Lamentable espectáculo el que
están dando, al unísono, la Unión Europea y los Estados Unidos de América a
cuenta de la revolución ucraniana. Y no voy a ser yo quien les exija mayor
contundencia contra las maniobras del zar Putin, que a fin de cuentas hace lo
que tiene que hacer, es decir, lo que durante decenios vienen haciendo las
potencias occidentales cuando les conviene geoestratégicamente. Al contrario,
me voy a permitir afear al autoproclamado mundo libre su incoherencia absoluta y el
tremendo ridículo en que están incurriendo con esta cuestión, en un evento del
que parece que la memoria histórica se les ha ido por el desagüe de ese inodoro
que tienen por cabeza la mayoría de los gobernantes europeos. Y Obama sumándose
a la fiesta del despropósito para resucitar al viejo enemigo comunista y
aglutinar así sus mermadas y desgastadas fuerzas en el interior de la nación.
Debemos señalar, de primeras, que
Obama tendría que medir mucho más sus palabras, pues somos millones los que
recordamos nítidamente la doctrina norteamericana de no permitir injerencias
foráneas en su patio trasero, doctrina que no ha sido jamás derogada, ni
siquiera tácitamente. Los hilos de la política en El Salvador, Nicaragua,
Honduras, Guatemala o incluso Colombia, han sido manejados siempre desde Washington y chitón al que
levantara la voz. No contentos con eso, invadieron Granada y Panamá; sentando
claramente el principio, que sólo les salió mal con Cuba, de que el gendarme de
occidente estaba autorizado a utilizar todos los mecanismos, incluso los
militares, para poner orden en su backyard.
Un patio trasero ampliamente extendido sin rubor alguno al resto del mundo
según las conveniencias, como demuestra la historia reciente y especialmente esa
vergüenza universal llamada Guantánamo. La
extinta Unión Soviética tomó debida nota, y no es de extrañar que no tolere
injerencias occidentales en su patio delantero.
Me imagino como Putin y los suyos
se deben estar desternillando de las bravuconadas del presidente USA, que tiene
las manos atadas en este asunto y que sólo puede hacer que llenarse la boca de
demagogia a favor de un gobierno golpista ucraniano del que aún quedan por decir unas
cuantas cosas. Y casi todas malas, pero a su debido tiempo.
Por otra parte, el papel europeo en
este negocio es aún más penoso. Primero afirman categóricamente que jamás
entrarán a debatir la cuestión de la soberanía catalana o escocesa, pues esos
son asuntos internos de los estados
miembros en los que Bruselas nada tiene que decir, salvo que si se produce la
secesión caerá sobre nosotros el divino castigo de la expulsión del paraíso.
Acto seguido van esos sátrapas indecentes y se descuelgan con un frenesí
incomprensible por mantener la unidad de Ucrania, con declaraciones bien
subidas de tono y prestos a desembolsar cosa de veinte mil millones de euros
para ayudar a los revoltados de la plaza Maidán. Como catalán sólo me queda decir que
estoy atónito por semejante asimetría en el trato dispensado a unos, que somos
ciudadanos de pleno derecho de la UE y a los otros, que no lo son ni se les
espera.
Porque la otra cuestión de fondo
en este asunto es doblemente mortificante para quienes aún creen en la “Europa de las democracias”.
Hay que jorobarse, por enésima vez, con el cuento de que a nuestros democratísimos
dignatarios les parezca la mar de bien un golpe de estado cuando se trata de sacudir
a quien no les gusta, aunque haya sido elegido democráticamente, que es el
caso. Pues aunque es cierto que en Ucrania tienen una larga tradición de manipulaciones electorales desde su
independencia de la URSS, no es menos cierto que
las últimas elecciones fueron recibidas por la comunidad internacional con notoria
satisfacción porque fueron razonablemente limpias. La cuestión es que
Yanukovich no gusta porque es rusófilo, y entonces vale todo en defensa de no
se sabe muy bien que principios. Usar el nombre de la democracia en este
notorio derrocamiento y golpe de estado ucraniano es vergonzoso. Me pregunto que
si algo así sucediera en Italia, que es otro hervidero de descontento contra
los políticos, si en Bruselas también aplaudirían con las orejas un golpe de
estado callejero a base de adoquinazos y trincheras frente al Quirinal. Digo yo
que, en caso afirmativo, podemos todos los súbditos del hartazgo tomar debida
nota.
Pero además, es de todos
conocidos que el movimiento de resistencia “proeuropeísta” ucraniano está
liderado descaradamente por Svoboda, un partido ultranacionalsita y
ultraderechista que se caracteriza mucho más por su odio a Rusia que por su
aprecio por Europa. Sucede que les viene bien que nuestros cancilleres, burriciegos como siempre, se presten a dar su apoyo a una revolución comandada por los
únicos que, pese a ser minoritarios (no llegan al 10% de los escaños de la Rada), son capaces del despliegue
organizativo que hemos visto en Kiev estas semanas. Son las fuerzas
de choque de Svoboda, cuyo emblema
hasta hace bien poco era tan parecido a la esvástica nazi que tuvieron que
cambiarlo para moderar su imagen pública. O sea, unos angelitos de cuidado,
estos revolucionarios.
Por otra parte, en esta Europa
del eufemismo burdo y de la pusilanimidad renqueante que está consiguiendo poner por las
nubes a los partidos euroescépticos, parecen olvidar la historia de Ucrania,
que resulta muy reveladora de la falta de cultura política y sociológica que
imperan en Bruselas y Estrasburgo. Y no hace falta remontarse diez siglos y
hablar del Rus de Kiev como patria de
la madre Rusia para poner las cosas en su sitio, porque eso resultaría de un
anacronismo exasperante a estas alturas, pero sí convendría reconocer que Crimea ha sido siempre rusa
hasta las cachas, con permiso de los tártaros que fueron deportados en masa por
Stalin por su presunto colaboracionismo con los nazis durante la segunda guerra
mundial. Que el señor Jruschov, en un arranque de no se sabe qué, le diera por
regalar Crimea a Ucrania al principio de su mandato no quita un ápice de verdad
al hecho de que Crimea es totalmente rusa.
Para entendernos, es como si al
señor Aznar, que es lo más parecido a un zar que se me ocurre en la historia
reciente de España, le hubiera dado por regalar las islas Canarias a Marruecos,
en un rapto de generosidad intercultural, que incluso tendría más sentido
que lo de Crimea, por aquello de que a fin de cuentas las Canarias son un
archipiélago netamente africano. Sin embargo, dudo mucho que los canarios
recibieran semejante destino de buen grado, y si los rusos de Crimea ni chistaron
en su momento, cabe entenderlo en el contexto histórico. Corría el año 1954, la
sombra de Stalin aún era alargada, y a fin de cuentas, ser rusos o ucranianos les
traía al pairo: mandaba el Kremlin tanto en un sitio como en el otro.
Pero lo que no puede negarse es que
Crimea tiene un noventa por ciento de población rusa. Subrayo lo de rusa, y no
rusófona, como si la diferencia fuera meramente lingüística. Aquí debería
apelar a la seriedad y el rigor de los medios de comunicación, pero me
abstendré de ello por inútil. En su lugar sólo puntualizaré que un canadiense puede ser anglófono o francófono y proclamarse
igualmente canadiense (aunque una gran parte de los segundos tampoco lo sienten
así). Pero en Crimea no hay rusos que se sientan ucranianos, ni viceversa. Aquí
el idioma no tiene nada que ver, es sólo un síntoma más de una división étnica
latente desde hace mucho tiempo.
El señor Putin, que será muchas
cosas pero que no tiene un pelo de tonto, lo sabe perfectamente y va a actuar
en consecuencia. Porque es el garante de la inmensa mayoría de la población
rusa de Crimea, porque así se consolida sin peajes futuros la salida de su
flota al Mar Negro y al Mediterráneo; porque además refuerza su papel de líder nacional
y unificador de todos los rusos bajo la bandera de la madre Rusia, y sobre todo
porque sabe que el presidente Obama abre la boca porque es lo único que puede
hacer, salvo algún gesto grandilocuente. Porque en esta mano los Estados Unidos no tienen ningún as
contra una Rusia que está actuando en su territorio histórico, que es mucho
decir.
Mientras tanto, Europa más vale
que se esté quietecita, porque como Putin cierre la espita del gas siberiano
que cruzando Ucrania calienta los hogares de medio continente, les puede hacer
pasar un muy mal final del invierno a los incontinentes mandamases de Bruselas
y compañía. Hoy por hoy, tanto Rusia
como China son criticables pero intocables, pues Europa se juega demasiado
oponiéndose a los dos colosos euroasiáticos. La economía, estúpidos, la
economía.
Aquí la democracia no pinta nada.
En Ucrania no hay una cultura democrática de ningún tipo. Sus sucesivos presidentes
han sido unos villanos (y villanas, no nos dejemos engañar por las trencitas
Timoshenko) al lado de los cuales nuestros más patibularios miembros de la
trama Gürtel son ángeles de la guarda. Así que aclaremos que Europa no defiende
la democracia en Ucrania, sino se pone del lado de los revolucionarios sólo por
fastidiar a Rusia, lo cual es poner munición de alto calibre en las recámaras
euroescépticas en forma de muchos millones de euros que son radicalmente más necesarios
para otras cosas.
Así que el título de esta entrada
no es por si de nuevo merodean los espíritus de una rediviva guerra de Crimea
como aquella con la que occidente quiso poner coto a la expansión rusa a mediados
del siglo XIX, sino por Obama y sus socios de la UE, que han quedado retratados
como unos fantasmas de cuidado.
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