Que el otoño va a ser caliente es un tópico que se repite año tras año desde
que se instauró la crisis entre nosotros. Como esos parientes gorrones que
llegan un buen día y no encontramos el momento para lograr que se marchen, y cuando
nos damos cuenta se han convertido en un miembro (indeseado) más de la familia.
Mi consejo, que repite el de mucha gente sabia, es el de aprovechar estos días
de descanso para desconectar del diario y la televisión, agudizar nuestro
sentido crítico y escéptico ante todas las noticias -especialmente las de
carácter político- y sostener el firme propósito de hacer oídos sordos a la
enorme cantidad de estupideces que se dirán a partir del primero de septiembre.
Estupideces que se podrán repartir de forma bastante equitativa entre todos los
miembros de la casta política, pero con un protagonismo acentuado de esas
lumbreras del PP, los que no quieren que se celebre la consulta catalana; y los
maquiavélicos de CiU que sí la quieren pero a condición de no ganarla bajo
ningún concepto.
Por cierto, maledicentes hay que
dicen que el suicidio político de Pujol es una de las maneras con las que CiU
intenta desactivar el proceso soberanista desde sus propias entrañas. A mí me
suena a argumento de novela de John Le Carré, pero hay que reconocer que cosas
más audaces se han visto en los últimos años como para mantener simultáneamente
tanto un sano escepticismo ante este tipo de rumores, y al mismo tiempo tener la
mente suficientemente abierta a la amplitud de las perversas posibilidades
–siquiera remotas- que se dan en el devenir político de un país. Como dije en
otra entrada, sólo la perspectiva histórica nos dará el marco de referencia
adecuado para juzgar lo que sucede en estos días.
Ahora bien, antes de bajar la persiana
temporalmente voy a cerciorarme de dejar bien clara no ya mi postura a favor de
la independencia de Cataluña, que es de sobras patente, sino las razones, todas
ellas racionales, sólidas y fáciles de poner a prueba, que me impulsan a
adoptar esa posición. Lejos de mi las estupideces viscerales de uno y otro
bando, que apelan a las gónadas más que a la mente; o que procuran estimular
únicamente la amígdala cerebral (ese lugar donde anidan nuestras pulsiones y
emociones más primarias) en vez de alimentar los circuitos del neocórtex, ese
prodigio evolutivo con el que la naturaleza dotó a los seres humanos, incluso a
los políticos y los economistas, aunque también es harto sabido que ambas
categorías de humanos no lo usan prácticamente para nada.
Yo no soy, en absoluto, un
independentista emocional. Lo he dicho en infinidad de ocasiones. Mi
independentismo se ha forjado tras muchos años de analizar el desempeño de
muchas naciones, y llegar a la conclusión de que los estados grandes sólo se
pueden gobernar desde la sistematización del cinismo, la demagogia, la mentira y la explotación.
Y que son muy vulnerables a todo tipo de eventos inesperados.
Sorprendentemente, me descubrí como inadvertido seguidor de la escuela
antifragilista, esa corriente que empieza por enseñarnos que somos estúpidos
porque pensamos casi siempre de forma irracional, que nos guiamos casi
sistemáticamente por nuestras emociones incluso sin saberlo (o sabiéndolo y
racionalizando en exceso) y que nos enseña dónde encontrar los puntos de
apalancamiento que no sólo nos impiden ser frágiles, sino que nos hacen mucho más
que solamente robustos. Un sistema antifrágil es aquel que no sólo no resulta
perjudicado ante agentes de estrés externo (como agresiones de cualquier tipo),
sino que la repetición de esas agresiones acaban por reforzarlo. Antifrágil es
todo aquello que sale reforzado de situaciones de crisis, de incertidumbre, de
volatilidad, de adversidad. Lo que se rompe ante la adversidad es frágil; lo
que no se inmuta es robusto. Lo que se fortalece gracias a la adversidad es mucho
más que robusto, es antifrágil.
Y lo primero que uno aprende
sobre los sistemas frágiles es que sus paradigmas son tanto determinados
estados nacionales como muchas estructuras económicas. La fragilidad tiene una serie de
características que se repiten de forma sistemática. Y algunas de sus
características son bastante contraintuitivas. La menos comprendida de estas
características negativas tiene que ver con el tamaño, y muchas de las demás se
derivan de unas ineficaces dimensiones de los sistemas a los que fragilizan.
El tamaño grande da mucha fuerza,
mucho poderío, pero sólo a un nivel teórico, lineal. Pero las estructuras vivas
–y las sociales forman parte de esa categoría- no son lineales. Sometidos a
ciertos niveles de estrés, los grandes sistemas se demuestran muy frágiles ante
los fenómenos extremos, los conocidos cisnes negros. Tenemos una gran tendencia
a pensar en términos de simetría y linealidad, pero la realidad no es así, ni
mucho menos. El mundo es asimétrico, y las cosas que suceden son no lineales,
desde el clima hasta la dinámica de poblaciones. Por ello una de las ramas más
importantes de la física y de las matemáticas contemporáneas se centra en el
estudio de los sistemas dinámicos complejos. Por cierto, no está de más señalar
que la medalla Fields, que es el equivalente al premio Nobel de la ciencia matemática (pero mucho más serio y selectivo: sólo se otorga cada cuatro años), ha ido este año, entre otros galardonados, a
un investigador de los sistemas dinámicos complejos.
Los sistemas de gran tamaño
provocan una gran atracción a los humanos por la sensación de fuerza y de
invencibilidad que transmiten. Pero es una sensación muy engañosa. Casi todos
los sistemas colosales (y sobre todo los artificiales) son extraordinariamente
vulnerables. A un nivel puramente biológico, no está de más recordar que si hoy
en día estamos aquí peleándonos por un referéndum sobre la independencia, se
debe sobre todo a que los sistemas biológicos más grandes y poderosos de la
historia natural de la Tierra, los dinosaurios, se extinguieron masivamente por
un acontecimiento singular (un cisne negro) que sucedió hace 65 millones de
años. Acontecimiento que dejó vía libre a la expansión de unos animales
pequeñísimos por aquel entonces, y que debido a su escaso tamaño, a su adaptabilidad
y flexibilidad, se hicieron con todos los nichos disponibles. Eran los mamíferos, y así hasta hoy en día.
Tampoco está de más recordar, que
de las seis o siete grandes extinciones de especies que ha padecido la Tierra,
la característica común a todas ellas
fue la escasa afectación que sufrieron los organismos que en términos de biomasa,
son los más numerosos de todos: los microbios. Small is powerful, que diríamos. Llevado al plano del desarrollo
social, deberíamos recordar que ninguno de las grandes imperios de la antigüedad
ha sobrevivido a su propio éxito, y no precisamente por ser derrotado por otro
imperio mayor. Más bien el contrario. Fueron hordas de bárbaros desorganizados
los que hicieron caer a Roma. Y fueron hordas de vietnamitas desarrapados los
que pusieron en jaque al imperio yanqui, demostrando una vez más que lo grande
y potente no es garantía de victoria, ni mucho menos.
Vivimos ridículamente atenazados
por el símil deportivo, donde la fuerza, la potencia y el número (de
practicantes) hace a un país victorioso. Pero obviamos que el deporte es una
actividad sumamente reglada, jerarquizada y, en resumen, domada. En el deporte
todo es simétrico y lineal, previsible. Pero el desempeño histórico de las
sociedades no está determinado previamente por unas reglas como las deportivas.
Justamente a la inversa. Y no está de más señalar que cuando se intenta ajustar
una sociedad a unas reglas estrictas y
arbitrarias (sea por la vía de una dictadura, sea por la de la presunta
invariabilidad de las leyes fundamentales), en realidad se está intentando
domar lo indomable, que es el discurrir de la vida en cualquiera de sus
manifestaciones. Algo condenado al fracaso más pronto que tarde.
Lo grande es frágil, lo pequeño
suele ser antifrágil. Lo grande tiende a la rigidez, lo pequeño es flexible. La
grande tiene mucha inercia, lo pequeño es capaz de cambios súbitos. Lo grande se esclerotiza en extremo; lo
pequeño se adapta a los entornos cambiantes. Lo grande crece hasta dimensiones
inmanejables y luego estalla en pedazos menores o se extingue. Lo pequeño no
crece, se diversifica. Lo grande es pesado y lento; lo pequeño es ligero y
rápido.
Grandes compañías como IBM o ITT
en su momento álgido en los años setenta vieron como su excesivo tamaño las
perjudicaba y las hacía ser mucho menos competitivas que la multitud de
compañías pequeñas y dinámicas que surgieron al calor del primer boom
tecnológico. La solución al inminente colapso fue en ambos casos el
troceamiento en entidades más pequeñas y
la diversificación y especialización en nichos concretos. Parece que
treinta años después, el ejemplo no sirvió de mucho y se vuelve al gigantismo
empresarial que tan malos resultados ha dado en el pasado. Y en todo caso,
frente al enorme aparato burocrático de
los sistemas de grandes dimensiones, que los hace ineficientes, existen
sistemas en red, modularizados, que son mucho más efectivos en sus tareas. De
hecho, el concepto de internet sólo puede funcionar así. Como una red enorme
de muchísimos pequeños nodos
interconectados. Internet no es grande por si misma, como si fuera una
organización jerárquica. Internet es grande por la suma de muchos elementos
pequeños independientes.
Con los países sucede lo mismo.
Existen ya muchos estudios que demuestran que los países más eficientes –en
absolutamente todos los sentidos- dentro del entorno OCDE son los más pequeños:
Suiza, Holanda, Noruega, Dinamarca, etc. Los países grandes aportan mucho PIB,
mucha potencia en bruto, pero su gestión es infinitamente peor y en el fondo
requieren de sistemas tremendamente jerarquizados y reglamentados en extremo.
Los grandes países de la OCDE se llevan mal con la diversidad en su interior,
abrumados por la necesidad de crear un marco uniforme para todos sus grupos
sociales que a la postre generan insatisfacción generalizada. O bien requieren
de un concepto absolutamente jacobino y centralista de la sociedad muy al
estilo francés, que casa bien con una idea bastante trasnochada de la grandeza,
pero además muy necesitada de una cohesión interna forzada por la vía del
extremismo chauvinista (como el frente Nacional de Le Pen). Y por tanto muy
expuesta a la fragilidad a largo plazo.
Nassim Taleb pone como ejemplo de
fragilidad a los grandes estados-nación, frente a la antifragilidad, harto
demostrada históricamente, de las ciudades-estado. Si nuestra cultura
occidental se derrumba, la caída y la fragmentación afectará en primer lugar (y
mucho más dura), a los grandes estados cuasi imperiales, como USA y los demás
del G-7. Algo que resulta casi una obviedad, salvo que se sea tan estúpido como
para creer en la perdurabilidad de las construcciones humanas. En la España
“eterna”, por poner un ejemplo.
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