Este 2015 está resultando especialmente atroz en
lo que se refiere al drama de los inmigrantes ilegales en Europa.
Podríamos distinguir dos tipos de inmigrantes: el circunstancial,
proveniente de países hasta hace poco estables pero que atraviesan
alguna crisis gravísima, como es el caso actual de Siria; y el
estructural, el que llega periódicamente en grandes oleadas desde hace
muchos años, empujado por la desesperación firmemente instalada en los
países de origen –especialmente del África negra- alentada por la
extrema corrupción de todos los estamentos sociopolíticos y por las
mafias que se encargan de estimular la presunta salvación de los
inmigrantes en el falso paraíso Europeo, a cambio de cifras astronómicas
en las que se endeuda toda la familia de por vida. Ésta última es la
que interesa analizar, no a través del prisma del drama humano, sino
desde una perspectiva política estratégica, que nos permita inferir qué
es lo que ha pasado en África en los últimos cien años para que todo
esté mucho peor que a primeros del siglo XX.
Aún
a riesgo de comenzar por las conclusiones, es conveniente señalar que
África, tal como es actualmente, es un gran negocio para mucha gente.
Grandes fortunas norteamericanas, británicas, francesas, alemanas e
italianas se han forjado en África; y actualmente quien está entrando de
forma sumamente competitiva y sin ningún escrúpulo en el juego de la
explotación de los recursos naturales africanos es China, estado
pragmático donde los haya (por algo es el único que ha conseguido
conciliar un rígido comunismo político con un excepcionalmente liberal
sistema capitalista de mercado). Por cierto que China, en su cínico
pragmatismo, no moverá un dedo para eliminar las tremendas diferencias
sociales del África negra, ni para erradicar las prácticas corruptas que
tanto convienen a las grandes multinacionales para asegurarse su pedazo
del pastel. Si acaso, la gran potencia asiática más bien estimulará la
aceleración de esas situaciones, necesitada como está de enormes
cantidades de recursos naturales necesarios para abastecer a su pujante
clase media.
En
ese sentido China es un gran peligro, porque su voracidad no conoce
límites, como ya han tomado buena nota las organizaciones
conservacionistas y protectoras de la naturaleza, que han anunciado al
mundo con horror que las matanzas de animales en peligro de extinción se
han multiplicado enormemente en los últimos años, para suministrar
marfil, cuerno de rinoceronte, y otros productos exóticos a un mercado
chino que nunca cesa de demandar más y más. Los elefantes, que habían
estado a punto de entrar en la lista de animales en peligro, y que se
recuperaron espectacularmente hasta los años noventa del siglo pasado
gracias a eficaces medidas proteccionistas, han vuelto a descender
peligrosamente de número, debido al incremento de la caza furtiva que
suministra el ansiado marfil en los mercados asiáticos. Si eso ocurre
con el marfil, podemos fácilmente imaginar lo que sucederá con otros
recursos más estratégicos.
Si
enfocamos el asunto desde una fría racionalidad, cabría asumir que lo
que sucede en las costas mediterráneas no es más que otra forma de
mantener a la población general de Europa en una situación harto
incómoda, atrapada entre la obligada solidaridad con el necesitado y la
convicción de que aquí no hay para todos, excepto si lo que se hace es
repartir la pobreza entre la población entera (el axioma es que la
riqueza no se reparte, es intocable por definición). Así que, en el
fondo, los poderes políticos y económicos occidentales juegan muy sucio
con sus ciudadanos, porque les generan un sentido de culpabilidad que se
traduce en una solidaridad forzada hacia esos pobres desgraciados que
huyen del fuego para caer en las brasas y convertirse en marginados
sociales y económicos en los suburbios de cualquier ciudad europea.
A
fin de cuentas, es la clase media la que acaba pagando con sus
impuestos las medidas policiales primero, e integradoras después, de esa
marea humana totalmente innecesaria en Europa a la vista de las cifras
de desempleo, salvo que la pretensión no disimulada sea precisamente
forzar un maquiavélico incremento de la demanda de trabajo para hacer
aún más precarias las condiciones laborales y menores los salarios de
los ciudadanos europeos. Tal vez esa afirmación sea especulativa, pero
no cabe duda de que todos sabemos que la única solución para África es
la de acometer políticas valientes que resuelvan los problemas en
origen, para que la gente no tenga que emigrar de forma masiva de países
que, en realidad, son muy ricos en recursos.
La
cuestión es que cargar al erario público europeo con los costes de las
salvajadas que se cometen a diario por toda África es un gran negocio,
porque eso sale gratis a todas las grandes multinacionales que hay
detrás de este feo asunto. Consiste en algo tan sencillo como trasladar
los costes al trabajador europeo, que los paga en forma de mayores
impuestos y menores prestaciones, permitiendo el sostenimiento de
cuentas muy saneadas para las empresas involucradas. Si a eso sumamos el
lacrimógeno impacto de las imágenes televisadas día sí y día también, y
el estúpido sonsonete falsamente progresista requiriéndonos a prestar
nuestra ayuda desinteresada, tratando de hacernos creer que los
explotadores somos nosotros (que también lo somos ciertamente, pero en
mucha menor medida de lo que se nos intenta hacer creer), nos plantamos
en un escenario en el que, obviamente, las cosas no sólo no van a
mejorar, sino que empeorarán gradualmente a ambas orillas del
Mediterráneo.
Si
se analizan las partidas internacionales destinadas a ayuda al África
negra en todas su versiones, más los ingentes esfuerzos de las
organizaciones no gubernamentales, más las cantidades que se destinan a
seguridad y protección de fronteras, más las cantidades destinadas a
crear centros de internamiento para ilegales, más las dotaciones para
luego integrar socialmente a esos inmigrantes innecesarios; y les
sumamos los costes directos e indirectos vía impuestos y reducción de
oferta de trabajo y de salarios, podemos estar seguros de que
obtendremos una suma tan astronómicamente alta que haría palidecer
incluso al más bregado de los economistas neoliberales que claman
continuamente por una mayor desregulación sociolaboral. Lo tremendamente
obvio de este repugnante asunto es que todo ese dinero y todos esos
esfuerzos occidentales, si se destinaran a crear explotaciones
económicas en los países de origen, dotándoles de infraestructuras
decentes y de sistemas educativos y formativos que permitieran la
creación de una incipiente clase trabajadora especializada, se cortarían
en seco todos los flujos migratorios salvajes que estamos padeciendo
desde hace ya demasiados años.
Es
bastante sencillo deducir que si esto no se hace, no es por problemas
prácticos insolubles, sino porque los países del África negra son un
nido de corrupción de tal calibre que no hay por donde empezar, si se
parte del principio de que se trata de estados libres y soberanos. He
aquí el gran error de la descolonización de los años cincuenta y
sesenta, que desde el punto de vista estratégico creó las condiciones
básicas para esta tormenta perfecta en la que vivimos hoy. Porque en
primer lugar, la descolonización sólo lo fue desde el punto de vista
jurídico, pero se mantuvo una estricta dominación de los recursos
económicos a través de políticos africanos que en el fondo actuaban de
testaferros de las grandes multinacionales. Unos testaferros muy bien
retribuidos, hasta el punto de que han convertido sus países en feudos
particulares que expolian a sus anchas mientras occidente mira para otro
lado.
No sólo
eso, sino que también usurpan, con conocimiento de todos, gran parte de
las ayudas internacionales que destinan todos los países occidentales
sin que nadie rechiste. Como las grandes multinacionales pueden ser
irracionales como cualquier producto humano, pero no tanto como para
fastidiar continuamente su cuenta de resultados, podemos inferir
directamente que el actual statu quo es el que más les conviene, y que
por tanto, hipercorrupción política, miseria ciudadana, represión
salvaje y emigración masiva son variables que influyen muy
favorablemente en los dividencos de las empresas metidas en el negocio
de la explotación de África.
No
es ajena a este panorama la extrañísima forma en que se dibujaron las
fronteras de los países africanos. Estados con formas explícitamente
geométricas pero totalmente artificiales, y que respondían a las
respectivas áreas de influencias de las potencias colonizadoras, pero en
las que no hubo entonces, ni existe ahora, una argamasa social que
unifique en un objetivo común a etnias que no es que sean diversas, sino
que en muchas ocasiones son históricamente antagonistas. En ese
sentido, no existe en realidad casi ningún estado africano que coincida
con una unidad preexistente cultural, social, económica o política. En
resumen, los estados africanos son una falacia puesta bajo el mando de
tiranos que periódicamente se masacran entre sí, sin que exista la más
mínima conciencia patriótica más allá de la que ostente la minoría
étnica que en un momento dado detente el poder.
Visto
así, se dibuja la cuestión de si realmente la descolonización sirvió de
algo (creo que decididamente podemos concluir que no), y la más
espinosa pregunta respecto a si esos estados artificiales merecían la
libertad que alcanzaron a mediados del siglo XX. Porque si la libertad
era para perpetuar camarillas corruptas aupándose al poder sucesivamente
tras la conveniente matanza de opositores; si la libertad era para que
etnias históricamente enfrentadas se degollaran a machetazos ante el
estupor del mundo occidental, o para perpetrar el saqueo indiscriminado
de los recursos del país, desalojando de amplias zonas a sus habitantes
naturales, violando a sus mujeres, matando a sus ancianos y secuestrando
a sus niños para convertirlos en asesinos furibundos con un
kalashnikov al hombro; si la libertad era, en definitiva, para crear
territorios con bandera pero sin ley y sin derechos, entonces esa
libertad no me vale, ni a título particular ni como generalización
política.
Así
que me temo que la solución menos viable es la del estilo de “África
para los africanos”, porque no existe tal concepto: el africano
mentalizado es un subproducto de las élites (mayormente corruptas)
económicas, que enviaron a su progenie a estudiar a occidente y a
cultivarse en los campus de Cambridge y de Yale, pero no existe, para la
amplísima mayoría de los pueblos del África negra, un factor
aglutinante que los conciencie como efectivamente “africanos”, y mucho
menos áun, como ciudadanos de un estado determinado. A diferencia del
norte de África, en la que la influencia histórica del Islam ha
permitido la creación de una conciencia nacional poderosa en Marruecos y
en Egipto, pero no en otras zonas en las que el mapa lo dibujaron con
tiralíneas las potencias ocupantes, y que nunca habían tenido una
conciencia unificada, como se ha podido ver recientemente con las
consecuencias de la estúpida “primavera árabe” en Argelia, Túnez y sobre
todo Libia (que son zonas esencialmente de preponderancia tribal, y en
las que la noción de estado nacional les debe sonar a arameo), el África
negra no tiene ningún factor aglutinante, pues ni siquiera el Islam ha
sido suficientemente poderoso (allí donde ha llegado) para pasar de ser
una religión explícitamente nominal, pero no aglutinadora de conciencias
patrias.
Es
sorprendente que esa circunstancia no se considere en ningún momento,
sabiendo, como deberíamos saber todos, que los dibujos de fronteras
artificiales pueden servir a algunos propósitos a corto plazo, pero al
final acaban reventando por las costuras, como sucedió con la antigua
Yugoslavia, o como sucede, de forma larvada e incluso sorpresiva para
algunos no muy duchos en historia, con Italia. Pues Italia, que no se
unificó totalmente hasta la década de los 70 del siglo XIX, nunca ha
tenido una conciencia nacional real, y de ahí su inestabilidad política
permanente. Lo italiano es un invento muy reciente y relativamente
convincente de puertas afuera, pero que no resiste un análisis profundo.
El rey Víctor Manuel de la unificación italiana jamás apreció hablar en
italiano en público, y tanto él como su primer ministro Cavour se
expresaban normalmente en francés. Se eligió como idioma oficial
italiano el dialecto toscano, porque era el de la literatura culta, pero
en realidad había decenas de dialectos distintos y a veces casi
mutuamente ininteligilibles, que se siguen hablando hoy en día en
muchísimas regiones de Italia. Italia es un país artificial que,
curiosamente, se ha mantenido unido por la existencia de una obvia
penetración de estructuras de poder más reconocibles y más
consistentes (unas procedentes del norte industrial y financiero -
digamos que germanizado- y otras procedentes del sur, es decir del reino
de las Dos Sicilias) que se infiltraron desde el principio en el poder
político y le dotaron de un andamiaje que todavía hoy existe. Algunos
afirman (rozando la pirueta) que el estado italiano existe porque existe
un estado paralelo que lo apuntala con intereses fenomenales formado
por diversas logias, más la Cosa Nostra, la Camorra, la Sacra Corona
Unita, y la ‘Ndrangheta. Tal vez un punto exagerado, pero lo que parece
evidente es que Italia se sostiene porque es un gran negocio que se
mantenga unida, pero no porque exista un ancestral sentimiento de
italianidad entre sus habitantes y menos aún porque exista una
vertebración nacional auténtica.
Pero
al menos Italia tiene un índice de desarrollo humano muy alto y eso la
distingue claramente de Uganda, por poner un ejemplo. Los italianos
tienen mucho que perder si se lían a machetazos entre sí, y eso favorece
la sedimentación de una turbia conciencia nacional de un carácter más
bien utilitario (con el perdón de los fanáticos garibaldinos). Pero en
ningún país africano existe algo parecido, así que la fermentación de
nacionalidades artificiales es totalmente inviable, porque no llegaran
nunca a consolidarse. Así que la descolonización africana dejó, en
realidad, el terreno convertido en un campo de minas que no han cesado
de explotar desde los años sesenta.
Las
ansias de independencia tienen sentido cuando existe un conjunto de
valores nacionales, culturales o religiosos aceptados por todos que
puedan proyectarse en forma de un futuro común. Pero en África, las
ansias de independencia responden más bien a las del hijo díscolo,
ambicioso y temerario que sólo quiere sacudirse el yugo paterno para
hacer lo que le venga en gana con su patrimonio, es decir, para
dilapidarlo. El africanismo de los primeros independentistas (Nyerere,
Kenyatta, Nkrumah, Sengor) era de un idealismo encantador pero poco
realista. Sus sucesores inmediatos tiraron por la vía del pragmatismo
más cruel: saquear a los suyos y cobrarle a occidente por ello ha sido y
es su gran negocio desde el principio, mientras permiten a las
multinacionales hacerse con los recursos que, en realidad, ellos
deberían administrar para el bien de su ciudadanía.
En
ese sentido, la independencia de África no es sólo una falacia, sino un
engaño perpetrado a conciencia. Y lo que es peor, asumido por muchas
organizaciones y movimientos occidentales progresistas (pero
descerebrados) que le hacen el caldo gordo al poder económico
transnacional por la vía de la culpabilización de las clases medias
europeas, como si fueran ellas las responsables del expolio y la
aniquilación que se propagan por África. Ante lo cual, lo único que
queda por decir, por escandaloso que resulte para los pusilánimes que
cada vez son más legión, es que habría que retomar la África del año
1959 y dejarla como estaba entonces, bajo el control efectivo de las
potencias coloniales. Seguro que a lo sumo saldría igual de caro que
ahora (aunque en términos de sufrimiento humano a todas luces el coste
sería mucho menor); y con toda probabilidad eso permitiría la creación
de infraestructuras industriales y de servicios que darían de comer a la
mayoría de la población y extinguirían el fuego de la emigración
masiva, desesperada e inútil que seguiremos viviendo en los próximos
decenios.
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