lunes, 23 de septiembre de 2013

La izquierda atrapada

La engañosa victoria de Merkel en las elecciones alemanas pone de manifiesto -o más bien corrobora totalmente- la situación actual de la izquierda parlamentaria en el mundo occidental. En primer lugar, la izquierda está fuertemente fragmentada, lo cual favorece el triunfo electoral de la derecha en casi todos los países, porque la derecha es mucho más inteligente. Juega con el miedo de los electores, y esa es casi su única baza electoral. Aglutinadas en torno a la fuerza que otorga el miedo a perder el presente, las fuerzas de la derecha no tienen inconveniente ninguno en formar un frente unido que abarca desde la ultraderecha más reaccionaria hasta el liberalismo centrista. 

En cambio, la izquierda, incapaz de insuflar esperanza en un futuro diferente, se divide entre facciones que pelean electoralmente y se autoperjudican dividiendo a su electorado natural. En las elecciones alemanas, los partidos de izquierda con representación en el parlamento superan en porcentaje de votantes a la derecha de Merkel, que aglutinando más que nunca sus fuerzas con el pegamento del miedo, han aumentado sus votos a costa de la práctica desaparición de sus socios liberal-demócratas.

Esa capacidad de movilización conjunta de la derecha tendría que dar mucho que pensar a todas las fuerzas progresistas, porque el mensaje es claro: o se agrupan, o el futuro seguirá siendo durante bastantes años de los poderes fácticos económicos y financieros, cuyo juego es muy sencillo: sembrar el terror sobre las clases trabajadoras, haciéndoles temer que perderán todo lo que tienen si se produce un giro a la izquierda.

En un plano más psicológico, todos estos lodos provienen de los polvos de la reunificación alemana, como ya resalté en otra ocasión. La verdad es que la incorporación de la misérrima población del este fue un golpe de suerte para la derecha, pues allí residía el caldo de cultivo de los votos que hoy han caído nuevamente en las redes de la derecha. Partiendo de la pobreza más absoluta, según los estándares occidentales, los alemanes del este se vendieron nada metafóricamente a la derecha por un plato de lentejas, pues era difícil estar peor de como estaban por aquellos primeros años noventa. La secuela de esto fue doble: en primer lugar el vertiginoso coste de la reunificación, del que se hicieron cargo las arcas del estado; segundo, un plan de ajuste iniciado diez años después, caracterizado por una "sinificación" laboral muy acentuada: reducción brutal de salarios, precarización laboral en constante aumento y por supuesto, los célebres minijobs, que no son más que formas vergonzantes de encubrir el paro real. Porque nadie me negará que con un salario de 400 euros al mes nadie puede llevar una vida independiente en Alemania. Sin embargo, para la población del este todo el proceso vino a ser el equivalente de traer a un campesino de Xinjiang a trabajar a la Volkswagen. Un gran salto adelante.

Al ver las barbas del vecino pelar, el votante de clase media alemana, en vez de poner a remojar las suyas, se ha alineado con los conceptos clásicos de la derecha neoliberal, tratando así de mantener dos ficciones: una, que esa clase media se verá más protegida con el gobierno de Merkel que con uno de izquierdas; dos, que el hecho de que la salud financiera, bursátil y macroeconómica de Alemania sea buena, se va a traducir en el mantenimiento del statu quo de la clase media que todavía sobrevive.

Nada más lejos de la realidad. El proyecto general de la derecha económica no es más que la apuesta decidida por conservar el poderío económico de los sectores tradicionalmente fuertes, que deben competir con las economías emergentes, a las cuales nadie pone coto en lo que se refiere a derechos humanos, laborales y sociales, que son prácticamente inexistentes. Por tal motivo, la única forma de competir consiste en proletarizar a las clases trabajadoras de todo occidente, reduciendo los costes y derechos  laborales lo más posible, mientras se confía en que poco a poco, las grandes masas proletarias de China y resto del bloque emergente vayan conquistando mejoras retributivas y laborales que hagan a esas economías menos competitivas frente a las occidentales, restableciendo un cierto equilibrio.

Pero eso será siempre a costa del bienestar de las generaciones presentes y futuras de europeos que verán como se irán perdiendo todas las conquistas tan duramente adquiridas durante casi doscientos años de lucha sindical y social. Es decir, recuperar la competitividad internacional en un mundo globalizado deberá ser siempre a costa de la gran masa trabajadora. En ese sentido, ya no existen, desde la perspectiva de la derecha económica, las clases medias. Todos somos nuevos proletarios, y no admitirlo es un ejercicio de ceguera voluntaria y estúpida. Aquellos que todavía se pueden pagar unas vacaciones o un coche nuevo temen perderlo, claro está, y por comparación creen que mientras mantengan esa posibilidad siguen siendo clase media, pero son incapaces de advertir que los recortes avanzan y avanzan como la gangrena en una pierna, y que la voracidad de la derecha no se detendrá en la rodilla, sino que proseguirá indefinidamente hasta la amputación total del miembro.

Nadie está a salvo, por mucho que algunos lo crean. Una creencia que es como la fe irracional en el hechicero, una creencia desesperada fomentada por el miedo a poderes casi sobrenaturales que les insuflan Merkel y sus secuaces. Un miedo a perder un presente gris, triste, atroz para la mayoría, pero que funciona muy bien por el egoísmo, la ceguera y la estupidez de quienes todavía conservan lo que algunos desgraciados de renombre  a este lado de los Pirineos llaman con total desvergüenza e impunidad, "privilegios" de los trabajadores. Y no sale nadie a partirles la cara, añado yo.

La izquierda, toda ella, debe hacer hincapié en que todos, absolutamente todos los que formamos parte de la clase trabajadora somos proletarios, como lo fueron la inmensa mayoría de nuestros abuelos. Y que un proletario que vota a la derecha es un inconsciente que no sólo cava su propia tumba, sino que además entra gustoso en ella y le da la pala al enterrador para que remate la faena. Para hacer calar este mensaje en la población hace falta un gesto valiente de unificación de la izquierda; es el momento de volver a reivindicar el frentepopulismo y por supuesto, la lucha de clases.

Muerto el marxismo, muchos nos quieren hacer creer que la lucha de clases ya no existe. Y en cierta medida tienen razón, y ello es debido a que una de ellas se ha retirado del campo de batalla, ha cedido todo el terreno y se ha rendido para conservar las migajas del festín, a costa de perder toda la dignidad y el autorrespeto. Es hora de que la izquierda comience a llamar a las cosas por su propio nombre, reivindique nuestro presente proletario, y se alce unida y combatiendo a la derecha de siempre para defender no nuestra casita en la playa, sino nuestra dignidad como trabajadores.

De lo contrario acabaremos perdiendo la una y la otra.

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