martes, 11 de marzo de 2014

El hastío



Las noticias son iguales, repetitivas, semana tras semana. Los actores son distintos, los escenarios diferentes, pero los contenidos, con ligeras variaciones, idénticos. Se generaliza una sensación de aburrimiento, de dejà vu en todas las informaciones con que los medios nos atiborran. Y por encima de todo, va sedimentando la convicción de que nada de lo que hagamos o digamos servirá en absoluto para cambiar el rumbo que ha tomado la sociedad moderna. Un rumbo marcado por el cinismo, la brutalidad y la mentira oficializada. Por la descarada manipulación de las evidencias, incluso cuando éstas son abrumadoras. Por la decidida proletarización en que los líderes políticos están sumiendo a las clases medias, que se traduce en el aumento exponencial de las desigualdades sociales y económicas en el primer mundo.  Que a su vez se manifiesta en la proliferación de gestos xenófobos y excluyentes.

El pastel es más pequeño y somos más a repartir. Toca menos ración por cabeza y eso afecta directamente a nuestro concepto de la solidaridad. Se mire como si mire, los ricos nunca han sido solidarios, a lo sumo han sido caritativos. La solidaridad es una virtud reservada a las clases medias, conscientes hasta hace bien poco de dónde vienen y adónde van y de que la pobreza repentina es algo que siempre está presente en las familias como una espada de Damocles. Es mucho más fácil descender por la escala social que subir por ella hasta el Olimpo de los millonarios. Pero la solidaridad sufre una dura prueba cuando los recortes afectan más y más a las economías familiares. Dejándolas con el hueso al descubierto, llegando al mismo núcleo de la mera supervivencia. Es ahí, en ese doloroso punto, donde nuestra solidaridad zozobra junto con las toneladas de carnaza justificativa que nos lanzan nuestros zafios gobernantes.

La angustia por el propio futuro nos vuelve insensibles frente al presente, en muchas ocasiones infinitamente más acuciante y doloroso, de miles de familias que están en una situación mucho peor que la nuestra. Resurge así el egoísmo en todas sus escalas: vecinal, local, estatal y supranacional. La xenofobia campa a sus anchas y el populismo facilón se abre un hueco, junto con las ideologías extremistas, en el ámbito político.

La gente se refugia en lo más próximo y tangible, de ahí el resurgir de las formas más localistas y extremas de nacionalismo. El desencanto frente al concepto de Europa es generalizado: ya se les ha visto demasiado el plumero a los mandatarios de Bruselas. Para ellos la unión política sólo sería una excusa para facilitar los intercambios económicos y generar más riqueza para los ricos, y sólo para ellos. Hace escasos días un viejo conocido me preguntaba, como si no fuera evidente, para qué tenía tanto interés la Unión Europea en Ucrania.

A despecho de lo que puede parecer obvio, resulta que Ucrania es un país con tendencia a una hiperinflación estructural, con un sector productivo diezmado,  unas infraestructuras pobres, una total dependencia energética y de recursos minerales y unos salarios bajísimos comparados incluso con los países de su entorno inmediato. Así que ¿para qué puede querer Europa (léase Alemania) un estado de cuarenta y muchos millones de ciudadanos permanentemente empobrecidos, salvo para conseguir diezmar aún más las economías de los demás estados miembros de la UE a base de otra nueva oleada de deslocalizaciones en masa?¿Acaso no resulta evidente que poner a Ucrania en la órbita de la UE sólo tiene sentido si se considera la mano de obra baratísima que aportará a las multinacionales mayoritariamente germanas?¿Y que eso se traducirá indefectiblemente en otra vuelta de tuerca más a los recortes del estado del bienestar? Todo eso nos lleva a otra conclusión palmaria: sin freno a la ambición del capital, vamos directos al caos o a una versión actualizada de la esclavitud. Parecemos resignados a ello, por mero cansancio. Nuestros gobernantes juegan muy bien la carta del agotamiento. Pero, ¿por qué?

El estudio de los sistemas complejos es una ciencia relativamente moderna. La irresolubilidad matemática de los sistemas no lineales condujo durante siglos a que los físicos bordearan de puntillas ese campo, por lo demás fascinante y mucho más realista que el de los sistemas lineales. Sólo en las dos o tres últimas décadas, la enorme potencia de cálculo de los ordenadores ha permitido sondear los misterios matemáticos del caos y la complejidad, y han surgido decenas, sino cientos, de focos de estudios avanzados por todo el globo.

Una de las consecuencias en los avances relativos a los sistemas complejos ha sido la constatación de que cualquier sistema dinámico se encuentra siempre en un delicadísimo equilibrio que se alcanza sólo en las cercanías del comportamiento caótico. Es decir, que los sistemas dinámicos, entre los que se incluyen los ecosistemas o las sociedades, se encuentran en equilibrio en lo que los expertos denominan el límite del caos. Cualquier pequeña variación del sistema en ese punto tiene consecuencias normalmente desestabilizadoras a gran escala, como cuando se suprime un depredador  en la cadena alimenticia de un ecosistema. 

Algunos de los más prestigiosos científicos que estudian la complejidad y el caos (para quien esté interesado, recomiendo la obra Complejidad, de Roger Lewin) ya aventuraron hace años que el equilibrio entre los países es muy similar al que se da entre los miembros de un ecosistema biológico. Algunos incluso llegaron a sugerir que la descomposición del bloque soviético proporcionaría la energía necesaria para sobrepasar el límite del caos y promover a medio plazo una situación como la que  estamos viviendo, de incertidumbre, enfrentamientos y brutal reestructuración, con un coste social muy alto. Caos, en resumen.

Un mundo donde sólo el capital campa a sus anchas, sin sujeción ni freno alguno, es decir, sin un contrapoder que lo obligue a mantenerse en el punto de equilibrio, es un mundo en rumbo hacia la deriva caótica, donde todos los elementos tienden a la disgregación respecto de la delicada estructura que existía antes. En ese sentido, la desaparición del bloque soviético, por irónico que parezca, se ha traducido dos décadas después en el triunfo del peor enemigo de la democracia de las personas, sometida a la tiranía de la dictadura de los mercados.

Cierro el círculo y vuelvo al principio. Nos hemos cargado el exquisito equilibrio, casi ecológico, que existía hace unos años, y no lo hemos sustituido por nada que contenga la deriva hacia la liquidación de la sociedad democrática que promueve el capitalismo rampante. Y como solución nos propondrán más reglamentaciones, más firmeza, más autoritarismo, más sacrificios. Estamos atrapados en una dinámica que nos va a empobrecer económica, social y moralmente de forma progresiva hasta que el mundo orwelliano se convierta en una realidad inapelable. Y esa soterrada convicción nos está conduciendo a un desaliento, a un cansancio, a una aceptación de una derrota que nos inflige no sólo el capital, sino también los políticos que hemos elegido democráticamente para intentar contener sus desvaríos, lo cual resulta aún más penoso. Ahora elegimos a nuestros verdugos, nada más.

A ellos les conviene nuestro individualismo, nuestra falta de solidaridad, nuestra postración ante un mundo globalizado y deslocalizado que no nos devolverá al paraíso perdido, ni mucho menos. Ellos explotan nuestro miedo a perder lo que tenemos para que sigamos siendo egoístas y estúpidos, y para que les sigamos votando para que puedan seguir favoreciendo los planes de expansión y dominio mundial de un capital que no conoce límites a su ambición. Ellos también explotan un concepto de una Europa transnacional que no tiene nada que ver con sus quinientos millones de (presuntos) ciudadanos. Una Europa más bien concebida como trituradora de personas para ofrendarlas en el altar de la economía global. 

En nuestras manos está la posibilidad de devolver cierto equilibrio al mundo. De mantener fuerzas vigorosas que contraponer a los que quieren hacerse con todo el poder económico y político. Así pues, frente al cansancio y al hastío, tenemos la obligación de seguir luchando para que el futuro no siga por el camino en el que nos metimos cuando cayó el muro de Berlín.

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