viernes, 15 de agosto de 2014

Verano frío, otoño caliente

Que el otoño va a ser caliente  es un tópico que se repite año tras año desde que se instauró la crisis entre nosotros. Como esos parientes gorrones que llegan un buen día y no encontramos el momento para lograr que se marchen, y cuando nos damos cuenta se han convertido en un miembro (indeseado) más de la familia. Mi consejo, que repite el de mucha gente sabia, es el de aprovechar estos días de descanso para desconectar del diario y la televisión, agudizar nuestro sentido crítico y escéptico ante todas las noticias -especialmente las de carácter político- y sostener el firme propósito de hacer oídos sordos a la enorme cantidad de estupideces que se dirán a partir del primero de septiembre. Estupideces que se podrán repartir de forma bastante equitativa entre todos los miembros de la casta política, pero con un protagonismo acentuado de esas lumbreras del PP, los que no quieren que se celebre la consulta catalana; y los maquiavélicos de CiU que sí la quieren pero a condición de no ganarla bajo ningún concepto.

Por cierto, maledicentes hay que dicen que el suicidio político de Pujol es una de las maneras con las que CiU intenta desactivar el proceso soberanista desde sus propias entrañas. A mí me suena a argumento de novela de John Le Carré, pero hay que reconocer que cosas más audaces se han visto en los últimos años como para mantener simultáneamente tanto un sano escepticismo ante este tipo de rumores, y al mismo tiempo tener la mente suficientemente abierta a la amplitud de las perversas posibilidades –siquiera remotas- que se dan en el devenir político de un país. Como dije en otra entrada, sólo la perspectiva histórica nos dará el marco de referencia adecuado para juzgar lo que sucede en estos días.

Ahora bien, antes de bajar la persiana temporalmente voy a cerciorarme de dejar bien clara no ya mi postura a favor de la independencia de Cataluña, que es de sobras patente, sino las razones, todas ellas racionales, sólidas y fáciles de poner a prueba, que me impulsan a adoptar esa posición. Lejos de mi las estupideces viscerales de uno y otro bando, que apelan a las gónadas más que a la mente; o que procuran estimular únicamente la amígdala cerebral (ese lugar donde anidan nuestras pulsiones y emociones más primarias) en vez de alimentar los circuitos del neocórtex, ese prodigio evolutivo con el que la naturaleza dotó a los seres humanos, incluso a los políticos y los economistas, aunque también es harto sabido que ambas categorías de humanos no lo usan prácticamente para nada.

Yo no soy, en absoluto, un independentista emocional. Lo he dicho en infinidad de ocasiones. Mi independentismo se ha forjado tras muchos años de analizar el desempeño de muchas naciones, y llegar a la conclusión de que los estados grandes sólo se pueden gobernar desde la sistematización del cinismo, la demagogia, la mentira y la explotación. Y que son muy vulnerables a todo tipo de eventos inesperados. Sorprendentemente, me descubrí como inadvertido seguidor de la escuela antifragilista, esa corriente que empieza por enseñarnos que somos estúpidos porque pensamos casi siempre de forma irracional, que nos guiamos casi sistemáticamente por nuestras emociones incluso sin saberlo (o sabiéndolo y racionalizando en exceso) y que nos enseña dónde encontrar los puntos de apalancamiento que no sólo nos impiden ser frágiles, sino que nos hacen mucho más que solamente robustos. Un sistema antifrágil es aquel que no sólo no resulta perjudicado ante agentes de estrés externo (como agresiones de cualquier tipo), sino que la repetición de esas agresiones acaban por reforzarlo. Antifrágil es todo aquello que sale reforzado de situaciones de crisis, de incertidumbre, de volatilidad, de adversidad. Lo que se rompe ante la adversidad es frágil; lo que no se inmuta es robusto. Lo que se fortalece gracias a la adversidad es mucho más que robusto, es antifrágil.

Y lo primero que uno aprende sobre los sistemas frágiles es que sus paradigmas son tanto determinados estados nacionales como muchas estructuras económicas.  La fragilidad tiene una serie de características que se repiten de forma sistemática. Y algunas de sus características son bastante contraintuitivas. La menos comprendida de estas características negativas tiene que ver con el tamaño, y muchas de las demás se derivan de unas ineficaces dimensiones de los sistemas a los que fragilizan.

El tamaño grande da mucha fuerza, mucho poderío, pero sólo a un nivel teórico, lineal. Pero las estructuras vivas –y las sociales forman parte de esa categoría- no son lineales. Sometidos a ciertos niveles de estrés, los grandes sistemas se demuestran muy frágiles ante los fenómenos extremos, los conocidos cisnes negros. Tenemos una gran tendencia a pensar en términos de simetría y linealidad, pero la realidad no es así, ni mucho menos. El mundo es asimétrico, y las cosas que suceden son no lineales, desde el clima hasta la dinámica de poblaciones. Por ello una de las ramas más importantes de la física y de las matemáticas contemporáneas se centra en el estudio de los sistemas dinámicos complejos. Por cierto, no está de más señalar que la medalla Fields, que es el equivalente al premio Nobel de la ciencia matemática (pero mucho más serio y selectivo: sólo se otorga cada cuatro años), ha ido este año, entre otros galardonados, a un investigador de los sistemas dinámicos complejos.

Los sistemas de gran tamaño provocan una gran atracción a los humanos por la sensación de fuerza y de invencibilidad que transmiten. Pero es una sensación muy engañosa. Casi todos los sistemas colosales (y sobre todo los artificiales) son extraordinariamente vulnerables. A un nivel puramente biológico, no está de más recordar que si hoy en día estamos aquí peleándonos por un referéndum sobre la independencia, se debe sobre todo a que los sistemas biológicos más grandes y poderosos de la historia natural de la Tierra, los dinosaurios, se extinguieron masivamente por un acontecimiento singular (un cisne negro) que sucedió hace 65 millones de años. Acontecimiento que dejó vía libre a la expansión de unos animales pequeñísimos por aquel entonces, y que debido a su escaso tamaño, a su adaptabilidad y flexibilidad, se hicieron con todos los nichos disponibles.  Eran los mamíferos, y así hasta hoy en día.

Tampoco está de más recordar, que de las seis o siete grandes extinciones de especies que ha padecido la Tierra, la característica común a  todas ellas fue la escasa afectación que sufrieron los organismos que en términos de biomasa, son los más numerosos de todos: los microbios. Small is powerful, que diríamos. Llevado al plano del desarrollo social, deberíamos recordar que ninguno de las grandes imperios de la antigüedad ha sobrevivido a su propio éxito, y no precisamente por ser derrotado por otro imperio mayor. Más bien el contrario. Fueron hordas de bárbaros desorganizados los que hicieron caer a Roma. Y fueron hordas de vietnamitas desarrapados los que pusieron en jaque al imperio yanqui, demostrando una vez más que lo grande y potente no es garantía de victoria, ni mucho menos.

Vivimos ridículamente atenazados por el símil deportivo, donde la fuerza, la potencia y el número (de practicantes) hace a un país victorioso. Pero obviamos que el deporte es una actividad sumamente reglada, jerarquizada y, en resumen, domada. En el deporte todo es simétrico y lineal, previsible. Pero el desempeño histórico de las sociedades no está determinado previamente por unas reglas como las deportivas. Justamente a la inversa. Y no está de más señalar que cuando se intenta ajustar  una sociedad a unas reglas estrictas y arbitrarias (sea por la vía de una dictadura, sea por la de la presunta invariabilidad de las leyes fundamentales), en realidad se está intentando domar lo indomable, que es el discurrir de la vida en cualquiera de sus manifestaciones. Algo condenado al fracaso más pronto que tarde.

Lo grande es frágil, lo pequeño suele ser antifrágil. Lo grande tiende a la rigidez, lo pequeño es flexible. La grande tiene mucha inercia, lo pequeño es capaz de cambios súbitos.  Lo grande se esclerotiza en extremo; lo pequeño se adapta a los entornos cambiantes. Lo grande crece hasta dimensiones inmanejables y luego estalla en pedazos menores o se extingue. Lo pequeño no crece, se diversifica. Lo grande es pesado y lento; lo pequeño es ligero y rápido.

Grandes compañías como IBM o ITT en su momento álgido en los años setenta vieron como su excesivo tamaño las perjudicaba y las hacía ser mucho menos competitivas que la multitud de compañías pequeñas y dinámicas que surgieron al calor del primer boom tecnológico. La solución al inminente colapso fue en ambos casos el troceamiento en entidades más pequeñas y  la diversificación y especialización en nichos concretos. Parece que treinta años después, el ejemplo no sirvió de mucho y se vuelve al gigantismo empresarial que tan malos resultados ha dado en el pasado. Y en todo caso, frente  al enorme aparato burocrático de los sistemas de grandes dimensiones, que los hace ineficientes, existen sistemas en red, modularizados, que son mucho más efectivos en sus tareas. De hecho, el concepto de internet sólo puede funcionar así. Como una red enorme de  muchísimos pequeños nodos interconectados. Internet no es grande por si misma, como si fuera una organización jerárquica. Internet es grande por la suma de muchos elementos pequeños independientes.

Con los países sucede lo mismo. Existen ya muchos estudios que demuestran que los países más eficientes –en absolutamente todos los sentidos- dentro del entorno OCDE son los más pequeños: Suiza, Holanda, Noruega, Dinamarca, etc. Los países grandes aportan mucho PIB, mucha potencia en bruto, pero su gestión es infinitamente peor y en el fondo requieren de sistemas tremendamente jerarquizados y reglamentados en extremo. Los grandes países de la OCDE se llevan mal con la diversidad en su interior, abrumados por la necesidad de crear un marco uniforme para todos sus grupos sociales que a la postre generan insatisfacción generalizada. O bien requieren de un concepto absolutamente jacobino y centralista de la sociedad muy al estilo francés, que casa bien con una idea bastante trasnochada de la grandeza, pero además muy necesitada de una cohesión interna forzada por la vía del extremismo chauvinista (como el frente Nacional de Le Pen). Y por tanto muy expuesta a la fragilidad a largo plazo.

Nassim Taleb pone como ejemplo de fragilidad a los grandes estados-nación, frente a la antifragilidad, harto demostrada históricamente, de las ciudades-estado. Si nuestra cultura occidental se derrumba, la caída y la fragmentación afectará en primer lugar (y mucho más dura), a los grandes estados cuasi imperiales, como USA y los demás del G-7. Algo que resulta casi una obviedad, salvo que se sea tan estúpido como para creer en la perdurabilidad de las construcciones humanas. En la España “eterna”, por poner un ejemplo.

Un ejemplo, España, de un estado históricamente ineficiente, frágil pese a su dureza y a su aparente unidad e indisolubilidad. Un estado basado en la inexplicable premisa de “mejor juntos”, que no se justifica histórica ni socialmente y que apela sólo al tamaño y al PIB como indicadores de salud y bienestar sociales (!!!), a costa del enfrentamiento entre sus componentes regionales. Por eso soy independentista: “Small is powerful”

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