martes, 20 de junio de 2017

Democracia y aritmética

Hemos llegado a un punto en el que la aritmética parlamentaria ya no refleja realmente el sentir de las sociedades occidentales, y eso se ha visto como pocas veces en las elecciones legislativas francesas. Pese al triunfalismo del bloque europeísta y presuntamente modernizador encabezado por Macron, a nadie con dos dedos de córtex cerebral se le escapa que es un triunfo muy amargo, por mucha mayoría absoluta de la que presuma el Rivera francés.

Es amargo porque el verdadero triunfador de las legislativas francesas no es ningún partido político, sino una abstención abrumadora, tremendamente significativa. Especialmente en un país poco abstencionista como Francia. Si ése es el camino por el que vamos a salvar los muebles del estado del bienestar, temo que en el futuro vengan muy mal dadas. Que de 47 millones de electores, 29 millones hayan optado por quedarse en casa o votar en blanco o nulo, representa que la opción mayoritaria, con un 61 por ciento de los votos teóricos, ha optado por dar un portazo a todo el sistema vigente. Eso significa que en un sistema -como ya se ha propuesto en más de una ocasión- en el que los escaños sólo se ocupasen en la misma proporción que los votos reales, es decir, incluyendo en el cómputo la abstención, esta legislatura tendría más de la mitad de los asientos de la Asamblea Nacional vacíos durante unos cuantos años.

Con independencia del viejo debate sobre las bondades y defectos del sistema de representación proporcional, que ha permitido a formaciones como Movimiento Demócrata tener 42 escaños  con poco más de un millón de votos, frente a los 8 escaños del Frente Nacional,  que ha obtenido medio millón de votos más, lo cierto es que el señor Macron, con un soporte popular de solamente el 17 por ciento va a tener una muy cómoda mayoría absoluta para gobernar, lo cual es bueno para él y muy malo para la democracia, se mire como se mire. Desde una perspectiva puramente aritmética, la cosa será impecable, pero la democracia no es sólo aritmética, o no debería serlo.

La abstención, que durante mucho tiempo y de forma muy sesgada e interesada se ha interpretado por los adalides del sistema como una especie de pasotismo político, al que se embestía con estupideces del tipo “ si no votas, no puedes quejarte” , se ha convertido en una muestra general de desconfianza frente a la acción política y frente a los mensajes de la campaña electoral. La abstención actual es más bien un “no me lo creo” al que aludía recientemente Quim Monzó en una entrevista cuando decía que su credo político fundamental es la desconfianza.  Así que si yo fuera Macron, me lo pensaría mucho antes de frotarme las manos de satisfacción (motivos aritméticos los tiene), porque muchos más franceses están contra él que a su favor. La diferencia es que las arremetidas no vendrán desde los escaños parlamentarios, sino desde las redes sociales, con su presión cada vez más intensa y extenuante.

Tal como yo lo veo, está llegando el momento de modificar las democracias occidentales en el sentido de dejar de lado una aritmética que sólo representa a los “creyentes”, y empezar a utilizar una visión más global. Para eso existen las mayorías cualificadas, que pueden establecerse de muchas maneras, pero que podrían llegar a convertirse en una necesidad imperiosa para evitar el naufragio de la democracia liberal (un naufragio más que obvio en países como Estados Unidos, donde la abstención es tradicionalmente altísima, y donde la baja participación conduce a situaciones tan drásticas y poco halagüeñas como la que tienen actualmente nuestros vecinos de la otra orilla del Atlántico).

Resulta asombroso como determinados e influyentes analistas políticos, aterrorizados por los posibles resultados de la democracia directa, insisten en la necesidad de que los referéndums se ganen por mayorías cualificadas, tanto de participación como de resultados, mientras barren para la casa de la aritmética simple cuando se trata de elecciones parlamentarias. Tiene su lógica. El referéndum es la expresión directa (y muy peligrosa para según qué estamentos) de la voluntad popular, mientras que las elecciones son una mera maquinaria más o menos bélica para el reparto de cuotas de poder entre formaciones políticas indirectamente respaldadas por la ciudadanía a través de mecanismos claramente imperfectos, ya sean proporcionales o mayoritarios, y que no tienen en cuenta para nada a los disidentes que expresan su voluntad mediante la abstención. Mecanismos aritméticos que permiten la perpetuación de un sistema que aloja a una clase política que se ha “refundado” en los últimos años, pero que resulta ser obviamente más de lo mismo, si se rasca un poco bajo la superficie.

Es triste, pero “todo es mentira” es la frase más habitual que suele oírse en las calles cuando se escucha a la gente común hablar de política.  Titulé así este blog en 2012, pero como justificación de una posición escéptica general ante lo que se nos suele presentar como hechos irrebatibles y como la actitud científica necesaria por definición. El “todo es mentira”  ciudadano de ahora ya no es sano escepticismo, sino la manifestación de un desconsuelo social, un desarraigo político y una desconfianza total y absoluta en un sistema que después del desastre financiero de 2008 ha resurgido de nuestras cenizas con la misma fuerza que antes y decidido a seguir exprimiendo las ubres de la clase trabajadora hasta el siguiente colapso, que justificarán con más proclamas estentóreas como aquella relativa a que nunca más se permitiría tanta relajación del sistema financiero (Sarkozy dixit) y que hoy suena a burla contra todos aquellos que lo han perdido casi todo en los últimos diez años.

Hannah Arendt, a cuyo prestigio incuestionable me remito, ya en época tan lejana como 1951 dio en el clavo cuando en su obra “Los Orígenes del Totalitarismo” advirtió de dos peligrosos espejismos que suelen sufrir las democracias occidentales. El primero consiste en creer que una democracia puede funcionar correctamente mediante normas activamente reconocidas sólo por una minoría. El segundo espejismo se basa en suponer que las masas abstencionistas son verdaderamente neutrales y que no importan, constituyendo un mero telón de fondo de la vida política de un país. La suma de ambos espejismos suele conducir a situaciones totalitarias cuya imprevisible cuna resulta haber sido una democracia enferma y poco representativa. Cuanto menos participa la ciudadanía en la política, más se debilita la democracia, y con ella, el estado de derecho.

Precisamente por eso, el triunfo aritmético de Macron (y su magna derrota frente a la abstención) se me antoja más bien un síntoma de una patología muy grave que está corroyendo subrepticia y silenciosamente los cimientos mismos de la Europa democrática que surgió tras el final de la segunda guerra mundial. Teniendo en cuenta que si Francia estornuda, los demás nos hemos de preparar para una gripe de cuidado, si yo fuera el doctor Macron estaría muy preocupado por la salud del paciente.

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