extraordinariamente caluroso que duró otros quinientos años, desde el 800 hasta el 1300 DC. Se le denomina “período cálido medieval”, y fue gracias a él que los vikingos pudieron colonizar Groenlandia y que cultivos típicamente mediterráneos se extendieran hacia el norte de Europa.
 
En cualquier caso, tanto uno como otro duraron francamente más que el actual calentamiento global, lo cual ya debería ser aviso suficiente para exigir prudencia respecto a nuestros juicios al respecto. En resumen, no tenemos evidencias suficientes de que el calentamiento global sea un fenómeno definitivo o simplemente una oscilación más, de las muchas que ha habido antes, en el clima general de la Tierra. Lo cual no quiere decir que no exista dicho fenómeno, sino que no hay pruebas irrefutables de que vaya a seguir así dentro de tres o cuatrocientos años.
 
En política sucede lo mismo: con los datos objetivos en la mano, no hay referencias suficientes para afirmar que unas pocas acciones puntuales de gobierno tengan efectos duraderos sobre la economía de un país, por más que economistas ideologizados y al servicio de los partidos políticos se empeñen en pretender hacernos creer lo contrario. En su lugar, y a falta de prueba efectivas entre la relación entre causa y efecto económico por la actuación del gobierno, nos conviene ser escépticos, en primer lugar, y confiar nuestro voto a la evaluación de la trayectoria gubernamental, a continuación. Cuantos más puntos de referencia tengamos, mejor. Y atenernos a ellos y no al discurso imperante. Y mucho menos a la estupidez de aceptar el statu quo actual porque a fin de cuentas “ahora no estamos tan mal” o “estamos en la senda de la recuperación”, cuando en realidad hemos tenido un retroceso brutal en todos los sentidos, no sólo respecto a 2011, sino a los primeros años del siglo XXI.

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