El anuncio de una nueva vacuna
contra la malaria –aún en los inicios de su experimentación en humanos- no ha resultado una grata sorpresa para mí.
Más bien al contrario, porque de lo único que estoy seguro es que ahondará en
las recurrentes crisis alimentarias que sacuden África con periodicidad casi
aplastante. Como el SIDA, las fiebres hemorrágicas y otra legión de patógenos
que devastan el tercer mundo, la malaria es el principal dique de contención de
un estallido demográfico en las países subdesarrollados que podría llevar a
todas las sociedades afectadas a un colapso definitivo.
No es que yo sea especialmente
malthusiano, pues confío, y mucho, en las tecnologías agrícolas y alimentarias
como panacea para un mundo cada vez más superpoblado. La Tierra puede dar mucho
más de sí, si se la explota adecuadamente y se emplea la biotecnología de forma
sensata (por mucho que a demasiados ecologistas de salón, que saben de
bioquímica y biotecnología lo que yo de literatura egipcia, les cause un
profundo espanto la asociación de la agricultura con la química). Sin embargo,
la cuestión no está en la producción de alimentos, sino en la sostenibilidad
económica de un mundo superpoblado.
O lo que es lo mismo, deberíamos plantearnos
la cuestión de que para qué salvar tantas vidas tercermundistas si luego no van
a tener la oportunidad de subsistir dignamente. Cuanto más se incremente la
población en las zonas subdesarrolladas sin que ese crecimiento lleve pareja
una sustancial mejora de las economías nacionales que se traduzca en mejores
condiciones de vida para toda la población, más rápidamente se estará gestando
una burbuja demográfica que sólo puede explotar por la vía de las hambrunas y
la guerra.
Me pregunto, y no es una cuestión
retórica, si no es una salvajada salvar a un niño de la malaria para que años
después sea un escuálido adolescente que fallezca de hambre o acabe cosido a
tiros en una de las innumerables guerras endémicas en el Tercer Mundo. Ese
incremento de la esperanza de vida no se sabe muy bien para qué, fomentado por
las bienintencionadas acciones de hombres europeos de bata blanca, no sirve de
nada sino va acompañado de otras medidas de mucho mayor calado.
¿Bienintencionadas, he dicho? Quizás no tanto.
Los avances históricos en la
medicina occidental han corrido parejos a unas mejoras sustanciales de las
economías nacionales. Eso se ha traducido en que los avances médicos y
farmacológicos han estado siempre correlacionados con los avances en capacidad
adquisitiva, calidad de vida y educación. Sobre todo respecto a esta última y
la consiguiente difusión de las estrategias anticonceptivas que limitan la
enorme fecundidad teórica de la especie humana. De este modo, los incrementos
en la esperanza de vida occidental han evolucionado en paralelo a los índices
de desarrollo humano (IDH) y a la contención del crecimiento de la población de
los países desarrollados.
Prevenir la malaria de forma
definitiva por medio de una vacuna totalmente efectiva sin garantizar al propio
tiempo el desarrollo económico y social del tercer mundo es equivalente a poner
una bomba termonuclear retardada de millones de megatones en el epicentro de
los focos de la malaria, que casualmente son países en su mayoría
subdesarrollados o en vías de desarrollo. Es promover de forma indirecta una
catástrofe alimentaria, medioambiental y demográfica en unas zonas ya tremendamente
castigadas -si no definitivamente condenadas- y al límite de supervivencia. Y por descontado, es aumentar la dependencia de los países subdesarrollados de la caridad occidental.
No son los avances sanitarios los
que han promovido el bienestar de las poblaciones, ni mucho menos. Al contrario,
el bienestar económico y social facilita los avances sanitarios. Imponer el
criterio eurocéntrico es cometer de nuevo los viejos errores del colonialismo,
como cuando la multinacional Nestlé se dedicaban a repartir toneladas de leche en polvo
por una África subsahariana en la que no había agua potable con que disolverla.
No podemos actuar en contra de la lógica y el sentido común, ni empezar la
casa por el tejado. Es fundamental facilitar el desarrollo económico sostenible
de los países del tercer mundo, como paso previo a una educación generalizada y
de calidad suficiente como para romper viejos prejuicios y tabúes que faciliten
la adopción del control de natalidad como un mecanismo natural de regulación
demográfica. Y como llave de acceso a un tipo de economía que permita el desarrollo
generalizado y sostenible de toda esa zona.
Cualquier otra actuación es muy
propia de un “buenismo” de corte blanco y occidental (muy acentuado en multitud
de ONG) pero que en el mejor de los casos sólo significa gastar dinero a lo tonto,
como justificación autocomplaciente de nuestro estilo de vida; mientras que en
el peor de los casos se traduce directamente en catástrofes humanas que se
podían prevenir perfectamente con un poco de sentido común. Recomiendo, y no es
la primera vez, la lectura del impagable libro “Blanco bueno busca negro pobre”, de Gustau Nerín, que constituye
la crítica más demoledora e irónica que jamás he visto sobre los desastres
causados por las buenas intenciones de las ONG occidentales en África.
Un artículo muy interesante, lleno de sentido común y muy valiente.
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