sábado, 28 de junio de 2014

El ministro del interior

Decía  el premio Nobel de Física Steven Weinberg, con notable sentido del humor y no poca mala baba, que la gente buena hace cosas buenas, la gente mala hace cosas malas, pero que es imprescindible la religión para conseguir que la gente buena haga cosas malas. Yo completaría su irreverente comentario añadiendo además que ni la religión puede conseguir que la gente mala haga cosas buenas.

Obviamente, estas afirmaciones provienen del ámbito de quienes (entre los que me incluyo) son profunda y totalmente irreligiosos, que no anti.  Y de los que desde una perspectiva naturalista de la vida humana tenemos el convencimiento de que la religión, pese a las muchas capas de presunta bondad de la que se reviste, es responsable del mayor cúmulo de atrocidades vividas por la humanidad en todos los tiempos.  Atrocidades que derivan del fanatismo y la intolerancia de quienes pretenden que su vida espiritual sea el molde al que deban ajustarse las conductas de todo hijo de vecino.

Viene esto a cuento de que tenemos varios ministros especialmente desagradables en esta materia, y no pocos a quienes tal vez alguien debería dar algunos sabios consejos sobre cómo el excesivo fervor suele conducir al más espantoso ridículo. Regla ésta que debería ser de cabecera de todo el mundo, pero especialmente de los políticos en un régimen democrático.

Convendrán casi todos los lectores en que el fanatismo, por bien maquillado que aparezca bajo formas aparentemente educadas, es muy peligroso en la vida personal y en la social, y mucho más en la política. Cuando el político en ejercicio conjuga su función pública con el fanatismo religioso, el asunto se convierte en explosivo, porque la cosa deriva fácilmente hacia las posiciones extremistas de un colectivo que la sociedad actual ha bautizado tibiamente como fundamentalista religioso, muy al uso en la derecha norteamericana más conservadora. Y por supuesto en su émula española, que no le anda a la zaga en improperios y estupideces de sacristía.

Que tengamos un ministro de interior meapilas puede resultar decepcionante para la mayoría de personas con dos dedos de frente. Que además ejerza pública y políticamente como meapilas, ya es de apaga y vámonos. Que en un estado presuntamente laico un señor ministro de Interior conceda la medalla de oro del mérito policial a Nuestra Señora María Santísima del Amor, tras haber condecorado anteriormente a la Virgen del Pilar con la Gran Cruz de la Orden del Mérito de la Guardia Civil, ya puso de manifiesto que algo no andaba bien en el modo de razonar de este hombre, que de tan serio, enfadado  y triste que parece nos hace pensar si se ha  autocaracterizado como uno de aquellos personajes  tan risibles del film “La Vida de Brian”.

Pero en realidad, el ministro del Interior es un personaje realmente siniestro, dogmático y sectario en el sentido más estricto de la palabra, y su incontinencia verbal, lejos de resultar cómica, pone los pelos de punta, cuando afirma, amenazante y sin ambages, que una Cataluña independiente  sería pasto del terrorismo yihadista y de las mafias criminales, sin olvidar el anarquismo rampante que se apoderaría de nuestra sociedad y de la exclusión de los catalanes de todos los organismos internacionales, como si a este lado del Ebro estuviéramos todos apestados o reconvertidos en impuros intocables (una idea que igual le da vueltas por las que presumo sus escasas y aplanadas circunvoluciones cerebrales) . Y es aquí donde enlazo con la afirmación del primer párrafo.

Alguien que esté presto a hacer concesiones al personaje podría decir, como Weinberg, que el señor ministro es una persona buena a la que la religión le lleva a decir (y cometer) maldades. Yo, bastante más estricto, creo sinceramente que ni la religión ha podido convertir al señor ministro en alguien capaz de obrar el bien. Salvo que por bien entendamos esta manera tan española de ejercer ese prominente fariseismo, muy cuidadoso en las formas, en la estricta observación de la liturgia, y caracterizado por una falta absoluta de conciencia crítica respecto a los dogmas morales con los que se encorbata una gran parte de esa gran secta  que es el ultracatolicismo hispano.

La maldad tiene muchas formas, y una de las más efectivas es revestirse públicamente de santurronería, y parecer inofensivamente imbécil afirmando públicamente y en ejercicio de sus funciones políticas que la virgen María protege a nuestro país (bueno, a Cataluña por lo visto no, a tenor de sus últimas declaraciones) cuya advocación el ministro implora, como si se tratara de la venida de los extraterrestres para salvarnos de nosotros mismos.

El ministro del interior es ese hombre que afirma, sin inmutarse, que encontró a dios en Las Vegas y que considera que la política es ”un magnífico campo para el apostolado”. Un converso tardío, y como casi todos los conversos de cualquier especie, desde los exfumadores hasta los veganos, recalcitrante e intolerante hasta la náusea. Un personaje que pretende que todos experimentemos en nuestras carnes su cosmovisión religiosa y unitaria, bajo la alargada sombra de la cruz y que, en otros ámbitos y épocas más ilustrados, sería considerado una especie de enfermo mental.

Por mi parte, creo que en su discurso hay más de perverso que de cristiano. Toda su manera de ser me antoja la  impostura formal de un individuo mucho más peligroso de lo que su fe católica parece proclamar, y muy capaz, si las circunstancias fueran favorables, de imponernos un régimen que los mullahs aplaudirían si este país fuera islámico, si se  me permite la analogía.

Por mi parte, espero que mi Cataluña nunca sea territorio abonado para el señor ministro ni sus fanáticos seguidores, a los que recomendaría, sin acritud alguna, que se hagan mirar lo del terrorismo y las mafias, teniendo en cuenta que el levante español es históricamente un paraíso de las mafias del este, sean rusas, armenias o georgianas; que la Costa del Sol siguen siendo un refugio de muchos facinerosos que abarcan desde traficantes de armas hasta oscuros intermediarios; y que todo el territorio español es la mayor vía de paso de los narcos de medio mundo hacia Europa. Uno querría pensar que se trata  de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio, pero más bien me parece un indecente alegato a favor del miedo en la población catalana.

Esa fotocopia del clericalista fascistoide que puso bajo palio al dictador y que es tan mal cristiano como aquellos que nos gobernaron por la gracia de dios durante tantos años, por mucho fervor religioso con que se unte las carnes cada mañana, parece que viviría encantado entre la represión brutal de toda disidencia ciudadana (como ponen de manifiesto sus iniciativas legislativas) y el acojonamiento generalizado de los aún no reprimidos (como señalan sus repetidas falsedades instigadoras de pánico entre los débiles de espíritu y sesera), a fin de conseguir que Cataluña viva una paz más propia del cementerio que la de una sociedad dinámica,  abierta y laica.


Claro que a este ministro y a muchos de sus compañeros de gobierno, lo de la sociedad abierta y laica les debe parecer una obscenidad intolerable. Ya puestos, que vaya proponiendo nuestra excomunión.

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