viernes, 9 de agosto de 2013

Vacunas

El anuncio de una nueva vacuna contra la malaria –aún en los inicios de su experimentación en humanos-  no ha resultado una grata sorpresa para mí. Más bien al contrario, porque de lo único que estoy seguro es que ahondará en las recurrentes crisis alimentarias que sacuden África con periodicidad casi aplastante. Como el SIDA, las fiebres hemorrágicas y otra legión de patógenos que devastan el tercer mundo, la malaria es el principal dique de contención de un estallido demográfico en las países subdesarrollados que podría llevar a todas las sociedades afectadas a un colapso definitivo.

No es que yo sea especialmente malthusiano, pues confío, y mucho, en las tecnologías agrícolas y alimentarias como panacea para un mundo cada vez más superpoblado. La Tierra puede dar mucho más de sí, si se la explota adecuadamente y se emplea la biotecnología de forma sensata (por mucho que a demasiados ecologistas de salón, que saben de bioquímica y biotecnología lo que yo de literatura egipcia, les cause un profundo espanto la asociación de la agricultura con la química). Sin embargo, la cuestión no está en la producción de alimentos, sino en la sostenibilidad económica de un mundo superpoblado.

O lo que es lo mismo, deberíamos plantearnos la cuestión de que para qué salvar tantas vidas tercermundistas si luego no van a tener la oportunidad de subsistir dignamente. Cuanto más se incremente la población en las zonas subdesarrolladas sin que ese crecimiento lleve pareja una sustancial mejora de las economías nacionales que se traduzca en mejores condiciones de vida para toda la población, más rápidamente se estará gestando una burbuja demográfica que sólo puede explotar por la vía de las hambrunas y la guerra.

Me pregunto, y no es una cuestión retórica, si no es una salvajada salvar a un niño de la malaria para que años después sea un escuálido adolescente que fallezca de hambre o acabe cosido a tiros en una de las innumerables guerras endémicas en el Tercer Mundo. Ese incremento de la esperanza de vida no se sabe muy bien para qué, fomentado por las bienintencionadas acciones de hombres europeos de bata blanca, no sirve de nada sino va acompañado de otras medidas de mucho mayor calado. ¿Bienintencionadas, he dicho? Quizás no tanto.

Los avances históricos en la medicina occidental han corrido parejos a unas mejoras sustanciales de las economías nacionales. Eso se ha traducido en que los avances médicos y farmacológicos han estado siempre correlacionados con los avances en capacidad adquisitiva, calidad de vida y educación. Sobre todo respecto a esta última y la consiguiente difusión de las estrategias anticonceptivas que limitan la enorme fecundidad teórica de la especie humana. De este modo, los incrementos en la esperanza de vida occidental han evolucionado en paralelo a los índices de desarrollo humano (IDH) y a la contención del crecimiento de la población de los países desarrollados.

Prevenir la malaria de forma definitiva por medio de una vacuna totalmente efectiva sin garantizar al propio tiempo el desarrollo económico y social del tercer mundo es equivalente a poner una bomba termonuclear retardada de millones de megatones en el epicentro de los focos de la malaria, que casualmente son países en su mayoría subdesarrollados o en vías de desarrollo. Es promover de forma indirecta una catástrofe alimentaria, medioambiental y demográfica en unas zonas ya tremendamente castigadas -si no definitivamente condenadas- y al límite de supervivencia. Y por descontado, es aumentar la dependencia de los países subdesarrollados de la caridad occidental.

No son los avances sanitarios los que han promovido el bienestar de las poblaciones, ni mucho menos. Al contrario, el bienestar económico y social facilita los avances sanitarios. Imponer el criterio eurocéntrico es cometer de nuevo los viejos errores del colonialismo, como cuando la multinacional Nestlé se dedicaban a repartir toneladas de leche en polvo por una África subsahariana en la que no había agua potable con que disolverla. No podemos actuar en contra de la lógica y el sentido común, ni empezar la casa por el tejado. Es fundamental facilitar el desarrollo económico sostenible de los países del tercer mundo, como paso previo a una educación generalizada y de calidad suficiente como para romper viejos prejuicios y tabúes que faciliten la adopción del control de natalidad como un mecanismo natural de regulación demográfica. Y como llave de acceso a un tipo de economía que permita el desarrollo generalizado y sostenible de toda esa zona.

Cualquier otra actuación es muy propia de un “buenismo” de corte blanco y occidental (muy acentuado en multitud de ONG) pero que en el mejor de los casos sólo significa gastar dinero a lo tonto, como justificación autocomplaciente de nuestro estilo de vida; mientras que en el peor de los casos se traduce directamente en catástrofes humanas que se podían prevenir perfectamente con un poco de sentido común. Recomiendo, y no es la primera vez, la lectura del impagable libro “Blanco bueno busca negro pobre”, de Gustau Nerín, que constituye la crítica más demoledora e irónica que jamás he visto sobre los desastres causados por las buenas intenciones de las ONG occidentales en África.

Y el sentido común nos dice que una vacuna para la malaria en este momento sólo servirá para que alguien gane el premio Nobel de medicina, como no podría ser de otra manera; mientras la industria farmacéutica se forre vacunando a todo quisque con grandes beneficios mientras dure la patente. Pero lo que es para los negritos de África, la malaria es el menor de sus problemas, y que los vacunemos contra la malaria para luego acabar contrayendo el SIDA, contra el que no hay cura (ni la habrá en muchos años) sino sólo medicamentos de contención carísimos, resulta un sarcasmo macabro. Y cruel.

1 comentario:

  1. Un artículo muy interesante, lleno de sentido común y muy valiente.

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