jueves, 21 de agosto de 2014

Meteorología veraniega

En la entrada anterior mencionaba los sistemas complejos y dinámicos. Hoy, ya cerca del final del verano “vacacional” (que no astronómico), tengo unas enormes ganas de regodearme con las afirmaciones arriesgadísimas que hacen meteorólogos aficionados y profesionales en lo que se refiere a las predicciones estacionales. Y todo eso no para ciscarme en los probos “meteos”, que intentan luchar contra el caos determinista con herramientas imposibles, sino para hacer una traslación de las conclusiones al mundo económico, mucho menos determinista, mucho menos modelizable matemáticamente, mucho más sometido a procesos caóticos. Y por tanto, con mucha más incertidumbre que el clima, aunque nos quieran hacer creer lo contrario.

En el año 2013, la meteorología francesa predijo un verano sin verano, y se equivocó de cabo a rabo. Este 2014, y a las hemerotecas de abril y mayo me remito, todos los medios se hicieron eco de que este año sería más caluroso y seco que el promedio. Y la han pifiado, estrepitosamente, de nuevo. Porque este verano está resultando nuboso, fresco y muy lluvioso en toda la costa mediterránea. Tanto, que los lugareños se remiten al año 2002, que fue el anterior año sin verano de verdad, para efectuar las comparaciones oportunas.

Se preguntará el lector si es que los meteorólogos son unos paletos indocumentados, pero no. La mayoría de ellos son físicos con un profundo conocimiento científico. Lo que sucede es que trabajan en un área donde la incertidumbre es muy elevada, y mucho más a lo largo de la flecha del tiempo. Es decir, que cuanto más alejada en el tiempo es la predicción meteorológica, mucha menos confianza (en el sentido matemático del término) tiene. Hasta el punto de que las predicciones estacionales son tan poco fiables que sería prácticamente lo mismo pronosticar el tiempo a dos o tres meses vista tirando una moneda al aire.
 
El lector poco versado en ciencia podrá pensar que ello se debe a que no existe un modelo matemático preciso que describa el comportamiento atmosférico. Nada más lejos de la verdad. La mecánica y la dinámica de fluidos son bien conocidas desde hace muchos años, y las ecuaciones de un sistema de fluidos en movimiento están perfectamente determinadas desde que los científicos aún andaban con levita.

El problema es que se trata de ecuaciones diferenciales no lineales, que en general no tiene más solución que la aproximativa, y aún así. Y en este contexto, aproximativa quiere decir que hay que omitir decenas y decenas de variables y parámetros para que dichas ecuaciones sean mínimamente manejables. Para entendernos y simplificando mucho, en su versión bruta, las ecuaciones que describen el comportamiento atmosférico necesitarían de la potencia de cálculo de un ordenador inconcebiblemente enorme, del tamaño del sistema solar, y de un tiempo de cálculo seguramente superior a la edad del universo conocido. Sólo para obtener un grado de aproximación predictiva unos cuantos puntos mejor que el actual.

Si alguien cree que entonces es sólo cuestión de tiempo alcanzar un nivel tecnológico que nos facilite tanta potencia de cálculo y nos permita hacer predicciones meteorológicas estacionales más rigurosas, anda del todo punto equivocado. Como todo sistema complejo, el tiempo atmosférico es muy sensible a las condiciones iniciales. Eso quiere decir que una variación mínima, casi inapreciable, en las variables al principio del cálculo, se traduce en que los caminos posibles van divergiendo muchísimo en el tiempo. Los resultados se separan mucho al cabo de unos pocos días, no digamos ya transcurridas semanas o meses.

Para entendernos, dadas unas condiciones iniciales de temperatura, presión, humedad y dirección e intensidad del viento, una variación de la temperatura de una décima de grado, o de un milipascal de presión, o de la décima parte del uno por ciento de la humedad relativa, o de un segundo de arco en la dirección del viento, o todas ellas combinadas, dan lugar a dos modelos que evolucionan separadamente y que dan resultados tremendamente distintos al cabo de un tiempo de evolución de los cálculos matemáticos.

Para evitar estas situaciones, deberíamos conocer, con total y absoluta precisión, todas las variables involucradas y sus parámetros en el momento de inicio del cálculo. Pero se da la triste circunstancia de que dicho conocimiento exacto, infinitamente preciso, no sólo es inviable técnicamente, sino totalmente imposible, por una razón bastante parecida a la del principio de incertidumbre que opera en mecánica cuántica y que nos obliga a trabajar solamente en condiciones probabilistas. El problema que se suscita en meteorología es que la probabilidad de cualquier predicción estacional es tan baja que entra dentro del margen de error. Dicho de otra manera, el margen de error es tan grande, que la confianza matemática en la predicción estacional es casi nula, irrelevante.

Esto es lo que en matemáticas y física sucede en los sistemas caóticos deterministas, donde el concepto de caótico no tiene nada que ver con el concepto vulgar y mundano del caos. Caos, en terminología científica, no se refiere a desorden sino a sistemas deterministas (es decir, que pueden ser modelizados matemáticamente y cuyas soluciones podrían ser en principio obtenidas) pero muy sensibles a las condiciones iniciales. Tanto, que una variación de una milésima en uno de los datos que introducimos en las ecuaciones, puede dar resultados anormalmente distintos al cabo de unas cuantas iteraciones del sistema. (iterar no es más que introducir el resultado de un cálculo en la misma ecuación para obtener un nuevo resultado. Esa es la base de las predicciones meteorológicas).

Los sistemas caóticos son fascinantes y da la casualidad de que muchas de las cosas que vemos en la naturaleza (si no la mayoría) se rigen por un caos determinista. Caos que en ocasiones confluye en lo que técnicamente es lo más parecido a un punto de convergencia pero sin llegar a serlo nunca, denominado “atractor extraño”. Algo parecido a un punto de equilibrio pero sin que sea eso realmente, sino una especie de zona a cuyo alrededor pululan los resultados de las iteraciones que efectuamos. Por eso es virtualmente imposible llegar a “dominar” el clima, ni siquiera a predecirlo exactamente. Como tampoco se puede predecir exactamente la dinámica de poblaciones, ni la evolución de las especies. Ni siquiera el tan cacareado cambio climático.

Esa imposibilidad predictiva propia del modelo es mucho más acusada en la presunta ciencia económica, que como toda persona medianamente cultivada sabe, ni es ciencia, ni es capaz de predecir nada por exactamente los mismos motivos que la meteorología, pero mucho más graves. Por la sencilla razón de que mientras la “meteo” es una disciplina científica rigurosa, una rama consolidada de la física, pero afectada por un grado de complejidad extraordinario, la economía no es más que un conjunto de modelos matemáticos creados “ad hoc”, sin ninguna conexión con el mundo real. Son simplemente teorizaciones sin ningún contraste experimental (porque no pueden ser puestas a prueba previamente) ni ningún rigor científico, en el sentido en el que las ciencias “duras” aplican al concepto de rigor. Con un problema añadido, que afecta por igual a todas las autodenominadas “ciencias sociales”. Y es que el comportamiento humano sólo podría ser mínimamente modelizable si la conducta de los individuos, las sociedades y los estados fuera estrictamente racional, que no lo es nunca. Y ese plus de irracionalidad colectiva impide total y absolutamente cualquier modelización matemática del comportamiento de las sociedades. Y por supuesto, de los mercados.

En resumen, los económicos son modelos hipersimplificados ideados por señores con corbata que ocupan cátedra en alguna universidad prestigiosa y que, a lo sumo, acaban causando una catástrofe financiera cada pocos años, como es bien sabido. No deja de ser curioso que la mayoría de los premios Nobel de economía están implicados en los más sonados hundimientos de instituciones financieras norteamericanas de los últimos treinta años. Por algo será.

Sin embargo, esta sociedad moderna, cada vez más tecnológica pero menos crítica, ha encumbrado a los economistas a las posiciones clave de universidades, gobiernos, instituciones financieras y grandes empresas, sin siquiera ser conscientes de que convendría cuestionarse, a la vista de los resultados a largo plazo, si su “ciencia” no es como la del mal médico que acaba matando al paciente.

La economía ha venido al fin a ser como a homeopatía. Una disciplina carente de toda base científica, no verificable mediante ningún experimento, y que cuando se somete a tests adecuadamente asépticos, muestra que todo su potencial se basa en el efecto placebo, que no debe minusvalorarse nunca, porque sí que funciona. Sin embargo, que funcione el placebo no quiere decir, ni de lejos, que funcione la homeopatía. Funcionaría igual cualquier procedimiento sugestivo lo suficientemente potente y duradero como para influir de forma positiva y prolongada en el paciente.

No obstante, pese a que toda la comunidad científica y médica conviene en que la homeopatía es totalmente inviable como disciplina científica y que por tanto es un fraude pseudocientífico (igual que la astrología, el psicoanálisis y otras artes similares); lo cierto es que la sociedad ha sucumbido totalmente a sus seductoras promesas, de modo que las autoridades sanitarias permiten su venta en las farmacias. Para un autoestopista galáctico sería cuando menos chocante encontrar que el mismo comercio que dispensa medicamentos con recetas controladísimas despache pesudofármacos con la bendición del ministerio de sanidad. Para morirse de risa, viendo como se forran unos cuantos a base de agua aromatizada en bonitos envases que los crédulos pacientes pagan a precio de oro. Porque una cosa es absolutamente necesaria para que el negocio funcione: el efecto placebo sólo funciona mientras el paciente está convencido. Mientras es un creyente, porque cuando deja de serlo, la misma homeopatía que tan bien le iba deja de hacerle efecto instantáneamente.

Si alguien duda de mis palabras, que pruebe a hacer lo que hizo un buen amigo mío con su esposa, fanática de los procedimientos “naturales”. Una buena noche asaltó el botiquín donde atesoraba los innumerables recipientes de homeopatía y sustituyó su contenido por agüita mineral con un lejanísimo aroma a coñac. Para su regocijo, la homeopatía siguió funcionando a las mil maravillas con ella, con sus hijas y sus amigas. Ansiedad, depresión, estrés, dolor premenstrual. Todo lo seguía curando aquella agua que por no ser no era ni bendita.

Pues lo mismo sucede con la economía. Elevada, como la homeopatía, al altar de lo canónico pese a ser una pseudociencia no falsable (como estableció el filósofo de la ciencia Popper en sus criterios para distinguir la ciencia de lo que no lo es), domina nuestras vidas desde los más altos púlpitos, empezando por Harvard, Yale y la London School of Economics. Y sin embargo, su conocimiento real está tan atrasado y es tan irrelevante como lo era el de la medicina medieval, mucho antes de los tiempos de la higiene, las vacunas y los antibióticos. Con la diferencia de que estos individuos ganan sumas astronómicas por sus erróneos modelos y predicciones sin penalización alguna por sus floridos fracasos.

En estos días, tras tantos años  de “este es el modelo a seguir para salir de la crisis” que se revelan peligrosamente inexactos, y en los que las economías motrices de la URE se están estancando de nuevo pese a tanto dogma neoliberal, no está de más recordar aquella frase tan celtibérica y casposa, pero tan acertada en el contexto: los experimentos en casa y con gaseosa.


No sea que nos explote el invento.

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