martes, 17 de junio de 2014

Viejos

En el debate sobre el modelo de estado  que debería imponerse finalmente en España, se ha utilizado un número considerable de argumentos, pero muy poco se ha dicho sobre el sentir del electorado desde una perspectiva digamos que científica. Aunque desde la habitual torticería política sí que ha habido mucho comentario inane y absurdo, como el de equiparar el porcentaje de monárquicos genuflexos de nuestro glorioso congreso de los imputados al de la indignada ciudadanía callejera y quedarse como si tal cosa, como si la sociedad civil y la casta política no llevaran unos cuantos años divorciados y sin dormir bajo el mismo techo.

En definitiva, este terruño necesita un enfoque  sociológico diferente para poder predecir, y en su caso prevenir, como devendrá en el futuro la política y constatar si realmente el bipartidismo está haciendo tantas aguas como dicen ilusionadamente por ahí. Pues no nos engañemos, en esta película el bipartidismo es el malévolo gángster que va a hacer cuanto sea posible por impedir que lo aparten de las calles, y en última instancia si tiene que morir será matando. Hay demasiadas cotas de poder en juego como para que el conglomerado PPSOE se rinda sin derramar mucha sangre enemiga en la arena política.

Como buenos tipos duros y correosos que son, los de la casta van a exprimir a fondo la jugada que mejor les va cuando no tienen triunfos en la mano y la partida se les está torciendo. Van a desenfundar bajo la mesa de juego la pistola del miedo, y van a tratar de acongojar a todos los estamentos sociales para impedir que la incipiente fractura del bipartidismo se convierta en una falla como la del Rift, ésa que partirá África en dos pedazos con un océano de por medio.

Claro que en esta estratificada sociedad hay capas muy inmunes al pánico y otras, en cambio, tremendamente susceptibles al terror al lobo comecaperucitas, que según los intereses del momento varía de aspecto y de atuendo, atendiendo a los camaleónicos intereses del conglomerado político-financiero que domina nuestras vidas.  Y entre los más vulnerables al miedo que van a inocular a la sociedad durante los próximos meses están los viejos.

Hablemos claro. Nada de tercera edad, ancianos ni conmovedores eufemismos por el estilo. Viejos, y punto. Y muchos de ellos viejos no sólo de cuerpo, sino de alma y conciencia, lamentablemente. Viejos tan arrugados moralmente como su epidermis. Viejos cobardes y acomodaticios. Un ejército de viejos que le puede hacer mucho daño a la regeneración política y social del país. Una nomenklatura de jubilados temerosos de que un paso adelante nos precipite al abismo de la pérdida de las pensiones, de la desaparición de la sanidad asistencial, o a la guerra civil de plano, como algunos agoreros pronostican muy malintencionadamente, a cuentas del debate entre monarquía y república.

En toda Europa cualquier debate sobre cuestiones políticas fundamentales debe ser sometido a un escrutinio que viene determinado antropológica y sociológicamente. Dicho de forma llana, hay que estudiar cada estrato y segmento social y ver a qué tipo de mensajes son receptivos cada uno de ellos, y como puede moldearse su afinidad por una determinada propuesta.

Lamentablemente, Europa occidental compone un paisaje humano donde la juventud la aporta la inmigración, mayormente privada de voto; mientras que en el otro extremo existe un potentísimo reservorio de votos de los viejos. Un colectivo que crece imparablemente merced a los avances sanitarios de los últimos lustros. Un colectivo, también, tremendamente conservador, acongojado, tembloroso y temeroso, al que –salvo notables excepciones- le puede el miedo a cualquier cambio. Y desde luego, el horror a un cambio radical en el modelo social y político.

Decía Bette Davis (que además de ser una gran actriz era una dama de carácter), que “la vejez no es lugar para cobardes”. Ella se refería al envejecimiento como cuestión individual, pero su afirmación sigue siendo válida si la extrapolamos al conjunto de la sociedad. El de los jubilados es el colectivo que, pese a no ser totalmente homogéneo, es el más identificable en su conjunto y que contiene la mayor base electoral de todos los países avanzados, y especialmente de España. Cualquier apuesta política con vocación de futuro pasa por conseguir movilizar a su favor a la mayoría de los viejos del país.

Y la tendencia irá al alza en un futuro cercano. Cualquier fuerza política que pretenda gobernar habrá de tener a su lado a un porcentaje muy alto de viejos, bien por sincera lealtad, bien por costumbre, o en última instancia, atenazados por el miedo al cambio. En los últimos años he visto como gentes a las que he admirado toda la vida por su combatividad y su resuelto apoyo al progresismo y al cambio, se vuelven dóciles cachorritos al atravesar el umbral de la ancianidad, y doblan el espinazo con pasmosa facilidad, y no debido precisamente a la osteoporosis que les corroe. Más bien es el alma, la que se les ha llenado de agujeros morales.

Cualquier partido con vocación de liderazgo ha de contar con el apoyo de la cúspide de la pirámide de población, ese segmento de mayores de sesenta y cinco años que en España representa  un 18 por ciento de la población, y del que una cuarta parte son octogenarios. De estos, son muchos los que votan, y su voto es tanto más conservador y más fijado en la estabilidad cuanta más elevada es su edad. Y además, comparado con los jóvenes, la serie de datos histórica demuestra que el electorado mayor de sesenta y cinco años es el menos abstencionista de todos los segmentos de edad.

Resulta muy difícil, casi titánico, emprender un proyecto renovador que ilusione al colectivo de los viejos, en este y en cualquier otro país. Si además de ilusión se les pide valor para acometer cambios drásticos y que serán necesariamente traumáticos, la tarea deviene de una envergadura colosal, y  además requiere de mucha pedagogía y mano izquierda para que la envejecida población de jubilados no huya en estampida según como se les planteen determinadas propuestas.

Con la loable excepción de los “yayoflautas”, la mayoría de jubilados vive demasiado acogotada por el pavor a perder las escasas raciones que el recorte del estado del bienestar ha dejado para repartir entre ese colectivo, como para reaccionar de forma coherente contra un sistema perverso, que a medida que les quita su porción de bienestar, paradójicamente  les conduce a aferrarse aún más intensamente a los partidos que corroen poco a poco sus prestaciones sociales con la excusa de que la alternativa es el hundimiento económico.

En definitiva, se trata de que las fuerzas alternativas comprendan que para cambiar el país se necesita a los viejos. Que hay que ilusionarles, pero sobre todo, quitarles el miedo al futuro. Y que hay que hacer pedagogía: su vida no vale más que la de sus nietos. A fin de cuentas, los jubilados están al final de su recorrido vital, guste o no semejante constatación. Y que llegado el caso, deben apostar fuerte por un cambio que ellos tal vez no lleguen a ver nunca, pero sus descendientes sí. Como colectivo, ese 18 por ciento de jubilados que forma parte del censo electoral será tremendamente responsable del futuro que le dejen a España. Y no hay que olvidar en pocas décadas, los viejos del país sumarán el treinta por ciento de la población. Ningún partido podrá obtener mayoría sin ellos.

Así que hay que empezar, desde este mismo momento, a conquistar el corazón y la mente de nuestros mayores, y arengarles para que se quiten el miedo de encima y estén dispuestos incluso a sacrificarse para las futuras generaciones. En caso contrario, el motor de la izquierda y del progresismo se calará por falta de combustible.

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