La manipulación de la información
siempre ha sido una herramienta muy apreciada por los grupos con aspiraciones
de poder, que han extendido sus tentaculares ansias de dominio a todos los
medios de comunicación. Sin embargo, la manipulación informativa tradicional
siempre ha encontrado sus límites en un cierto código ético de los periodistas,
que los colegios profesionales se esfuerzan en apuntalar continuamente. Además,
salvando el caso de la prensa descaradamente amarilla y orientada a una masa
lamentablemente aculturizada e hipocrítica, los medios de prestigio, aunque se presten a dar ciertas orientaciones
partidistas a sus noticias, siempre han encontrado cierta contención a la
mentira descarada, porque lo importante en estos asuntos es no acabar con el sambenito
de falta de rigor puesto en manos de algún adversario que pueda sacar un buen
provecho de ello (de lo que tuvimos un claro ejemplo cuando El Mundo se prestó a dar aire a la descabellada teoría aznariana de la
implicación de ETA en el atentado de Atocha, y que le valió el descrédito durante
mucho tiempo a los ojos de muchos lectores).
Debemos admitir que los medios no
son –ni pueden ser- inmunes a las ideologías, y que por tanto siempre
introducirán algún sesgo interesado en la manera de despachar la
información. Pero desde la irrupción del
periodista amateur, facilitada por el estallido de internet, hemos asistido
cada vez con mayor intensidad a la noticia directamente inventada, que alcanza
unas cotas de difusión increíblemente altas merced a la enorme cantidad de
blogs aficionados y a la universal utilización de las redes sociales –sobre
todo Twitter- para difundir instantáneamente y de forma viral, atroces
falsedades que causan un daño cuya repercusión todavía nadie ha analizado de
forma sistemática, pero que no es banal.
La credibilidad de los medios de
comunicación está sometida a diversos controles, algunos autoimpuestos y otros
derivados de la posible pérdida de clientes que motive la utilización descarada
de la mentira como herramienta informativa, así como las posibles acciones
judiciales que puedan emprender los afectados por noticias falsas. El
contrapunto lo da internet, donde cualquiera puede inventar una falsa noticia,
agregarle unas fotos manipuladas o extraídas de otros sucesos que no tienen
nada que ver, lanzarla al hiperespacio y
confiar en que los acríticos usuarios de Twitter la conviertan en un alud de
falsedades multiplicadas exponencialmente.
Algo así tuvimos ocasión de vivir
en Barcelona hace pocas fechas, cuando un desvergonzado anunció en su blog (y
de paso procuró darle la máxima difusión posible) que el Ayuntamiento tenía
previsto cobrar un peaje a los paseantes de nuestra célebre carretera de las
Aguas. Pese a los rotundos desmentidos municipales, fueron muchos los que se
pusieron a manifestar su indignación ante semejante medida, y algunos proponían
ponerse en pie de guerra contra el alcalde y su equipo para frenar la
implantación del peaje. Transcurridas unas semanas desde entonces, todavía hay
quien cree que la noticia era real, y que cierta movilización ciudadana
conseguida a través de las redes sociales fue la que malbarató el maquiavélico
plan municipal para llenar sus arcas.
Sin embargo lo sucedido en
Barcelona queda en trivial nimiedad comparado con el tsunami causado por los
opositores al presidente venezolano, que con su afán por desacreditar a Maduro,
han llenado Twitter de fotos de presuntas atrocidades policiales cometidas
contra los manifestantes opositores, informaciones que no eran reales, sino
simples montajes que tomaban “prestadas” imágenes de sucesos acaecidos en
Brasil, México, Chile, Honduras o Siria. La cosa llegó al extremo de utilizar
incluso imágenes de la Vía Catalana a la
independencia para justificar el presunto gran número de opositores al régimen
que están saliendo a la calle en Venezuela. De risa, si no fuera porque las
consecuencias pueden ser muy graves.
Internet, a diferencia de los
medios de comunicación tradicionales, no
tiene límites, ni legales ni deontológicos. Y eso no es una buena noticia,
porque está permitiendo convertir la red en una mentira global, salpicada con
algunas verdades esporádicas, cuando debería ser justo al revés. Cada vez son
más los que van cerrando sus cuentas en Twitter o en Facebook, asqueados de
tener que bregar continuamente con la masa de despropósitos que circula en las
redes. Sin autocontrol, el sistema de redes sociales, que tan útil ha resultado
en muchas ocasiones para denunciar y poner de manifiesto oscuras actuaciones de
los poderes fácticos, está condenado a una muerte lenta pero indefectible como
herramienta de denuncia social y política, porque ya en este momento se hace
muy difícil discernir lo cierto de lo falso en muchas de las noticias que
circulan. O que se hacen circular de forma interesada y perversa.
El rigor como usuarios nos obliga
a contrastar –igual que hacen los periodistas profesionales- cualquier
información antes de retuitearla alegre e inconscientemente. Internet no puede
convertirse en una batalla de mentiras, que sólo sirve para hacer perder el
tiempo de los usuarios y para hacernos perder nuestra dignidad política y social,
de paso. Si nuestra ética nos permite creer a pies juntillas todo lo que nos
reenvían nuestros contactos en la red, sin poner ni un ápice de sentido crítico
al alud de información que recibimos cada día, le estamos prestando un muy mal
servicio a la democracia. Porque no nos engañemos, quienes atiborran de fakes a sus conciudadanos están haciendo
bueno el lema, tan ultra, de que el fin –cualquier fin- justifica los medios
utilizados.
Los que creemos de verdad en el
estado de derecho, en la democracia y en la libertad, no podemos caer en la
tentación de usar el arma de destrucción masiva de la mentira global. Al
contrario, nuestra lucha tiene que ser en pos de la verdad objetiva, y para
ello hemos de ser muy escépticos e hipercríticos con cualquier información que nos
llegue. Y desde luego, tratar de contrastarla antes de difundirla. Hoy en día
todos podemos ser periodistas, pero para ello tenemos que ser conscientes de la
importancia de la misión que tiene el periodismo auténtico. Si damos o
difundimos noticias, no podemos actuar como descerebrados complacientes, sino que
debemos funcionar como filtros
racionales de todo ese exceso de informaciones, muchas veces contrapuestas, que
nos llegan a diario.
Porque si no acabamos con la
orgía desinformativa que campa por las redes sociales, nos quedaremos sin una
de las herramientas más útiles que ha concedido la tecnología a la libertad
humana.
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