domingo, 22 de diciembre de 2013

Todos son iguales

Estas últimas semanas, a medida que se han ido desgranando los entresijos de casos y más casos de corrupción político-económica  y se ha extendido la devastadora sensación de que este país ha sido gobernado como un cortijo durante los últimos diez o doce años (sí, señor Blesa, sí: no es que Caja Madrid fuera un cortijo y usted su señorito, sino que el suyo era uno más -especialmente sangrante- entre otros tantos cientos de cortijos en los que la clase gobernante convirtió el solar ibérico), también han sido las semanas de las amargas quejas de los políticos autodenominados honestos -que los hay y muchos, según dicen ellos mismos en una especie de ejercicio autoexculpatorio que tiene más de exorcismo que de auténtica convicción- y que no quieren ver su nombre ni su actividad revolcados por el lodo de la inmundicia choricera a la que han condenado a los representantes de la soberanía popular sus colegas más apañados de antaño.

En primer lugar, está por ver si la política en general y los políticos en particular pueden ser exonerados de culpa sólo por el hecho de que exista una especie de "mayoría silenciosa" política que no se haya forrado con comisiones, sobornos, tráfico de influencias y todo el resto del catálogo de corruptelas varias con las que puede adornarse el currículum de un político de fuste. A mi me da que no, y en las próximas líneas voy a explicar el porqué, un ejercicio que espero que sirva de purgante y emético de toda la mala leche que llevo acumulando durante demasiados días de este año agonizante.

Me pregunto, en primer lugar, si tiene sentido todo ese calvario mediático al que día sí y día también nos someten con revelaciones que no es que sean terriblemente escandalosas, sino que constituyen una clara invitación  a una revolución social -y no pacífica precisamente- para poner a todo esa caterva de ladrones desvergonzados justo donde se merecen (que no es en prisión, sino dos metros bajo tierra, que es lo que hubiera sucedido si viviéramos en 1917 o sí, alternativa y milagrosamente, el pueblo de este país desgraciado tuviera las agallas que se han de tener para echarlos a todos a patadas). Y me lo pregunto porque parece que la conclusión clara es que todo el mundo está decidido a salvar el Sistema por encima de todo, es decir, como los confesores de nuestra infancia, que todo lo solventaban con diez padrenuestros y diez avemarías, semana tas semana, pecado tras pecado, convirtiendo en venialidades y banalidades unos hechos cuyo diagnóstico es muy grave. Gravísimo.

Y que todo el mundo político tenga interés en salvar el Sistema, con todo lo que tiene de ineficaz, corrupto e incapaz de prevenir primero, y castigar debidamente después, actividades que han puesto en entredicho el nombre y el prestigio de la democracia entre amplísimas capas de la población española me hace reflexionar sobre si no será que toda esa "mayoría silenciosa" de políticos presuntamente honestos tiene mucho que perder si realmente se le da un revolcón al sistema político, empezando por la Constitución, y se rediseñan las bases mismas de nuestra convivencia democrática. 

Porque ver a políticos veteranos aduciendo que ellos no han participado del entramado de corrupción, y mostrando sus declaraciones de renta y patrimonio (como si eso sirviera de algo) me causa cierta perplejidad que resumiré de forma breve: no cuela. Del mismo modo que no cuela la señora con marido oficinista, pero con abrigo de pieles y deportivo en la puerta del chalet que afirma no saber nada de las actividades del presunto; como tampoco cuela el concejal de pueblo que asiste orgulloso a la inauguración de un lustroso polideportivo que nadie necesita, y ni se cuestiona qué coño significa semejante dispendio; ni mucho menos convence en absoluto el diputadillo autonómico que asiste regularmente a la bombonera en que han convertido la sede del partido sin cuestionarse siquiera cómo se han pagado los mármoles de la fachada.

A todos esos que dicen desconocer las actividades de sus compañeros de partido y de escaño no me los creo, como haría bien en no creérselos nadie con un mínimo de higiene mental, porque hay evidencias que no pueden pasarse por alto, salvo que a uno le convenga hacerlo. O peor aún, que aunque no quiera hacerlo, no pueda impedirlo porque si se mueve, no sale en la siguiente foto, como decía el ínclito Alfonso Guerra, en aquellos tiempos en los que la democracia parecía otra cosa, y no se le veían continuamente las bragas manchadas de mierda.

Pues creo yo que no ser corruptos, pero tolerar la corrupción de nuestros compañeros porque nos jugamos nuestro medio de vida -nuestro escaño- si nos mostramos rebeldes o críticos; o si  no tenemos la valentía y el coraje de denunciar  a nuestros propios compañeros de formación por un erradísimo concepto de la lealtad partidista; o mucho peor aún, si estamos donde estamos porque somos simplemente una nulidad parlamentaria y un cero a la izquierda políticos y sólo servimos para darle al botón previsto por la dirección del partido en cada votación y fuera de ese supuesto ni siquiera existimos (y dicho sea de paso, ya nos está bien así); eso, afirmo, es ponernos en la misma posición que el corrupto. Pues como el pecador, se puede ser corrupto por acción y por omisión, y de esos últimos está nuestra democracia plagada.

Todos los que durante años han mirado para otro lado y ni siquiera han interpelado a sus jefes de filas sobre las extrañas cosas que estaban sucediendo a su alrededor son tan culpables como el que más, y que no me vengan con panes, que no está el horno para más hostias. Todos los que secretamente censuraban las actividades ilícitas de compañeros de partido pero no se atrevían a denunciarlas públicamente porque se la jugaban en solitario y se les hubiera acabado el chollo, que callen ahora, al menos por un mínimo de pudor cívico. Y todos aquellos que realmente no se enteraron de nada de lo que ocurría porque simplemente eran comparsas sin ningún valor más que el del disciplinado voto que otorgaban a sus jefes cuando eran requeridos, que al menos se avergüencen de su condición de inútiles prescindibles, que les incapacita para toda representatividad política.

O sea que, queridos "políticos honestos": o no eran ustedes tan honestos como proclaman a los cuatro vientos, pues sus omisiones fueron como un abono en un campo plagado de malas hierbas; o no eran tan "políticos" como suponían, porque no valían más que como sicarios de los gangsters que se apoderaron del poder político y económico de España en los últimos años. Y eso les equipara, como no, a todos esos nombres que acaparan los titulares desde hace ya demasiado tiempo. Y les inhabilita para representar al pueblo soberano. 

A todos esos políticos honestos sólo les redimiría hacerle un gran servicio al país: hacerse el harakiri impulsando una reforma política en profundidad, empezando por la Constitución y las leyes electorales, y acabando con las viejas estructuras. Rebelándose contra sus propios jefes desde el interior de los partidos políticos, y exigiendo la dimisión y desaparición de la escena pública de todos los actores que llevan en escena demasiados años. Negando el pan y el agua a toda una clase que ha engordado a la sombra del sistema representativo. Un Sistema que es imposible regenerar con toda esa caterva de la vieja guardia pululando por los intersticios de la democracia.

O sea que sí, la respuesta es categórica y afirmativa. son todos ustedes iguales. Demostrarle lo contrario al pueblo español queda en sus manos, señorías. 


miércoles, 11 de diciembre de 2013

El odio

Esta semana se me ha presentado dubitativa. Podría haberme despachado contra el ministro Montoro, individuo peligroso y recalcitrante que cada vez que habla deja ver las costuras de un temible autoritarismo encubierto con unos modos suaves, una pose aparentemente tranquila y una voz aflautada que no permiten suponer, de entrada, su rabioso sectarismo. Y que ha conseguido poner en pie de guerra a media Agencia Tributaria por considerar que en ella hay demasiados socialistas (podía haber dicho "rojos" y la cosa no hubiera quedado fuera de contexto). Lo cual pone de manifiesto que los gobiernos quieren una Administración Pública sumisa y dependiente, y que, a poco que les dejásemos, volvería la época de las purgas generalizadas. Lo cual no significa que ahora no existan, sino que se hacen con cierto disimulo.

También podría haberla emprendido contra el presidente Rajoy, que parece ser que tiene la necesidad imperiosa de hacer el papanatas de forma pública y notoria, al manifestar su profunda emoción porque las exequias de Mandela se celebraban en el mismo estadio en el que España se proclamó campeona del mundo de fútbol. Como si una cosa tuviera que ver con la otra y ambas emociones fueran análogas. Desde la época de los hilillos del Prestige no se había visto semejante majadería que, caramba, tuvo el mismo protagonista. Y estos luego presumen de reponer a España en el lugar que se merece en el concierto de las naciones y bla, bla. 

Pero no, finalmente, la noticia que me ha llamado poderosamente la atención es la acción semiconjunta de PP, Ciutadans y UPyD para solicitar la actuación de la fiscalía contra los organizadores del simposio "España contra Cataluña", por posible comisión del delito de incitación al odio. Y es que estas cosas me abren las carnes y le piden guerra al cuerpo.

Porque, en definitiva, de siempre es sabido que las cuestiones historiográficas son motivo de encendidos debates, acusaciones, réplicas y contrarréplicas, pero hasta ahora, la interpretación de hechos históricos nunca había dado con sus huesos en la fiscalía. Resulta obvio que el devenir de los hechos históricos se presta a interpretaciones a veces muy sesgadas, y para muestra vale el botón reciente de Nelson Mandela, que hasta hace pocos años estaba en la lista de terroristas del FBI, para acto seguido ser galardonado con el premio Nobel de la Paz. Se ha dicho hasta la saciedad que la historia la escriben los vencedores. Yo añadiría que los escribidores de la historia son en muchas ocasiones mediadores oportunistas de intereses estratégicos que sobrevuelan por encima de nuestras cabezas. Pero de ahí a considerar que un simposio historiográfico es una muestra de incitación al odio hay un trecho de estupidez, mala baba y anticatalanismo rampante. 

Las cuestiones históricas se debaten en el foro correspondiente, que es el del simposio abierto a todos, y del cual podrían obtenerse conclusiones interesantes si todas las partes en conflicto contribuyeran desde una perspectiva civilizada. Pero nunca deben ser objeto de controversia penal. Cuando llegamos a este punto es que estamos en una franca regresión de las libertades cívicas, que es algo que todos los ciudadanos progresistas estamos viendo ceñirse sobre España a pasos agigantados. Y como muestra un botón: cuando en 1978 se público el tocho de Josep Benet "Catalunya sota el règim franquista" (editorial Blume), con un sinfín de datos sobre la persecución política de la lengua y la cultura catalanas durante la dictadura, nadie osó interponer acciones penales contra el célebre historiador por tal motivo. Y mira que el libro contiene afirmaciones de una dureza extraordinaria.

Pero es que yendo más allá del papanatismo del bloque españolista con su petición de tipificación penal, me pregunto si es que a esos garantes de la convivencia cívica entre España y Cataluña se les ha pasado alguna vez por la cabeza pedir la apertura de diligencias penales contra los responsables de medios de comunicación como Intereconomia, que día sí y día también se despachan contra Cataluña y los catalanes en términos mucho más agresivos, insultantes e incitadores al odio que las propuestas de los organizadores del simposio. O contra los milicos que, exaltados, calman por una intervención armada en Cataluña, y de paso y si conviene, el exterminio de todo ápice de catalanismo político.

Estas asimetrías causan sonrojo y rabia, porque de forma implícita respaldan los ataques diarios, masivos y de amplia difusión de determinados medios de comunicación contra Cataluña. Y por el momento no he visto a Rosa Díez, a Albert Rivera o a la Camacho salir al paso de semejantes atrocidades, ni mucho menos solicitar al fiscal que las investigue por si hubiera -que la hay- incitación al odio.

Así que casi todos los catalanes (así como aquellos que no lo son pero que tienen dos dedos de dignidad democrática y de sentido crítico) sabemos perfectamente qué es la incitación al odio porque la padecemos a diario. Y sabemos también quienes la respaldan aunque se camuflen bajo formalismos de convivencia democrática. Y la seguirán respaldando siempre, más por omisión que por acción, porque les reporta beneficios electorales a costa de Cataluña y de sus ciudadanos. Nosotros, los catalanes, seguiremos esperando que un día algún capitoste del PP, de UPyD o de Ciutadans salga a defendernos frente a las barbaridades que se dicen pública e impunemente por ahí.

Mientras tanto, lo único que podemos concluir es que todas esas siglas son únicamente las de los quintacolumnistas de quienes pretenden romperle el espinazo a Cataluña. Y actuar en consecuencia en las urnas.


lunes, 2 de diciembre de 2013

El ministro

A los ministros de interior se les suele demudar el semblante a medida que pasa el tiempo en el ejercicio de sus cargos. Adoptan esa expresión permanentemente ceñuda que casa perfectamente con una mezcla de amargura, mala leche y reprobación perpetuas de la ciudadanía.

A nuestro ministro de interior, señor Fernández Díaz, le pasa exactamente lo que a todos los demás antecesores en el cargo en este y cualquier otro país, y que se resume perfectamente en esa expresión que ya no es de severidad, sino de manifiesta enemistad con eso que tienden a llamar despectivamente “la calle”, excepto cuando afirman -como hacía Fraga- que “la calle es mía”, excluyendo de su uso público a cualquiera que no comulgue con sus ruedas de molino.

Ese sentido de apropiación del espacio público al que ningún ministro de interior es inmune, se va desarrollando con los años de ejercicio policial con la misma inexorable exactitud y precisión de un reloj suizo, y se convierte, a la postre, en una concepción del espacio público como lugar para asueto exclusivo de ciudadanos mansos y silenciosos, nada proclives a demostraciones contrarias a la doctrina oficial. La tentación de convertir la calle en lugar de acomodo exclusivo de quienes simpatizan con sus represivas ideas es enorme, bajo la cobertura, un tanto cogida por los pelos, de cierta doctrina que asume que la oposición al gobierno y las demostraciones contrarias al  mismo son perniciosas para la democracia, como si una cosa y la otra fueran la misma.

Equiparar gobierno de turno con democracia, y su ideología con los principios del estado de derecho es una confusión interesada y totalmente errónea, a la que sin embargo el señor Fernández Díaz es incapaz de sustraerse, de tan imbuido que tiene el concepto según el cual él representa el  único orden público y la convivencia cívica posibles, lo cual le lleva a excomulgar de entrada a todos cuantos se oponen a sus regresivos conceptos sobre lo que significa la paz ciudadana.

Porque a fin de cuentas, los ministros de interior en ejercicio se tornan unos extremistas del imperio de la ley hasta el punto de pretender sancionar cualquier desviación de su oficialísimo dogma, al más puro estilo de los ayatollahs iraníes. La paz social a cualquier precio es sinónimo de amordazamiento del pueblo y contiene una peligrosísima deriva autoritaria, más notable aún cuando quien la ejerce es un gobierno de derechas, que por definición gobierna –al menos teóricamente- para el pueblo pero sin el pueblo, en el más puro estilo del despotismo ilustrado.

Porque a fin de cuentas, despótica es la nueva ley de seguridad ciudadana que pretende colarnos el PP con el aplauso nada disimulado de su ministro de interior; así como despóticas, inadmisibles y realmente bárbaras son las palabras que dirigió hace pocos días a la policía autonómica vasca, afirmando públicamente que los recibimientos a los expresos etarras liberados por la sentencia Parot no se hubieran producido jamás de tener competencia en las calles del País Vasco la Policía Nacional o la Guardia Civil. Deduzco de ello a que como tanto una como la otra dependen de su severísima persona, hubiera ordenado moler a palos a quienes se acercaron a recibir a quienes, cumplidas sus condenas, salieron a la calle por más que le pesara al PP y sus mandamases.

Sucede que la misión de los cuerpos policiales no consiste en ir reprimiendo a guantazos por ahí a todo el que disgusta al gobierno, sino mantener el orden público y la paz ciudadana dentro de los más estrictos límites de la legalidad constitucional y siempre con la menor violencia posible. Por eso cualquier estado de derecho se reconoce en admitir la libre expresión de los ciudadanos en la calle mediante los derechos de reunión y de manifestación, y que la función del gobierno es garantizarlos siempre, con independencia de las simpatías que les despierte el colectivo que pretenda ejercerlos, sobre todo si es por la vía pacífica, como fue el caso.

En última instancia, no es al ministro del interior al que corresponde reprimir por la vía directa los vítores –si es que los hubo- a los expresos etarras, pues si el derecho de reunión ejercido vulnera la ley, es la fiscalía la que debe adoptar las medidas necesarias a través de los procedimientos judiciales correspondientes.  Pero presuponer que las reuniones callejeras son delito para aplicar la porra de antemano según un juicio de valor sesgado (cuando no directamente sectario y oportunista)  delata una concepción de la acción de gobierno más cercana al fascismo puro y duro que a la democracia en la que se supone que vivimos.


La policía no está para impedir reuniones pacíficas de ciudadanos, por mucho que el señor ministro repudie sus ideas y el pasado delictivo de los etarras liberados. Así pues, el gobierno vasco hizo muy bien de no enviar a sus fuerzas de orden público a lanzar gases y pelotas de goma al tuntún para disolver a los allí reunidos. Pero lo más grave del asunto, es que el señor Fernández Díaz puso en la picota de forma injusta y totalmente a la ligera a un  cuerpo de seguridad del Estado que ha pagado su compromiso con la sociedad con sonadas bajas en su lucha contra el terrorismo, y del que nadie puede dudar de su competencia y lealtad institucional. El señor ministro ha usado a los policías autonómicos para hacer su personal y ruín campaña mediática de tintes claramente electoralistas y haciendo un guiño descaradamente revanchista a los sectores más ultras de la ciudadanía. Y eso, si es un error, es imperdonable. Y si no lo es, es de juzgado de guardia, señor ministro.