miércoles, 26 de marzo de 2014

Suárez y los Hermanos Musulmanes

El título de esta entrada puede parecer paradójico, pero no lo es tanto. Tiene que ver con la figura de Adolfo Suárez y su lejana y extraña conexión con lo que sucede con los Hermanos Musulmanes en Egipto. Una conexión antitética pero que pone de manifiesto lo que significa instaurar una democracia y que germine o se marchite antes de fortalecerse.

Con el debido respeto que merecen todas las opiniones de exégetas y apologetas, así como las de los detractores de la figura de Suárez, entiendo que nadie ha dado en el clavo de cual fue realmente la razón de la importancia del fallecido presidente durante la transición del franquismo. Se ha puesto mucho el acento en su capacidad de diálogo y de consenso y en su habilidad para conducir el harakiri político del régimen franquista diseñado por otros personajes que se movían más a gusto en la penumbra, como Fernández Miranda. Otras voces han señalado también las sombras que proyectaba la figura del duque de Suárez, especialmente en lo concerniente a su pasado no democrático. Le faltaban credenciales, es cierto, pero precisamente por eso pudo llevar a cabo esa tarea de puente entre dos orillas políticas de un modo que un demócrata de toda la vida seguramente no habría sido capaz de gestionar.

Sin embargo, hay una cuestión que no he visto a nadie mencionar durante estos días de luto nacional. Eso me conduce en primer lugar a Egipto y a la reciente sentencia contra los Hermanos Musulmanes, que no son santos de mi devoción, pero a los que como demócrata convencido debo mentar en este caso. La reciente condena a muerte de más de quinientos de sus militantes por el asesinato de un comisario de policía, efectuada con muchos de ellos en rebeldía, en un juicio de dos días y sin ninguna garantía, aparte de ser una aberración jurídica y política, es una muestra -una más- de que en Egipto estaban mejor con Mubarak que con la actual democracia (en estos momentos tutelada militarmente, pero democracia formal a la postre).

Para llegar a este extremo no cabe hablar de debilidad de las instituciones democráticas, con la judicatura al frente. Aunque resulta obvio que la justicia o es democrática o no es, y a lo sumo se convierte en un instrumento de venganza del poder político, el problema de fondo no es ése. La justicia vengativa, que tanto desearían muchos en este país, y especialmente los miembros de algunas de las asociaciones de víctimas del terrorismo que se han puesto en evidencia a si mismos con ocasión de la excarcelación de presos etarras, no es más que un síntoma. Un síntoma de una sociedad aquejada de un grave déficit democrático.

Una democracia no se construye únicamente con un estatuto legal y unas formalidades parlamentarias, porque a esa receta le faltará siempre el ingrediente básico. Y no, no es el deseo popular de llegar a ser una democracia, sino que ese deseo no surja de forma disruptiva y efervescente de una ebullición social precipitadamente inducida y mal canalizada, sino de la consolidación de una serie de principios y de creencias que cristalicen en todos los estratos sociales. Una convicción modelada no por la desesperación y la rabia, sino por la necesidad de encontrar un espacio común en el que desarrollar el ejercicio de las libertades civiles.

La democracia no se impone de arriba a abajo. No es la política la que transforma a la sociedad, sino la sociedad la que transforma los regímenes políticos. Ese es el problema del que Egipto, como tantos otros países de tradición islámica, no es más que el paradigma. Una sociedad profundamente anclada en unas maneras no democrátcias, conducida con urgencia por unas élites mayormente exiliadas y cultivadas en Occidente hacia una democracia que no ha tenido tiempo de sedimentar en la mente social y colectiva.

Lo mismo que sucede en muchos países del bloque del este, que no son preciasmante poco democráticos por el mero hecho de haber vivido bajo el yugo soviético, sino porque desde muchos años antes sus estructuras sociales y políticas no habían evolucionado como las occidentales. Sencillamente proque el "alma" nacional no había sido -ni lo es todavía- democrática. En esos países, la democracia es solamente un cambio de escenario para seguir zanjando las disputas al viejo estilo, lo que cuestiona su legitimidad esencial. Lo cual debería hacer reflexionar a los líderes occidentales sobre el penoso papel que están haciendo refrendando a Ucrania y sus líderes ultradrechistas como si fueran demócratas de toda la vida. Salvo que crean que el molde da sentido al contenido.

Y no, una espectacular botella no prejuzga la calidad del coñac que contiene. Desde hace demasiados años, las potencias occidentales están empeñadas en convertir el mundo en un bonito anaquel de espléndida botellería democrática, con contenidos agrios, rancios, adulterados y apestosos. Y en este punto es donde la figura de Adolfo Suárez se engrandece notablemente, porque fue de los pocos que previó que la botella de Vega Sicilia rellenada con vino peleón no habría ido a ninguna parte.

Porque, no nos engañemos, la sociedad española no tenía ninguna tradición democrática. Los escasos períodos con regímenes democráticos de los siglos XIX y XX no manifestaron nunca esa voluntad de diálogo y de consenso sociales, que después se transfieren a la arena política, y que son el símbolo y la raíz de una auténtica sociedad de derechos civiles, respetuosa con todos sus integrantes incluso en la discrepancia. Aquí quien más quien menos tiene raíces profundamente autoritarias y cainitas enterradas en lo más hondo de su genoma hispano, como bien ha señalado reiteradas veces Arturo Pérez-Reverte en sus columnas.

La gesta de Suárez consistió en hacernos creer a todos los españoles que éramos una sociedad madura para la democracia y en engañarnos hábilmente con su entusiasmo y con su permanente voluntad de dialogo para que asumiéramos que éramos un país moderno y plenamente occidental. Y ese engaño perduró el tiempo suficiente para consolidar una democracia que nació amenazada en muchos frentes. Ese engaño duró exactamente lo necesario para que las nuevas generaciones de españoles nacidos en los últimos años de la dictadura, y adolescentes o jóvenes adultos cuando falleció Franco, creyésemos a pies juntillas que la democracia no solo era posible y que era nuestro destino final, sino que era lo que siempre habíamos querido ser.

Luego vino el desengaño y el desencanto, pero eso es harina de otro costal, y no fue culpa precisamente de Suárez, sino de quienes le sucedieron. Suárez fue el flautista de Hamelin que consiguió arrastrar a todo un pueblo hacia la convicción de que había que poner punto final no sólo a la dictadura, sino a casi doscientos años de autoritarismo social y político. Y lo hizo tan bien que hoy en día la sociedad española es capaz de movilizarse al margen de la corrupción política y del desencanto que genera para defender la esencia de la democracia como si toda nuestra historia hubiera sido así.

Suárez convenció a la sociedad española del camino que había que tomar con engaños y artimañas dirigidos al subconsciente colectivo (si es que tal cosa puede existir, pero ustedes ya me entienden) y ese es su gran mérito. A mi modo de ver, mayor que el elogio de la concordia que figura en su epitafio.


1 comentario:

  1. Suscribo todo lo que dices sobre Adolfo Suárez. Fue un flautista extraordinario y me siento muy afortunada de haber escuchado su música en mi juventud.

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