viernes, 11 de diciembre de 2015

Campaña emocional

Asistimos a nueva campaña electoral en la que, con reiteración y alevosía, nos inundan con patrañas específicamente diseñadas para despistar al personal y para provocar simpatía hacia unas siglas u otras. Y enfatizo el término simpatía, porque otra cosa más sustancial no es posible admitir de la publicidad electoral si se tiene en la sesera algo más que el último capítulo de Sálvame de Luxe o cosas por el estilo. Quiero decir que a estas alturas, quien se crea la mayoría de las cosas que se afirman en los espacios publicitarios electorales o en los infinitamente cansinos debates televisivos es que es más ingenuo que las obras de teatro escolares con las que nuestros infantes nos atormentan por estas fechas navideñas, que sin embargo, tienen ese aire mucho más fresco que la mayoría de los discursos, alegatos y soflamas con las que nos aturden a diario.
Un servidor, harto ya de tanta fruslería programática, ha decidido que en campaña se autoprohibe el acceso a los noticiarios televisivos, como medida higiénica preventiva, no sea que tanta imbecilidad partidista se contagie ectoplásmicamente a través de la pantalla del televisor, así que disfruto cabalmente de noticias sin intoxicaciones electorales a través de Euronews o CNN. De paso me ahorro el patatús consecuente a sufrir una sobredosis (cuidadosamente diseñada, eso sí, debido a las estrictas cuotas de pantalla atribuidas en minutos y segundos a cada partido político) de aspavientos prefabricados, insultos soterrados y amenazas nada veladas con las que los candidatos y candidatas se fustigan impíamente entre ellos y a la audiencia.
 Sin embargo, no puedo pasar por alto la última fechoría en que han incurrido los publicistas a sueldo de los partidos políticos, una modernidad fascinante, importada –cómo no- del american way of politics, y que consiste en lo que denominan “campaña emocional”. Debe ser porque el componente racional ya fue muerto y enterrado hace tiempo, que ahora ya sólo se dedican a explotar electoralmente el lado emocional, más o menos visceral, del electorado indeciso. Algo que ya hizo Obama en su campaña de 2008. A fin de cuentas, el “yes we can” que nos endosaron los demócratas yanquis fue el mascarón de proa de una manera de presentarse políticamente muy del gusto americano, con la familia en primer plano y cociendo unas salchichas en una barbacoa para mostrarnos la humildad, bonhomía y naturalidad del candidato en cuestión, con independencia de que una vez electo, sea capaz de comerse en crudo y sin aliñar al adversario que se le atraviese en el camino.
 Por una parte está muy bien que nuestros políticos abandonen, siquiera por un momento, su tradicional envaramiento, del que  intuyo que más que reflejar seriedad y competencia, manifiesta una profunda altivez, alentada por el alto escalafón que ocupan en la sociedad. Así que nada que objetar a que el presidente Rajoy le arree un cariñoso coscorrón a su hijo en una tertulia radiofónica, o que la vice Soraya se marque un bailoteo cool acompañada de esbeltos figurines, por poner un par de ejemplos. Me parece fantástico que descubramos que nuestros políticos se muestren como las personas normales y corrientes que son cuando abandonan sus altas responsabilidades. Eso los humaniza, por supuesto, y nos permite vislumbrar que no son robots humanoides preprogramados, algo que muchos ya se temían, como si fueran personajes de una novela de Asimov.
 Sin embargo, no lamento decir que su más que pertinente normalidad de clase media me trae al pairo. Si por eso fuera, las candidaturas políticas tendrían que reunir una colección de estereotipos al estilo de Village People, pero sin mariconadas (o sí). Quiero decir que para acercarse de verdad al electorado, los candidatos tendrían que ser albañiles, cajeras de supermercado, taxistas, peluqueras o desempleados en la cola del INEM (ésto último con el fin de conseguir el afecto y la empatía del mayor colectivo español con derecho a  voto después de los jubilados, el de los parados). Tampoco estaría de más ver a la candidata X, por ejemplo, mostrándose como una sufrida ama de casa más, con chanclas, guantes de goma y fregona en ristre, lo que sin duda le ganaría el apoyo indefectible del colectivo nacional de marujas. O al señor Z, primero de lista de su partido, en riguroso uniforme de matinal dominguera (chándal, zapatillas gastadas, camiseta raída), reparando el puñetero grifo que siempre gotea, al tiempo que nos alecciona sobre las bondades de su programa político.
 Pero no, como electores conscientes, creo que nuestro deber colectivo es el de desdeñar todas esas apariciones mediáticas de pretendida familiaridad, porque no se trata de eso sobre lo que versa la acción política. A fin de cuentas, la sociedad está cargada de personajes políticos que son prodigios de normalidad en su entorno personal: afectuosos padres de familia, sensibles intérpretes de violín, alegres cofrades del vino de Rioja, expertos en bricolaje doméstico o fans de las recetas de Arguiñano. Aún a sabiendas de que hay mucho psicópata suelto en el corral político, no creo que nadie ponga en duda la ingente cantidad de cargos electos que son personas absolutamente normales, de esa normalidad tan mediocre pero tan necesaria para que la sociedad funcione correctamente, y que son capaces de enternecernos por su proximidad a lo que somos nosotros, los comunes ciudadanos no tocados por la mano de un dios las más de las veces insensato.
 Pero esa normalidad familiar, esa proximidad de la que ahora quieren presumir, no es más que un recurso hueco, un artificio barato  y una argucia simplista por la que pretenden decirnos que ellos son como nosotros, de lo que se concluye, teóricamente, que deberíamos votarles por mera afinidad. Lo cual es una perogrullada, porque resulta obvio que no les distingue de nosotros ningún rasgo específico que los convierta en una especie distinta. Son completamente normales, aleluya. Pero lo que sucede es que cuando votamos a los políticos no les votamos por lo que son, sino por lo que hacen. Es su labor lo que nos han de vender, no lo amables, divertidos y simpáticos que son en su casa. No es la afinidad personal lo que ha de orientar nuestra elección política, ni siquiera nuestra afinidad ideológica (me atrevería a decir, ahora que las ideologías parecen en horas bajas). Lo que debe decidir nuestro voto es nuestra conexión sobre cómo creemos que debe ser la sociedad del presente y del futuro. Y en eso, por mucho que bailen la macarena, sean graciosos cuentachistes o besuqueen a la familia en público, la mayoría de ellos difieren en lo más hondo de su ser respecto al pueblo llano. No por cómo son en su esfera privada, sino por lo que hacen con nosotros en la pública.

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