En el debate sobre el modelo de
estado que debería imponerse finalmente
en España, se ha utilizado un número considerable de argumentos, pero muy poco
se ha dicho sobre el sentir del electorado desde una perspectiva digamos que
científica. Aunque desde la habitual torticería política sí que ha habido mucho
comentario inane y absurdo, como el de equiparar el porcentaje de monárquicos
genuflexos de nuestro glorioso congreso de los imputados al de la indignada
ciudadanía callejera y quedarse como si tal cosa, como si la sociedad civil y
la casta política no llevaran unos cuantos años divorciados y sin dormir bajo
el mismo techo.
En definitiva, este terruño
necesita un enfoque sociológico
diferente para poder predecir, y en su caso prevenir, como devendrá en el
futuro la política y constatar si realmente el bipartidismo está haciendo
tantas aguas como dicen ilusionadamente por ahí. Pues no nos engañemos, en esta
película el bipartidismo es el malévolo gángster que va a hacer cuanto sea
posible por impedir que lo aparten de las calles, y en última instancia si
tiene que morir será matando. Hay demasiadas cotas de poder en juego como para
que el conglomerado PPSOE se rinda sin derramar mucha sangre enemiga en la
arena política.
Como buenos tipos duros y
correosos que son, los de la casta
van a exprimir a fondo la jugada que mejor les va cuando no tienen triunfos en
la mano y la partida se les está torciendo. Van a desenfundar bajo la mesa de
juego la pistola del miedo, y van a tratar de acongojar a todos los estamentos
sociales para impedir que la incipiente fractura del bipartidismo se convierta
en una falla como la del Rift, ésa que partirá África en dos pedazos con un
océano de por medio.
Claro que en esta estratificada
sociedad hay capas muy inmunes al pánico y otras, en cambio, tremendamente
susceptibles al terror al lobo comecaperucitas,
que según los intereses del momento varía de aspecto y de atuendo, atendiendo a
los camaleónicos intereses del conglomerado político-financiero que domina
nuestras vidas. Y entre los más
vulnerables al miedo que van a inocular a la sociedad durante los próximos
meses están los viejos.
Hablemos claro. Nada de tercera
edad, ancianos ni conmovedores eufemismos por el estilo. Viejos, y punto. Y
muchos de ellos viejos no sólo de cuerpo, sino de alma y conciencia,
lamentablemente. Viejos tan arrugados moralmente como su epidermis. Viejos
cobardes y acomodaticios. Un ejército de viejos que le puede hacer mucho daño a
la regeneración política y social del país. Una nomenklatura de jubilados temerosos de que un paso adelante nos
precipite al abismo de la pérdida de las pensiones, de la desaparición de la
sanidad asistencial, o a la guerra civil de plano, como algunos agoreros
pronostican muy malintencionadamente, a cuentas del debate entre monarquía y
república.
En toda Europa cualquier debate sobre
cuestiones políticas fundamentales debe ser sometido a un escrutinio que viene
determinado antropológica y sociológicamente. Dicho de forma llana, hay que
estudiar cada estrato y segmento social y ver a qué tipo de mensajes son
receptivos cada uno de ellos, y como puede moldearse su afinidad por una
determinada propuesta.
Lamentablemente, Europa
occidental compone un paisaje humano donde la juventud la aporta la
inmigración, mayormente privada de voto; mientras que en el otro extremo existe
un potentísimo reservorio de votos de los viejos. Un colectivo que crece
imparablemente merced a los avances sanitarios de los últimos lustros. Un
colectivo, también, tremendamente conservador, acongojado, tembloroso y
temeroso, al que –salvo notables excepciones- le puede el miedo a cualquier
cambio. Y desde luego, el horror a un cambio radical en el modelo social y
político.
Decía Bette Davis (que además de
ser una gran actriz era una dama de carácter), que “la vejez no es lugar para cobardes”. Ella se refería al envejecimiento
como cuestión individual, pero su afirmación sigue siendo válida si la
extrapolamos al conjunto de la sociedad. El de los jubilados es el colectivo
que, pese a no ser totalmente homogéneo, es el más identificable en su conjunto
y que contiene la mayor base electoral de todos los países avanzados, y
especialmente de España. Cualquier apuesta política con vocación de futuro pasa
por conseguir movilizar a su favor a la mayoría de los viejos del país.
Y la tendencia irá al alza en un
futuro cercano. Cualquier fuerza política que pretenda gobernar habrá de tener
a su lado a un porcentaje muy alto de viejos, bien por sincera lealtad, bien
por costumbre, o en última instancia, atenazados por el miedo al cambio. En los
últimos años he visto como gentes a las que he admirado toda la vida por su
combatividad y su resuelto apoyo al progresismo y al cambio, se vuelven dóciles
cachorritos al atravesar el umbral de la ancianidad, y doblan el espinazo con
pasmosa facilidad, y no debido precisamente a la osteoporosis que les corroe.
Más bien es el alma, la que se les ha llenado de agujeros morales.
Cualquier partido con vocación de
liderazgo ha de contar con el apoyo de la cúspide de la pirámide de población,
ese segmento de mayores de sesenta y cinco años que en España representa un 18 por ciento de la población, y del que
una cuarta parte son octogenarios. De estos, son muchos los que votan, y su
voto es tanto más conservador y más fijado en la estabilidad cuanta más elevada
es su edad. Y además, comparado con los jóvenes, la serie de datos histórica
demuestra que el electorado mayor de sesenta y cinco años es el menos
abstencionista de todos los segmentos de edad.
Resulta muy difícil, casi titánico,
emprender un proyecto renovador que ilusione al colectivo de los viejos, en
este y en cualquier otro país. Si además de ilusión se les pide valor para
acometer cambios drásticos y que serán necesariamente traumáticos, la tarea
deviene de una envergadura colosal, y
además requiere de mucha pedagogía y mano izquierda para que la
envejecida población de jubilados no huya en estampida según como se les
planteen determinadas propuestas.
Con la loable excepción de los “yayoflautas”, la mayoría de jubilados
vive demasiado acogotada por el pavor a perder las escasas raciones que el
recorte del estado del bienestar ha dejado para repartir entre ese colectivo,
como para reaccionar de forma coherente contra un sistema perverso, que a
medida que les quita su porción de bienestar, paradójicamente les conduce a aferrarse aún más intensamente
a los partidos que corroen poco a poco sus prestaciones sociales con la excusa
de que la alternativa es el hundimiento económico.
En definitiva, se trata de que
las fuerzas alternativas comprendan que para cambiar el país se necesita a los
viejos. Que hay que ilusionarles, pero sobre todo, quitarles el miedo al
futuro. Y que hay que hacer pedagogía: su vida no vale más que la de sus
nietos. A fin de cuentas, los jubilados están al final de su recorrido vital,
guste o no semejante constatación. Y que llegado el caso, deben apostar fuerte
por un cambio que ellos tal vez no lleguen a ver nunca, pero sus descendientes
sí. Como colectivo, ese 18 por ciento de jubilados que forma parte del censo
electoral será tremendamente responsable del futuro que le dejen a España. Y no
hay que olvidar en pocas décadas, los viejos del país sumarán el treinta por
ciento de la población. Ningún partido podrá obtener mayoría sin ellos.
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