jueves, 9 de abril de 2015

España va bien (para dummies)

Va España bien? Más concretamente ¿la economía española va bien? Aun concretando más ¿las economías familiares españolas van bien? Tres preguntas íntimamente relacionadas y sin embargo con respuestas muy dispares. Las dos primeras tienen respuesta gubernamental, afirmativa e interesada: sí. Un sí exagerado, mayúsculo y falsario que se demuestra con algunos –pero sólo algunos- de los indicadores macroeconómicos generales. Como por ejemplo, en la confianza internacional puesta de manifiesto en que por vez primera en mucho tiempo el Tesoro ha logrado colocar deuda pública al cero por ciento. O en que el índice de producción industrial ha subido en el primer trimestre de este año.
Otros indicadores no son tan halagüeños pero a fin de cuentas no tienen mayor trascendencia –ni los positivos ni los negativos- para las economías familiares, cuyo rumbo únicamente se percibe a través de la renta disponible y el ahorro familiar. Y ni la una ni el otro navegan con viento favorable, ni mucho menos.
Es obvio que cualquier gobierno, y especialmente en un período electoral como el de este 2015, intenta maximizar sus logros para lograr un rédito electoral, o como mínimo para tener atada a su base de votantes. Para fidelizar al cliente, que diríamos, y no perder cuota de mercado. Pero el discurso oficialista siempre omite muchos de los datos realmente interesantes. En realidad omite todos los datos importantes, porque esos ni son halagüeños ni llenan editoriales admirativos como los que desvergonzadamente se ven actualmente en la prensa oficialista.
Una de las primeras cosas serias a acometer cuando existe crecimiento económico consiste en analizar cómo se distribuye ese mayor flujo de riqueza entre todos  los individuos que teóricamente habrían de disponer del incremento monetario. Y esa distribución siempre se esconde, no solo a los profanos, sino incluso a los expertos en la materia, que han de sudar lo indecible para intentar averiguar cómo fluye el dinero fresco a través de las diversas capas sociales. O más bien cómo es que no fluye del modo esperado. Que es justo lo que está sucediendo en España, no por tratarse de España específicamente, sino porque el modelo parte de una presunción errónea y perversa. De esas que se explican mal a sabiendas.
La doctrina ultraliberal al uso parte de la premisa de que el flujo de riqueza es descendente mediante un proceso que se ha denominado de diversas maneras pero que en definitiva supone la temeraria hipótesis de que el exceso de riqueza  se desborda, rezuma o gotea desde las capas altas de la sociedad hacia las bajas mediante un fenómeno de capilaridad descendente que hace que al final todos se vean beneficiados. Esa tesis, que se podría calificar inocentemente de buenista si proviniera de mentes menos lúcidas y maquiavélicas, adolece de un defecto fundamental consistente en que la sociedad no es un sistema físico permeable e isotrópico (es decir, en el que todas las propiedades se manifiestan y difunden igual en todas las direcciones), sino un sistema heterogéneo, no isotrópico y con tendencia a mantener (o incrementar) las desigualdades. La maléfica -que no utópica- idea que subyace a esa doctrina (es decir, que cuando ya se es suficientemente rico se dedica el excedente a generar riqueza en otras capas sociales inferiores) es tan manifiestamente falsa y cínica que no merecería mayor atención sino fuera porque forma parte de la doctrina oficial neocapitalista que gobierna este y otros países occidentales. Y que pretenden con ella un trágala a las clases populares que resulta, cuando menos, insultante.
Volviendo a las analogías familiares de las que tanto gusto, si en casa empieza a entrar un mayor flujo de dinero, no cabe duda de que la familia será más rica, pero si todo el incremento se lo apropia el pater familias y lo dedica  a sus cosas y no a la manutención de la economía doméstica, la realidad es que los miembros de la unidad familiar no sólo no serán más ricos, sino que serán comparativamente más pobres en relación con el cabeza de familia y con el conjunto familiar global. Es decir, se incrementarán las desigualdades entre los miembros más ricos y más pobres de la familia. Pero a los ojos del banco que lleva las cuentas de la casa, no cabrá duda de que la familia en su conjunto dispone de más dinero y es más rica. Y por lo tanto, los pobres de la familia serán relativamente más pobres. Que es justo lo que está ocurriendo en estos momentos en todo el bloque occidental, y de forma mucho más acusada en los países que han vivido de forma más intensa la crisis sistémica de este modelo de capitalismo.
El error fundamental del modelo del desbordamiento de la riqueza se puede ilustrar muy bien con la conocida imagen de la pirámide de copas de champán. Según la doctrina oficialista, cuando la riqueza fluye lo hace en primer lugar en las capas altas de la pirámide: las copas del vértice  son las primeras en llenarse. Cuando se llena la primera fila de copas, se desborda y empieza a llenarse la segunda fila, más amplia. Y cuando ésta rebosa, empieza a llenarse la tercera, aún más amplia. Y así sucesivamente hasta que la riqueza llega hasta la base de la pirámide, amplísima y que incluye al grueso de la población.
Sin embargo, este argumento contiene dos crueles e interesadas falacias. La primera es que cuando la riqueza fluye de forma inconstante y lenta, las únicas que se llenan en un tiempo razonable son las copas del vértice. Las que quedan por debajo reciben un goteo casi inapreciable y sobre todo, no acumulativo, porque ese ligerísimo exceso de dinero debe usarse inmediatamente para saldar deudas y para adoptar medidas de consumo largamente pospuestas, como cambiar el coche que se cae a pedazos de lo viejo que es. De modo que cada capa receptora de riqueza agota los recursos que gotean mucho más rápidamente que el flujo que reciben. En definitiva, se depende de nuevo del crédito y el ahorro cae bajo mínimos (en España, en este momento la renta familiar disponible en forma de ahorro es del orden del 6%, una tasa el doble o triple de baja que antes de la crisis).
Algo así como el célebre delta del Okavango, el caudaloso río africano que se diluye en medio del desierto de Kalahari formando un delta que jamás llega al mar. De modo que las capas inferiores de la población jamás ven ni un ápice de esa supuesta nueva riqueza general, o tardan tanto tiempo en percibirla (un plazo mucho mayor que uno o dos ciclos electorales) que su disgusto va in crescendo de forma pareja al incremento de las desigualdades sociales. Y esa es la razón por la que sociólogos y economistas de raigambre humanista alertan de la nada despreciable posibilidad de graves disturbios sociales a largo plazo, a medida que nos internamos cada vez más en un modelo de sociedad nacida del ultraliberalismo económico y que consagra la desigualdad brutal entre las clases sociales como motor del sistema.
Pero aún resulta mucho más grave otro error del modelo de la pirámide de copas de champán y que tiene mucho que ver con que los sistemas sociales son no lineales y están sujetos a formas de conducta individual no previstas en las (así llamadas) leyes económicas. En concreto, no se tiene en cuenta el egoísmo, la codicia y el acaparamiento que deriva de ellos. Como si fuera un dogma evidente que cuando uno ya es suficientemente rico se ha de dedicar por las buenas a generar más riqueza para los demás, en vez de hacer lo que vemos día a día: especular financieramente con su riqueza, para generar más riqueza individual y ahondar en las desigualdades de clase, aunque el dinero le salga por todos los orificios del cuerpo y ya no sepa qué hacer con él. Y es que el modelo económico ultraliberal es sumamente asimétrico y los (anti)valores ultraliberales favorecen el incremento de esas asimetrías.
En ese sentido, el ejemplo de la pirámide de copas de champán deviene grotesco, porque lo que sucede en realidad es que a medida que se llenan las copas del vértice, no gotea nada (o casi nada) hacia los niveles inferiores, sino que se cambian las copas superiores por otros recipientes de mayor capacidad. Al final tenemos una pirámide extrañamente deforme y monstruosa, con unos niveles superiores formados por enormes jarras cerveceras tipo oktoberfest  que se apoyan sobre niveles inferiores  de copas progresivamente más pequeñas, hasta llegar a una base enorme de pequeños vasos de chupito que deben resistir todo el peso de la estructura que tienen encima, sin recibir casi nada más que las salpicaduras de riqueza procedentes del jolgorio de arriba.
Con un defecto añadido: así como la pirámide de copas tradicional es estable por sí misma y distribuye el champán (la riqueza) de forma homogénea, el engendro real es sumamente inestable y tiende a colapsar porque el peso de la riqueza se concentra en los niveles superiores, de modo que al final los inferiores no pueden resistir la carga impuesta sobre sus hombros. Algo que cualquier mediocre arquitecto sabe de primeras: un edificio cabezón tendrá tendencia a venirse abajo con suma facilidad. Es entonces cuando los gobiernos aparecen con las temibles medidas estructurales, que nunca consisten en abrir nuevas vías de desagüe desde los niveles superiores a los inferiores (es decir, en redistribuir la riqueza), sino en apuntalar todo el conjunto con medidas que refuerzan a las capas superiores, pero benefician escasamente a las inferiores, del mismo modo que un tirante sirve para evitar que los pisos altos de un edificio se derrumben, pero no resulta de ningún apoyo para los de la planta baja. Eso sí, los gastos se pagan entre todos los propietarios con independencia del piso en que habiten.
Se conforman así las llamadas “medidas estructurales” como meros soportes de refuerzo del statu quo vigente, pero no como auténticas medidas de remodelación del sistema económico, que persigue ante todo su perpetuación mientras la estructura original aguante. Para cuando reviente, los dueños de los áticos ya habrán emigrado a otro sitio mejor. Las ruinas las repartiremos entre la mayoría empobrecida.
Eso es lo que no nos dicen ni De Guindos ni su jefe Rajoy. Cegados por su datos macroecónomicos y confundidos por la visión de una riqueza que sólo a ellos les concierne, siguen impertérritos pidiendo cínicamente el voto para proseguir con el desmantelamiento del Estado del Bienestar tal como lo conocimos hasta ayer mismo, arguyendo una mejora de la economía que sólo lo es para unos pocos. En concreto, para el veinte por ciento de la población que concentra el ochenta por ciento del PIB. Para ellos, la economía va bien, porque ellos y sus amigos están en la parte superior de la pirámide, la que con andamiajes y refuerzos está acumulando más riqueza, si cabe, que antes de la crisis. Sólo para ellos, España va bien.

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