jueves, 7 de agosto de 2014

El ocaso de Pujol

Mucho se ha escrito estas últimas semanas sobre el caso Pujol y sus consecuencias. Cuanto más leo, más me reafirmo en mi nada original convicción –pues me han precedido en ella muchos ilustres pensadores- de que todo lo que se publica en la prensa contiene grandes dosis de estupidez,  de mentira, de especulación o de incompletitud. O de todas esas cosas a la vez. Vivimos en una época en la que el exceso de información es pernicioso, porque cada vez hay más ruido mediático, pero menos señal. Algo que los ingenieros conocen muy bien y que puede echar al traste cualquier intento de obtener una información veraz y útil.

El problema de la señal y el ruido es un problema aparentemente reservado a las ciencias aplicadas, pero que es de plena aplicación al periodismo, hasta el punto de que muchos intelectuales críticos (y bastante disidentes) opinan que lo mejor es no leer la prensa (que contiene mucho ruido enmascarando la señal), y limitarse a los teletipos de las agencias, que simplemente facilitan datos informativos de forma aséptica (que contienen sólo señal). Aún más en los tiempos que corren, en los que los medios de comunicación, especialmente los escritos, nunca sirven a la verdad, sino a los intereses de los grupos dominantes que controlan sus consejos de administración. Por lo que en la mayoría de los casos son mero vehículo de bulos interesados o de revisiones torticeras de los hechos, acordes con la finalidad no de informar, sino de deformar la mente y la opinión del lector.

Me refiero al lector fiel, al que está predispuesto a creerse a pies juntillas el último editorial de su diario favorito y sus titulares de primera página, por más inverosímiles o carentes de pruebas sean; y no al crítico que trata de contrastar los datos entre varias fuentes –preferiblemente contrarias-  antes de formarse una opinión, y aún así se mantiene sanamente escéptico, que es una forma de mantener la cordura, especialmente en asuntos políticos. El lector crítico debe ser consciente de que el periodismo ilumina con una linterna de haz estrecho, y apunta su foco sólo a los puntos que le conviene, dejando en una interesada penumbra todo lo demás. En ese sentido les pasa como al borracho que ha perdido las llaves y las busca bajo el cono de luz de la farola a la que se aferra, incapaz de asumir que posiblemente se encuentren más allá, en la zona oscura. Sólo que los periodistas no están borrachos. Son muy conscientes de la farola a la que se agarran.

Todo esto viene a cuento del caso Pujol y de las tonterías que han dicho –a montones- todos los medios que esta vez, por extraño que parezca, han rebasado a toda máquina a sus patrones políticos, que guardan un comedido silencio en general, que igual se debe al acojone general que ha provocado el harakiri del Molt Honorable, sabedores como son de que en este país hay dosieres de todas y cada una de las figuras públicas relevantes. Dosieres con los que se chantajean y extorsionan de forma habitual personajes de uno y otro signo, en un precario equilibrio de poder semejante al de la época de la guerra fría, eso que llamaron la “disuasión mutua”. Una disuasión que de tanto en tanto se cobra alguna pieza cuando las costuras del sistema están a punto de reventar. En resumen, que los políticos guardan una sospechosa cautela en este tema, mientras que los periodistas la están liando parda.

Porque está claro que si el caso Pujol  está supurando de mala manera no es por el avance de las investigaciones judiciales ni mucho menos, sino por filtraciones de informes policiales (y parapoliciales también) que a buen seguro llegaron a  ojos del patriarca del clan antes de que se hicieran públicas. Uno desearía pensar que eso se hizo con el buen fin de salvaguardar el honor y la virginidad de la democracia española, pero lamentablemente, y visto como se han desarrollado los acontecimientos, más bien creo que se trata de una operación de corte mucho más político que moral, y que si no se vislumbrara en el horizonte la consulta popular sobre la independencia de Cataluña, todo este asunto seguiría enterrado bajo montones de otros dosieres durante muchos años, hasta que fuera preciso utilizarlo. O no.

Ahora bien, entre todas las sandeces que se han dicho, hay que destacar dos que merecen una respuesta detallada. Y contundente. La primera de ellas relativa a la afectación del proceso soberanista, que me temo que era el objetivo primordial de todo este estallido. La segunda en cuanto a la descalificación total de la figura de Jordi Pujol como presidente de la Generalitat durante sus años de mandato. Y consecuentemente con las dos anteriores, la pretensión de anular los argumentos de las fuerzas catalanistas relativos al déficit fiscal catalán y la necesidad de un mejor trato financiero por parte del Estado.

Se puede decir más alto, pero no más claro: el señor Pujol, como la mayoría de la militancia de CiU, no ha sido nunca independentista. Ni lo es ahora, pese a todas las inflamadas soflamas que proclaman algunos de sus más conspicuos dirigentes. CiU se apuntó al carro del soberanismo arrastrada por el tirón de ERC y para evitar mayores males electorales, pero como dicen muchos, el señor Mas tienen un marrón de cuidado, porque encabeza un proyecto que seguramente desea que fracase, pero no tanto como para que le hunda a él y a su formación en un abismo electoral y representativo. La equivalencia que hacen muchos medios madrileños entre el proceso soberanista y CiU es tan interesada como falsa. Es confundir al agente (muchas veces involuntario) con el dirigente, es decir, con la auténtica fuente de un movimiento.

En 1932 fue reelegido el presidente de Alemania, Hindenburg. Eso fue el principio del fin de la república de Weimar, porque la fuerza emergente la constituía el NSDAP de Adolf Hitler. Hindenburg nombró canciller del Reich a Hitler y poco después, firmó la ley que concedía todos los poderes del estado a Hitler. Ahora bien, no podemos pasar por alto que Hindenburg (el agente) nunca fue nazi, sino un patriota conservador alemán. El dirigente de todo era Hitler, que actuó siempre a la sombra hasta que llegó su momento. En ese sentido, las similitudes son obvias y obedecen a un patrón repetido hasta el hartazgo en la historia de la humanidad: una fuerza dominante pero debilitada (CiU) que adopta los principios de otra fuerza emergente y cada vez más poderosa (ERC y su equivalente social ANC), para no perder el tren del poder, pero que acaba sucumbiendo y barrida del escenario.

Así que atacar el proceso soberanista en la figura de Jordi Pujol porque actualmente lo encabeza el presidente Mas, y por tanto CiU (muy a su pesar), es la demostración palpable de que el nacionalismo español (aún) no ha encontrado un punto lo suficientemente débil y comprometedor en ERC como para atacarla directamente. Seguramente con este  movimiento en el que Pujol se suicida, la gran triunfadora sea ERC, y lo único palpable en Madrid sea a la postre una pequeña demora en un proceso que se intensificará si ERC alcanza la presidencia de la Generalitat. Porque una cosa es tratar con el señor Mas, que en el fondo desea que le saboteen la independencia de Cataluña; y otra tener que debatir con ERC, que no está para hostias y tiene las manos libres por el momento. O sea que habrá que ver si el nacionalismo catalán aún se refuerza tras ese episodio. Quienes conocen a Rajoy insinúan que su actual silencio es tanto una manifestación más de su conocido hermetismo como una escenificación de que el presidente español no ve claros los réditos de un posible hundimiento de CiU en Cataluña. En resumen, al gobierno central le conviene que siga CiU, no que quede desbancada por una formación con propuestas mucho más radicales.

La segunda cuestión de enjundia es la descalificación de toda la obra de Pujol como consecuencia de su confesión. Argumento al que se ha sumado todo el mundo como si de una carrera por ver quien mostraba más desafección a su figura. Todo el trasunto es deleznable, pero del mismo modo que se debe censurar sin ambages la evasión fiscal cometida por miembros de su clan, con el consentimiento tácito –por acción u omisión- del patriarca; debe señalarse que gran parte de su obra política sigue siendo válida y tiene plena vigencia. No se puede menospreciar tampoco la contribución de CiU a la tan exigida estabilidad política de España en diversas legislaturas. La historia de la construcción democrática de Cataluña y de España no puede obviar ni borrar de un plumazo el aporte que ha hecho Pujol y su formación durante muchos años, y especialmente durante los de la primera transición.

Por más que al final se demuestre que Pujol haya sido un evasor fiscal, eso no empequeñece su figura como estadista, a lo sumo enturbia el conjunto de su figura pública. Del mismo modo que Messi, por un decir, no será peor futbolista ni su aportación a la historia del fenómeno futbolístico será menor si finalmente le meten un paquete por evasión de impuestos. Las cosas hay que ponerlas en perspectiva. Muchos grandes hombres han sido pésimos estadistas. En contrapunto, muchos grandes estadistas han sido figuras como mínimo controvertidas en otros planos. De no ser por un tipejo como Stalin, Rusia jamás hubiera sobrevivido al empuje nazi, por poner un ejemplo. China hubiera seguido siendo un imperio feudal de no haber existido Mao, que también fue el último responsable (como Pujol) de la existencia de la corrupta y vil “Banda de los Cuatro” encabezada por su mujer.

Más cercano es el caso de Giulio Andreotti, a quien nadie ha negado nunca  sus dotes de estadista de nivel mundial y su habilísima capacidad para hacer de Italia una potencia moderna tras la derrota del fascismo. Un personaje que sobrevoló la escena política italiana durante  cincuenta años y sobre el que hay más que sombras relativas a su ética personal. En Italia se ha dado siempre por descontado el vínculo de “Il Divo” con la mafia y con sonados casos de corrupción, e incluso con asesinatos políticos como el de Aldo Moro. Los italianos, mucho más pragmáticos que los “románticos” españoles, siempre han pasado de puntillas por estas embarazosas relaciones de Andreotti, nunca probadas pero que eran de dominio público.

Y esa necesaria desvinculación de la figura pública de la privada, por más censurable que sea esta última, es la tónica que el juicio de la historia reserva a todos los estadistas desde la época de Hammurabi, por un decir. Y en íntima conexión con esta cuestión está el mejunje mental que muchos medios han empezado a cocinar mezclando la actividad delictiva de los Pujol con el déficit fiscal de Cataluña, como si la inmundicia de una contaminara y desmintiera al otro. O sea, y en plata, como si al ser los Pujol unos defraudadores, el déficit fiscal catalán fuera un fraude. Y eso, que es una majadería de gran calibre, está siento usado de forma absolutamente indigna por quienes buscan créditos con los que desacreditar, no ya al proceso soberanista, sino al conjunto de las instituciones catalanas, que no son, ni de lejos, solamente los Pujol y su partido. Y eso resulta especialmente insultante porque catalanes somos muchos, y no todos militamos en las filas de CiU ni somos afines al señor Pujol, aunque algunos, como yo mismo, no desmerecemos algunos de sus logros políticos por más que a título personal repudiemos la delictiva forma de enriquecimiento familiar que ha facilitado el expresidente. Pues, en definitiva, la falta de honorabilidad de una persona en relación con determinados negocios nunca puede presuponer que todos los ámbitos de su vida sean deshonrosos y deban ser borrados de los anales.

A veces parece imperativo recurrir a símiles más sencillos, como el familiar, para desmentir las testarudas afirmaciones de determinados articulistas y tertulianos que demuestran tan poca templanza y reflexión que dan miedo. Si a mi familia, durante años y años, alguien le debe dinero y mi padre ha estado mucho tiempo reclamándolo, la deuda no desaparecerá por el mero hecho de que él meta mano al bolsillo familiar para sus propios intereses. La deuda existe o no como entidad propia con independencia de quien la reclame. Y sobre todo con independencia de los atributos éticos, morales o incluso penales de quien lleve la voz cantante.

Argüir, como hacen algunos descerebrados, que el déficit de Cataluña no existe porque el hecho de que los Pujol desviasen dinero incapacita al gobierno de CiU para reclamar nada; o peor aún, que si el déficit de Cataluña existe es precisamente debido a que los Pujol se enriquecían a costa nuestra, es una solemne estupidez. Primero porque el déficit es muy superior a todos los millones de euros que el clan se haya podido agenciar. Segundo porque el  enriquecimiento de los Pujol no ha sido mayoritariamente a cargo del erario público, sino principalmente como compensaciones y contraprestaciones de turbios negocios llevados a cabo tanto en Cataluña como fuera de sus fronteras.  

En el futuro los historiadores, ya lejos del apasionamiento que tanto nos ciega en este país, pondrán la obra política de Pujol (y de otros tantos contemporáneos suyos) en su justa dimensión. Y evidentemente, aunque ahora sea un apestado y posiblemente muera como tal, su figura ocupará un lugar destacado en la historia de la construcción de la democracia en Cataluña y en España.

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