martes, 18 de febrero de 2014

Orgía desinformativa



La manipulación de la información siempre ha sido una herramienta muy apreciada por los grupos con aspiraciones de poder, que han extendido sus tentaculares ansias de dominio a todos los medios de comunicación. Sin embargo, la manipulación informativa tradicional siempre ha encontrado sus límites en un cierto código ético de los periodistas, que los colegios profesionales se esfuerzan en apuntalar continuamente. Además, salvando el caso de la prensa descaradamente amarilla y orientada a una masa lamentablemente aculturizada e hipocrítica, los medios de prestigio,  aunque se presten a dar ciertas orientaciones partidistas a sus noticias, siempre han encontrado cierta contención a la mentira descarada, porque lo importante en estos asuntos es no acabar con el sambenito de falta de rigor puesto en manos de algún adversario que pueda sacar un buen provecho de ello (de lo que tuvimos un claro ejemplo cuando El Mundo se prestó a dar aire a la descabellada teoría aznariana de la implicación de ETA en el atentado de Atocha, y que le valió el descrédito durante mucho tiempo a los ojos de muchos lectores).

Debemos admitir que los medios no son –ni pueden ser- inmunes a las ideologías, y que por tanto siempre introducirán algún sesgo interesado en la manera de despachar la información.  Pero desde la irrupción del periodista amateur, facilitada por el estallido de internet, hemos asistido cada vez con mayor intensidad a la noticia directamente inventada, que alcanza unas cotas de difusión increíblemente altas merced a la enorme cantidad de blogs aficionados y a la universal utilización de las redes sociales –sobre todo Twitter- para difundir instantáneamente y de forma viral, atroces falsedades que causan un daño cuya repercusión todavía nadie ha analizado de forma sistemática, pero que no es banal.

La credibilidad de los medios de comunicación está sometida a diversos controles, algunos autoimpuestos y otros derivados de la posible pérdida de clientes que motive la utilización descarada de la mentira como herramienta informativa, así como las posibles acciones judiciales que puedan emprender los afectados por noticias falsas. El contrapunto lo da internet, donde cualquiera puede inventar una falsa noticia, agregarle unas fotos manipuladas o extraídas de otros sucesos que no tienen nada que ver,  lanzarla al hiperespacio y confiar en que los acríticos usuarios de Twitter la conviertan en un alud de falsedades multiplicadas exponencialmente.

Algo así tuvimos ocasión de vivir en Barcelona hace pocas fechas, cuando un desvergonzado anunció en su blog (y de paso procuró darle la máxima difusión posible) que el Ayuntamiento tenía previsto cobrar un peaje a los paseantes de nuestra célebre carretera de las Aguas. Pese a los rotundos desmentidos municipales, fueron muchos los que se pusieron a manifestar su indignación ante semejante medida, y algunos proponían ponerse en pie de guerra contra el alcalde y su equipo para frenar la implantación del peaje. Transcurridas unas semanas desde entonces, todavía hay quien cree que la noticia era real, y que cierta movilización ciudadana conseguida a través de las redes sociales fue la que malbarató el maquiavélico plan municipal para llenar sus arcas.

Sin embargo lo sucedido en Barcelona queda en trivial nimiedad comparado con el tsunami causado por los opositores al presidente venezolano, que con su afán por desacreditar a Maduro, han llenado Twitter de fotos de presuntas atrocidades policiales cometidas contra los manifestantes opositores, informaciones que no eran reales, sino simples montajes que tomaban “prestadas” imágenes de sucesos acaecidos en Brasil, México, Chile, Honduras o Siria. La cosa llegó al extremo de utilizar incluso imágenes  de la Vía Catalana a la independencia para justificar el presunto gran número de opositores al régimen que están saliendo a la calle en Venezuela. De risa, si no fuera porque las consecuencias pueden ser muy graves.

Internet, a diferencia de los medios de comunicación tradicionales,  no tiene límites, ni legales ni deontológicos. Y eso no es una buena noticia, porque está permitiendo convertir la red en una mentira global, salpicada con algunas verdades esporádicas, cuando debería ser justo al revés. Cada vez son más los que van cerrando sus cuentas en Twitter o en Facebook, asqueados de tener que bregar continuamente con la masa de despropósitos que circula en las redes. Sin autocontrol, el sistema de redes sociales, que tan útil ha resultado en muchas ocasiones para denunciar y poner de manifiesto oscuras actuaciones de los poderes fácticos, está condenado a una muerte lenta pero indefectible como herramienta de denuncia social y política, porque ya en este momento se hace muy difícil discernir lo cierto de lo falso en muchas de las noticias que circulan. O que se hacen circular de forma interesada y perversa.

El rigor como usuarios nos obliga a contrastar –igual que hacen los periodistas profesionales- cualquier información antes de retuitearla alegre e inconscientemente. Internet no puede convertirse en una batalla de mentiras, que sólo sirve para hacer perder el tiempo de los usuarios y para hacernos perder nuestra dignidad política y social, de paso. Si nuestra ética nos permite creer a pies juntillas todo lo que nos reenvían nuestros contactos en la red, sin poner ni un ápice de sentido crítico al alud de información que recibimos cada día, le estamos prestando un muy mal servicio a la democracia. Porque no nos engañemos, quienes atiborran de fakes a sus conciudadanos están haciendo bueno el lema, tan ultra, de que el fin –cualquier fin- justifica los medios utilizados.

Los que creemos de verdad en el estado de derecho, en la democracia y en la libertad, no podemos caer en la tentación de usar el arma de destrucción masiva de la mentira global. Al contrario, nuestra lucha tiene que ser en pos de la verdad objetiva, y para ello hemos de ser muy escépticos e hipercríticos con cualquier información que nos llegue. Y desde luego, tratar de contrastarla antes de difundirla. Hoy en día todos podemos ser periodistas, pero para ello tenemos que ser conscientes de la importancia de la misión que tiene el periodismo auténtico. Si damos o difundimos noticias, no podemos actuar como descerebrados complacientes, sino que debemos funcionar  como filtros racionales de todo ese exceso de informaciones, muchas veces contrapuestas, que nos llegan a diario.

Porque si no acabamos con la orgía desinformativa que campa por las redes sociales, nos quedaremos sin una de las herramientas más útiles que ha concedido la tecnología a la libertad humana.

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