domingo, 14 de enero de 2018

Un país de mierda - A shithole country

El de hoy es un artículo puramente emocional, en el que dejo de lado toda consideración racional, porque está escrito desde el amor a una persona a la que hace mucho que no veo. Esta semana se han cumplido siete meses desde que mi hijo Guillem se fundió en un abrazo conmigo en el aeropuerto de Barcelona para despedirse de mi y de nuestra familia en los primeros segundos de un periplo por América que a fecha de hoy todavía no tiene final, y no ha habido ni un solo día de estas treinta y una semanas que no lo haya echado de menos. Pero tampoco ha habido ni un sólo día en el que no pensase que a su vuelta, lo que encontrará será un país que ha sufrido un retroceso muy grave de sus libertades, y donde el poder judicial se ha vuelto esclavo, en su mayor parte, de las decisiones políticas previamente acordadas en los despachos de Madrid.

O sea, que lo que encontrará mi hijo cuando vuelva a su país será mucho peor que lo que dejó cuando se fue. Y por descontado, la causa de todo esto habrá sido el proceso independentista de Cataluña. Y fíjense que digo la causa, pero en absoluto la culpa. Porque el independentismo lo único que ha hecho es aflorar lo que muchos llevamos demasiado tiempo sabiendo, pero también demasiado tiempo aceptando como mal menor para España: que la democraca en este país es una caricatura, una buena mano de pintura sobre un muro lleno de mierda, un grafiti moderno sobre uno de esos murales victoriosos con el yugo y las flechas debajo.

Un país donde a los políticos catalanes disidentes se les da peor trato que a etarras condenados y en el que nos viene a decir que los novecientos muertos de ETA no son nada comparados con la supuesta atrocidad de querer manifestar nuestro deseo de libertad. Un país donde se valora mucho más la violencia que el diálogo. Un país donde la mentira es tan descarada que niega las evidencias gráficas que dan la vuelta la mundo. Un país que le da la vuelta a todo, y que dice que el pueblo catalán es violento mientras los vídeos lo muestran con las manos en alto frente a las pelotas de goma. 

Un país al que han convencido de que en Cataluña ha sido la gente la que al resistirse pacíficamente, ha ejercido violencia contra unos policías vestidos y armados como robocops. Un país que niega el daño físico y moral que se ha causado  a tanta gente por querer votar, obviando que el que una cosa sea ilegal no quiere decir que sea delictiva. Un país donde se ha demonizado a los catalanes que quieren ser catalanes, como si el ánimo independentista fuera un delito, inexistente hasta para el Tribunal Constitucional. Un país donde las apreciaciones políticas y judiciales hacia la resistencia pasiva la transforman en sedición y rebelión porque "obligan" a los cuerpos de seguridad a usar la violencia "proporcional" contra personas que se "resisten" con las manos en alto.

Un país donde todo vale para corregir temperamentos "desviados". Un país donde se ha utilizado la catalanofobia como herramienta política y electoral para tapar la podredumbre de un estado copado por la ultraderecha. Un país donde los fascistas se proclaman demócratas y se apropian de los mecanismos de la democracia, pero sin convertirse a ella. Un país donde el fascismo, en su más cruel vertiente, se ha mimetizado en las instituciones porque así lo permitimos desde la transición de 1977, concediendo una amnistía política a quienes todavía no habían sido juzgados por ningún delito (lo cual es una abominación jurídica, según reconoce la propia ONU) y que permitió a todos los fascistas y sus descendientes acomodarse tranquilamente en sus poltronas a esperar el momento en que España caería nuevamente cautiva y desarmada ante sus intereses.

Un país donde no hay ningún partido de ultraderecha fuerte como en el resto de Europa, porque los ultras ya están en el PP, y con sus dos millones de votos (según diversas estimaciones) tienen de rehén a M. Rajoy y toda su camarilla, mientras el PSOE y Ciudadanos se empeñan en sostenerlo porque sus intereses respecto a Cataluña coinciden mutuamente. Un país donde se persigue policial y judicialmente a los antifascistas por cualquier motivo, mientras los ultras, incluso los condenados en firme, pululan libremente por las calles brazo en alto, agrediendo a demócratas, y no son objeto más que de farisaicas repulsas oficiales, mientras que los fiscales y jueces les dejan hacer usando un rasero increiblemente cínico.

Un país donde los medios de comunicación han caido en lo más bajo que se puede caer en su manipulación al servicio de intereses específicos de determinados poderes. Un país donde el que hasta hace poco era el más importante rotativo puede permitirse el lujo de atacar a la televisión catalana con un artículo tóxico e inmundo del que todos quienes seguimos con regularidad la televisión pública catalana podemos afirmar con rotundidad que no hace más que introducir falsedades con calzador. Un país en el que ese mismo medio se rebela contra la decisión judicial de hacerle rectificar, tildándola de ataque a libertad de información, como si la información y el libelo fueran cosas equivalentes. Un país donde El País y sus aliados, es decir, casi todos los medios, han optado por dejar de lado toda objetividad y ecuanimidad para centrarse en atacar a toda costa a los independentistas como si fueran una plaga de ratas a exterminar. Y de entrada, han "exterminado" a todos sus colaboradores que no querían tragar más sapos, por prestigiosas que fueran sus firmas.

Un país donde ser un juez valiente es jugarse la carrera. Un país donde a los jueces que no siguen los dictados políticos se les excluye del ejercicio de la justicia basándose en cuestiones técnicas sobre asuntos en cuyo fondo tenían y siguen teniendo razón. Un país donde el mayor temor de muchos de sus ciudadanos es caer en manos de una justicia que se aprecia como arbitraria y cruel con los disidentes. Un país donde los jueces sólo aplican el delito de odio a unos, pero conceden inmunidad a todos los demás, por bárbaras que sean sus públicas amenazas contra todos quienes no piensan como ellos.

Un país en el que políticos con un pedigrí claramente marcado por su pasado franquista se muestran sonrientes y ufanos defendiendo "la constitución que todos nos dimos en 1978". Un país donde los tics del franquismo sociológico por fin han salido sin complejos a la luz del día y se manifiestan, ejercen y autojustifican continuamente con la mayor desvergüenza. Un país donde los ciudadanos más allá del Ebro no han sentido ninguna curiosidad por valorar las cosas de forma contrastada con otras fuentes de información y donde todos se tragan las ruedas de molino gubernamentales sin hacerse ningun cuestionamiento ético al respecto.

Un país ciego y sordo ante el retroceso continuo de los derechos y libertades. Un país que ama la violencia por encima de todo, y por eso admiraba secretamente la lucha de los abertzales vascos, fascinados como estaban por la épica de la lucha armada. Un país donde el uso de la no violencia se considera despreciable, y donde la negociación no es más que una forma de debilidad patológica y una carencia de "principios". Un país que hubiera valorado más que los catalanes nos hubiéramos liado a hostias en vez de pedir urnas, porque llenar las calles de sangre es lo único que se usa como medida del valor y la fuerza de un adversario, en la senda de la más rancia tradición celtibérica. 

Un país donde el poder económico hace tiempo que decidió que lo importante no eran las personas, sino el capital, y que cualquier medio es válido para justificar el fin de acumular riqueza a costa de todo lo demás, incluida la dignidad de los ciudadanos. Un país donde da lo mismo lo que hagas, siempre que consigas que en las más altas instancias miren condescendientemente hacia otro lado. Un país donde la corrupción se premia con legislaturas, y donde el partido político más corrupto de Europa es recibido con sonrisas y parabienes en las cancillerías de toda la UE. Un país de políticos ineptos, incompetentes y con menos recorrido que el vuelo de una gallinácea. O de un avestruz.

Un país donde se prima la legalidad por encima de cualquier legitimidad, y no sólo en la cuestión catalana. Un país que no se da cuenta de que el legalismo extremo es la forma moderna con la que el fascismo se ha encaramado al poder, porque si se tiene el poder se tiene la llave de la legalidad. y con la ley en la mano, cualquier atropello es muy democrático (eso hasta Hitler lo sabía). Un país, en resumen, donde no se ve a los políticos hablar nunca de legitimidad, porque la legitimidad se encuentra tan lejos de sus programas, de sus proyectos y de sus actos, que no hay forma de mencionarla sin que el rubor acuda a sus encallecidos rostros. Por eso sólo saben hablar de legalidad. Por eso han convencido a la gente de que sólo lo legal es legítimo, lo cual es el primer paso para resucitar, en versión moderna, los Principios del Movimiento Nacional (que tampoco estaban tan mal, como he oido decir, en tono absolutamente serio, a uno de esos presuntos demócratas fanáticos de la transición).

Pero al menos, la cuestión catalana ha permitido que todas esas cosas, esa pestilencia subcutánea de la democracia española, esa putrefacción del tejido social que en los últimos años se había conseguido disimular mediante elaboradas técnicas de embalsamamiento y maquillaje del cuerpo democrático, hayan por fin rezumado de los vendajes de la momia, y se haya desvaído el colorete de la marca España, exponiendo a la vista de todos los que no quieran apartar la mirada, horrorizados, la gangrena antidemocrática que corroe por dentro a la sociedad española.

El cuerpo de España hiede a pus, a heces y a sebo rancio pese a su presunta modernidad y adaptación a los estándares europeos. Pero cualquiera que haya visto otras ficciones, como la espléndida serie danesa  Borgen, advertirá hasta que punto la sociedad española está lejos, lejísimos, del concepto de sociedad abierta y democrática que tienen nuestros (en muchos aspectos) envidiables vecinos escandinavos. Así que no sé si el señor Trump incluía a España en su reflexión sobre los shithole countries que recientemente denostaba, pero en mi opinión, y así se lo transmito a mi hijo ausente para evitarle desagradables sorpresas a su regreso, España está en camino de convertirse en uno de ellos a pasos agigantados.

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