miércoles, 19 de agosto de 2015

África, el gran negocio

Este 2015 está resultando especialmente atroz en lo que se refiere al drama de los inmigrantes ilegales en Europa. Podríamos distinguir dos tipos de inmigrantes: el circunstancial, proveniente de países hasta hace poco estables pero que atraviesan alguna crisis gravísima, como es el caso actual de Siria; y el estructural, el que llega periódicamente en grandes oleadas desde hace muchos años, empujado por la desesperación firmemente instalada en los países de origen –especialmente del África negra- alentada por la extrema corrupción de todos los estamentos sociopolíticos y por las mafias que se encargan de estimular la presunta salvación de los inmigrantes en el falso paraíso Europeo, a cambio de cifras astronómicas en las que se endeuda toda la familia de por vida.  Ésta última es la que interesa analizar, no a través del prisma del drama humano, sino desde una perspectiva política estratégica, que nos permita inferir qué es lo que ha pasado en África en los últimos cien años para que todo esté mucho peor que a primeros del siglo XX.

Aún a riesgo de comenzar por las conclusiones, es conveniente señalar que África, tal como es actualmente, es un gran negocio para mucha gente. Grandes fortunas norteamericanas, británicas, francesas, alemanas e italianas se han forjado en África; y actualmente quien está entrando de forma sumamente competitiva y sin ningún escrúpulo en el  juego de la explotación de los recursos naturales africanos es China, estado pragmático donde los haya (por algo es el único que ha conseguido conciliar un rígido comunismo político con un excepcionalmente liberal sistema capitalista de mercado). Por cierto que China, en su cínico pragmatismo, no moverá un dedo para eliminar las tremendas diferencias sociales del África negra, ni para erradicar las prácticas corruptas que tanto convienen a las grandes multinacionales para asegurarse su pedazo del pastel. Si acaso, la gran potencia asiática más bien estimulará la aceleración de esas situaciones, necesitada como está de enormes cantidades de recursos naturales necesarios para abastecer a su pujante clase media.

En ese sentido China es un gran peligro, porque su voracidad no conoce límites, como ya han tomado buena nota las organizaciones conservacionistas y protectoras de la naturaleza, que han anunciado al mundo con horror que las matanzas de animales en peligro de extinción se han multiplicado enormemente en los últimos años, para suministrar marfil, cuerno de rinoceronte, y otros productos exóticos a un mercado chino que nunca cesa de demandar más y más. Los elefantes, que habían estado a punto de entrar en la lista de animales en peligro, y que se recuperaron espectacularmente hasta los años noventa del siglo pasado gracias a eficaces medidas proteccionistas, han vuelto a descender peligrosamente de número, debido al incremento de la caza furtiva que suministra el ansiado marfil en los mercados asiáticos. Si eso ocurre con el marfil, podemos fácilmente imaginar lo que sucederá con otros recursos más estratégicos.

Si enfocamos el asunto desde una fría racionalidad, cabría asumir que lo que sucede en las costas mediterráneas no es más que otra forma de mantener a la población general de Europa en una situación harto incómoda, atrapada entre la obligada solidaridad con el necesitado y la convicción de que aquí no hay para todos, excepto si lo que se hace es repartir la pobreza entre la población entera (el axioma es que la riqueza no se reparte, es intocable por definición). Así que, en el fondo, los poderes políticos y económicos occidentales juegan muy sucio con sus ciudadanos, porque les generan un sentido de culpabilidad que se traduce en una solidaridad forzada hacia esos pobres desgraciados que huyen del fuego para caer en las brasas y convertirse en marginados sociales y económicos en los suburbios de cualquier ciudad europea.

A fin de cuentas, es la clase media la que acaba pagando con sus impuestos las medidas policiales primero, e integradoras después, de esa marea humana totalmente innecesaria en Europa a la vista de las cifras de desempleo, salvo que la pretensión no disimulada sea precisamente forzar un maquiavélico incremento de la demanda de trabajo para hacer  aún más precarias las condiciones laborales y menores los salarios de los ciudadanos europeos. Tal vez esa afirmación sea especulativa, pero no cabe duda de que todos sabemos que la única solución para África es la de acometer políticas valientes que resuelvan los problemas en origen, para que la gente no tenga que emigrar de forma masiva de países que, en realidad, son muy ricos en recursos.

La cuestión es que cargar al erario público europeo con los costes de las salvajadas que se cometen a diario por toda África es un gran negocio, porque eso sale gratis a todas las grandes multinacionales que hay detrás de este feo asunto. Consiste en algo tan sencillo como trasladar los costes al trabajador europeo, que los paga en forma de mayores impuestos y menores prestaciones, permitiendo el sostenimiento de cuentas muy saneadas para las empresas involucradas. Si a eso sumamos el lacrimógeno impacto de las imágenes televisadas día sí y día también, y el estúpido sonsonete falsamente progresista requiriéndonos a prestar nuestra ayuda desinteresada, tratando de hacernos creer que los explotadores somos nosotros (que también lo somos ciertamente, pero en mucha menor medida de lo que se nos intenta hacer creer), nos plantamos en un escenario en el que, obviamente, las cosas no sólo no van a mejorar, sino que empeorarán gradualmente a ambas orillas del Mediterráneo.

Si se analizan las partidas internacionales destinadas a ayuda al África negra en todas su versiones, más los ingentes esfuerzos de las organizaciones no gubernamentales, más las cantidades que se destinan a seguridad y protección de fronteras, más las cantidades destinadas a crear centros de internamiento para ilegales, más las dotaciones para luego integrar socialmente a esos inmigrantes innecesarios; y les sumamos los costes directos e indirectos vía impuestos y reducción de oferta de trabajo y de salarios, podemos estar seguros de que obtendremos una suma tan astronómicamente alta que haría palidecer incluso al más bregado de los economistas neoliberales que claman continuamente por una mayor desregulación sociolaboral. Lo tremendamente obvio de este repugnante asunto es que todo ese dinero y todos esos esfuerzos occidentales, si se destinaran a crear explotaciones económicas en los países de origen, dotándoles de infraestructuras decentes y de sistemas educativos y formativos que permitieran la creación de una incipiente clase trabajadora especializada, se cortarían en seco todos los flujos migratorios salvajes que estamos padeciendo desde hace ya demasiados años.

Es bastante sencillo deducir que si esto no se hace, no es por problemas prácticos insolubles, sino porque los países del África negra son un nido de corrupción de tal calibre que no hay por donde empezar, si se parte del principio de que se trata de estados libres y soberanos. He aquí el gran error de la descolonización de los años cincuenta y sesenta, que desde el punto de vista estratégico creó las condiciones básicas para esta tormenta perfecta en la que vivimos hoy. Porque en primer lugar, la descolonización sólo lo fue desde el punto de vista jurídico, pero se mantuvo una estricta dominación de los recursos económicos a través de políticos africanos que en el fondo actuaban de testaferros de las grandes multinacionales. Unos testaferros muy bien retribuidos, hasta el punto de que han convertido sus países en feudos particulares que expolian a sus anchas mientras occidente mira para otro lado.

No sólo eso, sino que también  usurpan, con conocimiento de todos, gran parte de las ayudas internacionales que destinan todos los países occidentales sin que nadie rechiste. Como las grandes multinacionales pueden ser irracionales como cualquier producto humano, pero no tanto como para fastidiar continuamente su cuenta de resultados, podemos  inferir directamente que el actual statu quo es el que más les conviene, y que por tanto, hipercorrupción política, miseria ciudadana, represión salvaje y emigración masiva son variables que influyen muy favorablemente en los dividencos de las empresas metidas en el negocio de la explotación de África.

No es ajena a este panorama la extrañísima forma en que se dibujaron las fronteras de los países africanos. Estados con formas explícitamente geométricas pero totalmente artificiales, y que respondían a las respectivas áreas de influencias de las potencias colonizadoras, pero en las que no hubo entonces, ni existe ahora, una argamasa social que unifique en un objetivo común a etnias que no es que sean diversas, sino que en muchas ocasiones son históricamente antagonistas. En ese sentido, no existe en realidad casi ningún estado africano que coincida con una unidad preexistente cultural, social, económica o política. En resumen, los estados africanos son una falacia puesta bajo el mando de tiranos que periódicamente se masacran entre sí, sin que exista la más mínima conciencia patriótica más allá de la que ostente la minoría étnica que en un momento dado detente el poder.

Visto así, se dibuja la cuestión de si realmente la descolonización sirvió de algo (creo que decididamente podemos concluir que no), y la más espinosa pregunta respecto a si esos estados artificiales merecían la libertad que alcanzaron a mediados del siglo XX. Porque si la libertad era para perpetuar camarillas corruptas aupándose al poder sucesivamente tras la conveniente matanza de opositores; si la libertad era para que etnias históricamente enfrentadas se degollaran a  machetazos ante el estupor del mundo occidental, o para perpetrar el saqueo indiscriminado de los recursos del país, desalojando de amplias zonas a sus habitantes naturales, violando a sus mujeres, matando a sus ancianos y secuestrando a  sus niños para convertirlos en asesinos furibundos con un kalashnikov al hombro; si la libertad era, en definitiva, para crear territorios con bandera pero sin ley y sin derechos, entonces esa libertad no me vale, ni a título particular ni como generalización política.

Así que me temo que la solución menos viable es la del  estilo de “África para los africanos”, porque no existe tal concepto: el africano mentalizado es un subproducto de las élites (mayormente corruptas) económicas, que enviaron a su progenie a estudiar a occidente y a cultivarse en los campus de Cambridge y de Yale, pero no existe, para la amplísima mayoría de los pueblos del África negra, un factor aglutinante que los conciencie como efectivamente “africanos”, y mucho menos áun, como ciudadanos de un estado determinado. A diferencia del norte de  África, en la que la influencia histórica del Islam ha permitido la creación de una conciencia nacional poderosa en Marruecos y en Egipto, pero no en otras zonas en las que el mapa lo dibujaron con tiralíneas las potencias ocupantes, y que nunca habían tenido una conciencia unificada, como se ha podido ver recientemente con las consecuencias de la estúpida “primavera árabe” en Argelia, Túnez y sobre todo Libia (que son zonas esencialmente de preponderancia tribal, y en las que la noción de estado nacional les debe sonar a arameo), el África negra no tiene ningún factor aglutinante, pues ni siquiera el Islam ha sido suficientemente poderoso (allí donde ha llegado) para pasar de ser una religión explícitamente nominal, pero no aglutinadora de conciencias patrias.

Es sorprendente que esa circunstancia no se considere en ningún momento, sabiendo, como deberíamos saber todos, que los dibujos de fronteras artificiales pueden servir a algunos propósitos a corto plazo, pero al final acaban reventando por las costuras, como sucedió con la antigua Yugoslavia, o como sucede, de forma larvada e incluso sorpresiva para algunos no muy duchos en historia, con Italia. Pues Italia, que no se unificó totalmente hasta la década de los 70 del siglo XIX, nunca ha tenido una conciencia nacional real, y de ahí su inestabilidad política permanente. Lo italiano es un invento muy reciente y relativamente convincente de puertas afuera, pero que no resiste un análisis profundo. El rey Víctor Manuel de la unificación italiana jamás apreció hablar en italiano en público, y tanto él como su primer ministro Cavour se expresaban normalmente en francés. Se eligió como idioma oficial italiano el dialecto toscano, porque era el de la literatura culta, pero en realidad había decenas de dialectos distintos y a veces casi mutuamente ininteligilibles, que se siguen hablando hoy en día en muchísimas regiones de Italia. Italia es un país artificial que, curiosamente, se ha mantenido unido por la existencia de una obvia penetración de estructuras de poder  más reconocibles  y más consistentes (unas procedentes del norte industrial y financiero - digamos que germanizado- y otras procedentes del sur, es decir del reino de las Dos Sicilias) que se infiltraron desde el principio en el poder político y le dotaron de un andamiaje que todavía hoy existe. Algunos afirman (rozando la pirueta) que el estado italiano existe porque existe un estado paralelo que lo apuntala con intereses fenomenales formado por diversas logias, más la Cosa Nostra, la Camorra, la Sacra Corona Unita, y la ‘Ndrangheta. Tal vez un punto exagerado, pero lo que parece evidente es que Italia se sostiene porque es un gran negocio que se mantenga unida, pero no porque exista un ancestral sentimiento de italianidad entre sus habitantes y menos aún porque exista una vertebración nacional auténtica.

Pero al menos Italia tiene un índice de desarrollo humano muy alto y eso la distingue claramente de Uganda, por poner un ejemplo. Los italianos tienen mucho que perder si se lían a machetazos entre sí, y eso favorece la sedimentación de una turbia conciencia nacional de un carácter más bien utilitario (con el perdón de los fanáticos garibaldinos). Pero en ningún país africano existe algo parecido, así que la fermentación de nacionalidades artificiales es totalmente inviable, porque no llegaran nunca a consolidarse. Así que la descolonización africana dejó, en realidad, el terreno convertido en un campo de minas que no han cesado de explotar desde los años sesenta.

Las ansias de independencia tienen sentido cuando existe un conjunto de valores nacionales, culturales o religiosos aceptados por todos que puedan proyectarse en forma de un futuro común. Pero en África, las ansias de independencia responden más bien a las del hijo díscolo, ambicioso y temerario que sólo quiere sacudirse el yugo paterno para hacer lo que le venga en gana con su patrimonio, es decir, para dilapidarlo. El africanismo de los primeros independentistas (Nyerere, Kenyatta, Nkrumah, Sengor) era de un idealismo encantador pero poco realista. Sus sucesores inmediatos tiraron por la vía del pragmatismo más cruel: saquear a los suyos y cobrarle a occidente por ello ha sido y es su gran negocio desde el principio, mientras permiten a las multinacionales hacerse con los recursos que, en realidad, ellos deberían administrar para el bien de su ciudadanía.

En ese sentido, la independencia de África no es sólo una falacia, sino un engaño perpetrado a conciencia. Y lo que es peor, asumido por muchas organizaciones y movimientos occidentales progresistas (pero descerebrados) que le hacen el caldo gordo al poder económico transnacional por la vía de la culpabilización de las clases medias europeas, como si fueran ellas las responsables del expolio y la aniquilación que se propagan por África.  Ante lo cual, lo único que queda por decir, por escandaloso que resulte para los pusilánimes que cada vez son más legión, es que habría que retomar la África del año 1959 y dejarla como estaba entonces, bajo el control efectivo de las potencias coloniales. Seguro que a lo sumo saldría igual de caro que ahora (aunque en términos de sufrimiento humano a todas luces el coste sería mucho menor); y con toda probabilidad eso permitiría la creación de infraestructuras industriales y de servicios que darían de comer a la mayoría de la población y extinguirían el fuego de la emigración masiva, desesperada e inútil que seguiremos viviendo en los próximos decenios.

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